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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (31 page)

Alzó una mano a la gema del Caos que colgaba de su cuello, y acarició sus suaves facetas con el avaricioso deleite de un usurero que cuenta monedas de oro. Su padre había demostrado ser un débil idiota al dejarse engatusar por sus zalamerías y permitirle ser la única que poseyera la gema. Ahora, si quisiera, podría hacer algunos cambios en su acuerdo, y en particular en las disposiciones que habían tomado para estar protegidos ambos contra la venganza del Caos. Si quisiera…, si así lo quisiera… tenía el poder para retirar una parte de la protección, la parte que protegía a Narid-na-Gost. Podría no ser necesario, claro está, porque creía que podía tratar con él fácilmente sin recurrir todavía a medidas drásticas. Pero, si las cosas amenazaban con descontrolarse… bueno, ya lo había amenazado, y no sentiría ninguna pena. Su progenitor sabría el precio de llevarle la contraria, y resultaría una dura lección.

Una sonrisa pequeña, fría y satisfecha apareció en su encantador rostro, y con un elegante movimiento que implicaba a la vez desprecio y, total seguridad en sí misma, dio la espalda a la ventana y a la visión de la alta torre meridional.

Capítulo XV

P
asaron cuatro días más en los que Ygorla siguió entregada a sus caprichos y sin dar signos de que estuviera a punto de lanzar el desafío que esperaban el Círculo y los dioses. Para todos en el Castillo fue un intervalo que atacaba los nervios, y para algunos individuos en particular adquirió proporciones de pesadilla.

Nadie tenía ya dudas acerca de que Calvi Alacar estaba perdido. La segunda súplica de Tirand a Ailind tuvo tan poco éxito como la primera, y, sin la ayuda del dios, los adeptos eran lo bastante realistas para saber que estaban impotentes. Algunos pensaron en la posibilidad de suplicar a Tarod, pero no expresaron abiertamente dicha idea, sabiendo que Tirand la hubiera vetado de inmediato. A regañadientes, tuvieron que admitir que sólo podían contar con sus propios recursos, y que éstos resultaban insuficientes.

Al parecer, Calvi no sabía nada de las preocupaciones que el Círculo albergaba acerca de él, y resultaba evidente que, de haberlo sabido, se les habría reído en las barbas. En contra de lo esperado, Ygorla no se había aburrido de él. De hecho, disfrutaba plenamente de la compañía de su nuevo amante y juguete, y hallaba gran placer paseándose por el Castillo para presumir de su alianza ante sus anfitriones. Por supuesto, aquello no duraba demasiado; la mayor parte de las horas del día, así como las largas noches invernales, las pasaban en la intimidad de la suntuosa habitación de la usurpadora, donde Ygorla seguía tejiendo sus hechizos y aumentando su dominio sobre la mente y el cuerpo del joven, hasta que fue tan completo que a Calvi no le quedó ninguna esperanza de liberarse.

Y no es que Calvi quisiera liberarse. Gracias a la hechicería de Ygorla estaba descubriendo rápidamente un nuevo mundo de placer y poder, que hasta entonces no había sido capaz de imaginar. Aunque su carácter era fundamentalmente amable y decente, poseía sin embargo todos los apetitos más innobles de la juventud y de la inexperiencia, y éstos, alimentados por el resentimiento que habían encendido los recientes acontecimientos, eran aprovechados por Ygorla. Le enseñó oscuros placeres, el deleite que se podía obtener cometiendo pequeñas crueldades innecesarias, los medios de imponer su voluntad mediante la arrogancia y las amenazas. Y, cuando Ygorla descubrió lo hondo que el filón del resentimiento discurría dentro de él, le inculcó el ansia de venganza.

Descubrió bien pronto que los resentimientos de Calvi eran complejos y a menudo ilógicos, pero no por ello menos intensos. Ailind era el principal foco de su ira, pero su hostilidad hacia el señor del Orden se veía condimentada por inquinas menores contra cualquiera que, bien en la realidad o bien en su imaginación, lo hubiera insultado. Lentamente, a medida que el encantamiento se hacía más fuerte y su pasión por Ygorla más intensa, comenzó a hablar con mayor libertad de sus sentimientos, que adquirieron un aire cada vez más furibundo que ella encontró muy útil alimentar, a la luz de sus nuevas y florecientes especulaciones. Y aunque Calvi no recordaba nada por las mañanas, y por lo tanto no hablaba de ello a su nueva amante, sus sueños eran carbones que se amontonaban en su ya avivado fuego de odio, desprecio y ansiedad.

En opinión de antiguos amigos y compañeros que se cruzaban con él, Calvi degeneraba a ojos vistas. Con su lengua viperina, los ojos vidriosos por el vino o por la droga más potente de la hechicería de Ygorla, sus actitudes beligerantes y sus mezquinos rencores, tenía el aspecto de un hombre que se deja destruir lenta pero sistemáticamente por los aspectos más tenebrosos de su propio carácter. Ygorla comenzaba a saber que aquellos aspectos tenebrosos contenían profundidades insondables. Empezaba a descubrir que Calvi tenía una vena ambiciosa enterrada en lo más hondo de su alma que, con juiciosa manipulación, podía resultar un valioso complemento de la suya.

Mientras Ygorla y Calvi se entregaban a los juegos más salvajes que eran capaces de imaginar, Strann también asimilaba nuevas experiencias no del todo agradables. Uno de los motivos que escondía la decisión de Ygorla de usarlo como mensajero entre ella y su padre era hacerle un desaire premeditado a Narid-na-Gost, una señal de que no tenía el propósito de tener más contacto directo con él que no fuera según sus condiciones. Y, para la primera visita de Strann a la torre, Ygorla le dio una carta que explicaba su actitud con toda claridad.

Aquel primer encuentro con el demonio fue una tremenda prueba que Strann suplicó no tener que afrontar nunca más. Tras un agotador ascenso por una escalera de caracol que parecía interminable, encontró a Narid-na-Gost en una de las habitaciones en lo alto de la torre, cuyo interior había convertido mediante hechicería en una escena de inexorable carmesí: cojines carmesíes, alfombras carmesíes, terciopelo carmesí que cubría cada centímetro de las paredes y el techo, y, en medio, el demonio en persona, con su larga cabellera carmesí, su cuerpo deforme, sus manos y pies como garras, y los ojos que ardían como brasas en un rostro inhumano y malévolo.

Strann fue puesto a prueba. Narid-na-Gost se negó a creer que no había leído la carta de Ygorla y que no sabía nada de su contenido. Y, cuando acabaron las amenazas y las monstruosas ilusiones y quedó por fin satisfecho y convencido de que la rata mascota de su hija le había dicho la verdad, el demonio jugó con él un poco más antes de dejarlo partir. Invocó serpientes blancas, frías como el hielo, que reptaron por las piernas de Strann y que se enroscaron en repulsivos anillos alrededor de su cuerpo. Luego sacó una lengua negra que abarcaba toda la anchura de la habitación, y de su punta brotaron llamas que se proyectaban contra el rostro de Strann. Abrió su boca hasta un anchura imposible y vomitó enormes sapos venenosos, que saltaron y se deslizaron por el suelo antes de desintegrarse a los pies de Strann en charcos de hediondo nácar. Pero cuando vio que la rata, aunque asqueada, no iba a caer de rodillas para suplicar el final de aquellos horrores, perdió todo interés y lo despidió. Todavía no había abierto la carta. Y no había mensaje de respuesta.

Strann bajó dando tumbos, luchando con su estómago que se rebelaba y temiendo los miles de escalones que le aguardaban antes de que pudiera volver a respirar aire frío y puro. Sabía que había escapado por los pelos; y también sabía por qué. A pesar de todas sus amenazas y fanfarronadas, Narid-na-Gost tenía miedo de contrariar a Ygorla, lo que debía significar que ella tenía algún dominio sobre él. Strann no acababa de concebir en qué podía consistir dicho dominio, porque, por lo que Yandros le había dicho en su encuentro en la Isla de Verano, tenía la impresión de que Narid-na-Gost era mucho más poderoso que su hija y que siempre había sido el principal autor del complot contra el Caos. Ahora aquel punto de vista se había vuelto del revés, y Strann estaba seguro de que la gema del alma debía de ser la clave del enigma. ¿Seguía controlándola Narid-na-Gost? ¿O el hecho de que Ygorla llevara la gema en aquel descarado acto público de ostentación significaba algo más que un mero gesto simbólico?

Por fin llegó abajo, con la cabeza que le daba vueltas y el estómago agitado. Al salir a la triste luz del día, pensó que nunca se había sentido tan agradecido de recibir el helado azote del aire invernal; avanzó trastabillando por el patio desierto y se sentó durante unos minutos en el borde de la fuente central mientras recuperaba el aliento y la cordura. Sentía un olor desagradable en la nariz, el olor a almizcle y hierro que recordaba de la Isla de Verano, que impregnaba la habitación de la torre y que ahora se le había pegado a las ropas y al pelo. En los días de la Isla de Verano no lo había reconocido, pero ahora sabía qué era con toda exactitud: el hedor de los demonios.

El frío del mojinete de la fuente atravesó sus ropas y le llegó a la piel y Strann lo agradeció, porque en cierta medida ayudaba a purificar la mancha que sentía. Recordó las serpientes, tuvo un violento estremecimiento y, apretando con más fuerza las piernas contra la piedra, intentó que su mente dejara de girar confusamente y pensara con claridad.

Debía hacer que Tarod se enterara de lo ocurrido. Pero esta vez los gatos no le servirían, porque el mensaje que debía transmitir era demasiado complicado para confiarlo a sus simples sentidos y a su inadecuada capacidad de comunicarse con ellos. Ni siquiera sabía si su último intento había tenido éxito, porque no había habido respuesta del señor del Caos, aunque la noticia había acabado por ser de conocimiento público tan sólo unas horas más tarde. Además, su mensaje requería una respuesta clara, porque ahora necesitaba consejo.

Contempló la torre norte, que se alzaba impresionante en el extremo más alejado del patio, recortada contra el melancólico telón de fondo del cielo, y se preguntó si Tarod estaría allí. Luego la especulación se vino abajo porque comprendió que no podía correr el riesgo de intentar averiguarlo. Ygorla esperaba su regreso y, por lo que sabía, podía estar siendo vigilado por un buen número de sus siervos elementales, invisibles o disfrazados, en aquel momento o en cualquier otro. El contacto directo con el señor del Caos era imposible. Debía encontrar otra forma. Y, desde luego, no podía intentar ir en busca de Karuth.

¿O sí? La idea le vino lenta, gradualmente, como un incierto amanecer. Era factible, sólo factible… y, si funcionaba, no podrían recaer sospechas sobre él, porque tan sólo él y Karuth, de todos los seres del Castillo, sabrían lo ocurrido…

Strann se puso en pie. Intentó reprimir la rápida fiebre de esperanza en su interior, porque no quería tentar el destino antes de que el plan estuviera ni siquiera pensado a medias, pero no consiguió reprimir del todo su ansia. El único obstáculo era Ygorla. Pero creía saber de qué manera sería mejor tratarla, y creía también que su ego sería incapaz de negarle el permiso para lo que quería hacer.

Ygorla se mostró encantada con la propuesta de Strann, cuando éste se la planteó más tarde aquel mismo día. Ya estaba en un estado de ánimo exaltado, porque la malhumorada negativa de Narid-na-Gost a responder a su mensaje era exactamente lo que había esperado, y el hecho de que hubiera intentado maltratar a su enviado, sin atreverse a hacerle daño de verdad, confirmaba sus sospechas de que le tenía miedo. Le dio a Strann una joya —«una minucia, que para mí nada vale»— por sus sufrimientos, y su sugerencia aumentó aún más su satisfacción.

—¿Un concierto público de la música que escribes para mí? —repitió, mientras se paseaba por su dormitorio con el rostro radiante y ávido ante la perspectiva. Tras ella, en la cama, Calvi permanecía echado e inmóvil, con una jarra vacía de vino a su lado. Strann creía que dormía pero no estaba seguro—. Sí, rata, ¡me gusta la idea! Una pequeña atracción, ante un público selecto. —Se rió, primero con suavidad, pero luego con un sonido estridente, que hizo que Calvi se agitara y musitara una apagada queja—. Creo que ordenaré que tenga lugar esta noche y escogeré mi lista de invitados con el máximo cuidado. ¿Estarás listo?

—Naturalmente, señora. Aunque…

—¿Aunque qué?

—Bueno… —Strann no quería provocar en ella ninguna sospecha; tenía que parecer que lo decía sin darle importancia—. Ojalá tuviera un instrumento mejor con el que haceros justicia, mi emperatriz. La manzón de Karuth Piadar no está mal, pero no está a la altura a la que yo estoy acostumbrado.

Ella gesticuló ligeramente.

—Eso puede resolverse con facilidad. Tengo siervos elementales que pueden traer tu instrumento desde la Isla de Verano en menos de una hora. Sólo lo mejor será suficiente para mi bardo. Me ocuparé de ello, y podremos devolver a la hermana del Sumo Iniciado su instrumento inferior para que haga con él lo que quiera. ¡Espero que no se sienta mortalmente ofendida por tu segundo rechazo! —añadió con una mirada malévola.

Strann no acababa de entender por qué Ygorla disfrutaba tanto con la congoja de Karuth, pero por una vez su gusto por refocilarse le daba ventaja. Se unió a sus risas y luego volvió a su rincón en la cámara exterior para preparar el recital de la noche.

Cuando salió de la habitación, Calvi se sentó en la cama. No había estado durmiendo, sino que había yacido en una lánguida somnolencia de la que le costaba mucho salir. Había escuchado retazos de la conversación entre Ygorla y Strann y ahora, con malévola alegría, Ygorla le contó la idea de Strann.

—Puede ser divertido. —Calvi bostezó, buscó la jarra de vino, vio que estaba vacía y la arrojó con descuido de la cama—. Maldición, tengo sed.

—Entonces tendrás una jarra fresca, o dos o tres si es lo que quieres. —Ygorla fue a su lado y lo besó con lascivia. Le gustaba permitirle todos los caprichos; en realidad era mucho más una mascota que el propio Strann—. En un momento tendrás cuanto te apetezca. Pero primero quiero que me digas qué nombres deseas que añada a mi lista de invitados para el concierto de Strann esta noche.

—¿Qué nombres…? —Calvi le mordisqueó el cabello, luego el brazo desnudo, aspirando el embriagador perfume que desprendía su piel—. Bueno, veamos… Ailind del Orden será uno. Y Tirand Lin.

Ella rió suavemente.

—Creía que Tirand Lin era tu querido y buen amigo.

Calvi puso mal gesto.

—No lo es, por mucho que él lo aparentara en el pasado. Lo desprecio igual que desprecio a los otros. Y mostró su verdadero juego; apoyó a Ailind contra mí, y me trató como si yo fuera un niño imberbe y no su superior por derecho… La verdad es que, sólo tengo una amiga. Mi querida amiga, mi amadísima, la más hermosa, la más poderosa emperatriz…

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