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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (72 page)

—¡Román! —grita—. ¡Gracias, Román! Y gracias, Almodius…, Simón… ¡Te saludo, Moira, reina de los difuntos —dice, besando el colgante tras sacarlo del bolsillo—, soy el fruto de tus entrañas, que el Arcángel ha bendecido!

Se cuelga la cruz de oro y hueso alrededor del cuello empapado. Escapar. Atravesar las paredes. Reunir el pasado y el presente. Pero sin olvidar nada. Se guarda el estilete de Almodius en un bolsillo de la cazadora, con el permiso del padre abad. Después, arroja la chaqueta y el jersey al oscuro pasillo y deposita encima de ellos el cráneo de Román. Se prosterna delante de Almodius para decirle adiós, toca la cruz bautismal que cuelga de su pecho huesudo, se santigua, dirige una mirada hacia los tres olams, Epona y su prisión circular, coge la linterna y la coloca en el corredor. Contiene la respiración, comprime el pecho e intenta deslizarse a través de la abertura, felicitándose por su delgadez. Una vez en la antecámara del corredor horizontal, enseguida tiene que ponerse a cuatro patas. Se pone la cazadora, envuelve el cráneo de Román en el jersey y se lo ata a la espalda, como si fuera un bebé. Por último, coge la linterna con la boca antes de adentrarse en el misterioso pasadizo.

En las vísceras de la montaña, a las cuatro horas y cincuenta y un minutos de la mañana del 3 de junio. Johanna repta por el angosto túnel. Continúa la roca. El calor agotador. El sudor viscoso, como la sangre de sus manos y de sus hombros. Su espalda frota la pared, pero la cabeza de Román está protegida. Johanna no puede continuar a cuatro patas. Tendida, avanza apoyándose en los codos, milímetro a milímetro. Resopla como una bestia de carga. La linterna que sujeta con la boca le dificulta la respiración. Tras la alegría del descubrimiento, de nuevo la angustia. Claustrofobia. Miedo de desembocar en otra cavidad natural, sin salida, o en la roca, maciza, insalvable como una muralla; si es así, no podrá dar media vuelta para regresar al santuario celta. Morirá encajonada en ese pasillo, adherida a la roca como a un cuerpo extraño. No pensar. Avanzar. Arrastrarse poco a poco. Nunca se había sentido tan pesada. Ni tan grande. Todavía tiene ganas de vomitar. No hay tiempo. No. Continuar. Román la ha guiado. Todos sus compañeros de antaño la escoltan con el pensamiento. No está sola, no, no lo estará nunca más. Vamos. La historia. Esta noche es ella la protagonista de la historia. Ha perdido la noción del tiempo, salvo la del presente y el deseo del futuro. Un aliento joven y puro le acaricia la frente. ¡Aire! ¿Es real? Se apresura un poco, tiende la nariz y las mejillas. Algo tiembla delante de ella. ¿Un animal? No… La linterna…, rápido… No es el color del granito… Es verde… verde oscuro… ¡Vegetación! Profiere un grito de fiera. Una cortina de hierbas y plantas se balancea. Luz natural…, o sea, que el sol está ahí. Emite un gemido ronco, el vaho del sudor le empaña las gafas. Se detiene, recobra la calma, se limpia las gafas con el top empapado y luego continúa su avance. Unas piedras le lastiman el vientre, hay montones de escombros. Se abre paso entre ellos como un topo. Le parece que los colores son diferentes, más claros. Ahí está la cortina natural. La aparta, se pincha encantada con unos espinos y contempla la ventana que acaba de abrir.

Una ventana del azul más bonito del mundo, suave y violento a la vez, sin mancha, sin astro, lleno de melodiosos trinos, y se dice que esos cantos son los de todos los muertos de la tierra dándole la bienvenida a la vida. Apaga la linterna. El cielo. Ha excavado la tierra y ha accedido al cielo, donde la aurora es una hostia.

Capítulo 22

A las cinco y trece minutos de la mañana, Johanna sale del agujero y, tambaleándose, se pone en pie para que el cielo le lama los estigmas. Sus ojos tardan en acostumbrarse a las nubes transparentes. Mira el reloj. Toma conciencia del tiempo, así como del canto de los pájaros. La escandalosa alborada de las gaviotas rompe el silencio que fue su compañero en las tinieblas. El amanecer es la hora del oficio de laudes.
Laudare
. Alabanza.
De Angelis… Michael archangele veni in adjutorium… In excelsis angeli laudant te. In conspectu
. El timbre grave de los monjes medievales vibra en el interior de Johanna. No en su cabeza, sino en su cuerpo. El aire la hace estremecerse. Mira a su alrededor: la iglesia está más arriba. Justo debajo de ella, la fuente de San Auberto, el único manantial de agua dulce de que disponen los monjes, el agua que curaba las fiebres demoníacas. Johanna está de cara al norte, en los eriales del monasterio, entre las zarzas, las rocas y los vientos dominantes, a media altura de la montaña. A lo lejos, el islote de Tombelaine está rodeado por las aguas vivas. El camino… Está frente al camino que, durante la marea baja, tomaban los primeros peregrinos, por Genéts y Tombelaine, para acceder a la abadía por el oeste atentos a las arenas movedizas, esas placas de arena en suspensión sobre el fango que succionaban a los caminantes imprudentes… El paso de las aguas, el camino de los porteadores de piedra… El norte y el oeste, que eran uno para los celtas, el lado oscuro, el de las calamidades y los apocalipsis, donde los cristianos acostaban para subir hacia el sudeste, el coro de la iglesia abacial, la luz de la resurrección… Johanna se encuentra en el emplazamiento del primer pueblo construido allí y desaparecido hace mucho tiempo. Las gaviotas la saludan ruidosamente, el aquilón le acaricia el cabello; con un rápido movimiento, ella se lo suelta. Luego, tras desatar el jersey que le envuelve la espalda, coge la cabeza de Román y la deposita en la entrada del túnel secreto, oculta detrás de la cortina de espinos. Con prudencia, desciende hacia el mar y se arrodilla para lavarse. Cuando ya no quedan rastros de tierra y de sangre, deja que el aire seque sus magulladuras. Tiene frío, tiene sed, tiene hambre. Mira el círculo de fuego aparecer por el este, por el lado del coro, como la promesa de una vida nueva. La hora prima. Se levanta con los ojos llameantes y se dirige hacia el pueblo dormido.

Pasa por delante de la rampa del potro, recorre la parte trasera de su casa sin echar un vistazo a través de la ventana del cuarto de baño. No hay nadie en la calle, aparte de algunos gatos que revuelven los cubos de basura. Ella no sabe que la búsqueda ha sido suspendida media hora antes. El camino de ronda que bordea las murallas la conduce a casa de Simón. En la pared, cerca del tejado, la gárgola de piedra la amenaza, pero toda sensación de miedo la ha abandonado. Sonríe al animal monstruoso. Encima de la puerta, el portafaroles herrumbroso parece esperar la cuerda de un ahorcado, y el umbral el despertar de la mandrágora. La verja está abierta. Johanna sube los peldaños, bordeados por una glicina moribunda, y acerca la nariz a las flores malva medio marchitas. El olor del cielo, empolvado y embriagador. Pulsa el timbre, luego golpea la puerta roja. No hay respuesta. Acciona el pomo… y la puerta se abre.

—¡Simón! —llama—. Simón, ¿estás ahí?

La llave está en la cerradura, por la parte de dentro. Nada parece vivir en la casa salvo el viejo reloj del salón, que esparce el tiempo sin mesura. Johanna inspecciona todas las habitaciones de abajo, lívida, con el corazón acelerado por el deseo y la emoción de verlo. Ya no teme por ella, sino por él: sus últimas palabras tenían el color de la muerte. Se decide a subir al primer piso: nadie. Los muebles antiguos esperan. Se apoya en la barandilla y, lentamente, sube al segundo, donde se encuentran el dormitorio y el despacho de Simón, ese despacho con las vigas a la vista, ese dormitorio con sábanas de lino que huelen a tilo. La cama no está deshecha; Simón no se ha acostado. La mano de Johanna tiembla sobre la puerta del despacho. La imagen de un ahorcado se aferra a su memoria. Finalmente, entra. Exhala un suspiro de alivio al constatar que la habitación está vacía. Sobre el baúl medieval que hace de mesa de estudio hay un sobre dirigido a Christian Brard. Johanna abre la carta.

Amigo mío:

Deja de buscar a Johanna. Aquella que fue mi amada ha muerto, al igual que Dimitri Portnoi y Jacques Lucas, y de esas tres muertes el autor soy yo. No trates de averiguar las razones de mis actos; van a desaparecer conmigo y con el cuerpo de Johanna, que esta mañana del 4 de junio me llevo mar adentro.

No nos persigas, intenta vivir.

Adiós.

Simón Le Meur

«¡El barco que tiene amarrado en Saint-Malo! —piensa—. Simón ha cogido esta noche su pequeño velero y se ha adentrado en el mar para huir de esta tierra maldita… El agua, el Sid, el otro mundo de los celtas, al que se llega por pasos subterráneos en el corazón de las montañas, en el fondo de los lagos y de los estanques o al final del mar, por el oeste, más allá de Bretaña, en la inmensidad del Atlántico. Simón ha llevado la leyenda al límite: seguramente se ha arrojado al mar para reunirse conmigo en el reino de los inmortales, al que yo debía llegar a través de las profundidades de la tierra… Simón está muerto. Seguramente encontrarán su barco, pero jamás su cuerpo.»

Johanna derrama lágrimas que le asaetan la piel.

—Simón, pobre Simón… —murmura—. ¡Ángel del cielo, haz que su alma vaya a parar a una isla donde repose plácida y serenamente!

Enciende una cerilla y quema la carta de Simón en un cenicero. Luego, baja la escalera, corre el cerrojo de la puerta de entrada, baja precipitadamente a la bodega, cierra la puerta con llave y se guarda el manojo en el bolsillo. Una bonita bodega abovedada, con estantes llenos de botellas con el tapón enmohecido por la humedad, un suelo de tierra batida y un pequeño respiradero con una rejilla oxidada. Johanna oye a las olas decirle que se han llevado a Simón. Ahora, una vez acabada su tarea, van a alejarse. Johanna agarra la reja del respiradero y tira de ella con todas sus fuerzas. La sangre de sus manos, restañada por el agua del mar, fluye de nuevo. Mejor, será una prueba para la policía. ¡Tira, Johanna, tira! Las varillas de metal están viejas, gastadas, corroídas por el aire salado. El aire de aquí lo devora todo con una avidez paciente e inevitable, incluso el corazón de los hombres. Johanna espera que haya corroído lo suficiente esa reja de metal. Recobra el aliento e intenta de nuevo arrancar la rejilla. Al cabo de media hora, cede por la izquierda; la desprende de la pared, deja el jersey en el suelo de la bodega y sale por la abertura, que da al jardín. La claraboya se ha transformado en alambrada, que al pasar Johanna se queda con unos centímetros cuadrados de tela de su cazadora. Bien… Otra huella material para confirmar la historia que va a servirle al comisario Bontemps. Una vez fuera, se asegura de que está sola en la calle, borra sus huellas de las llaves de Simón y echa el manojo al agua por encima de la muralla. Son las seis y treinta minutos. Dirige una última mirada a la casa, al sol, y corre hacia su vivienda.

3 de junio, quince horas y dieciséis minutos. Johanna, al volante de su coche, conduce a toda velocidad hacia Bretaña, hacia el asilo de Plénée-Jugon en busca del padre Placide. Sus manos, limpias y desinfectadas, están cubiertas de apósitos, su piel huele al jabón con que se ha frotado largamente. En su cabeza resuena la historia que ha contado a todos: Simón era un desequilibrado, no aceptaba su ruptura y estaba celoso de todos los que se acercaban a ella, incluso de la Virgen Soterraña. Para vengarse, cometió unos crímenes pasionales: mató a Jacques y a Dimitri. Finalmente, secuestró a Johanna cuando estaba sola en la cripta, anoche, obligándola a salir de la abadía por el pasadizo que hay sobre el altar de la Trinidad. Después la encerró en su casa, en la bodega, decidido a matarla también. Pero fue incapaz de hacerle daño y huyó para poner fin a sus días en el mar, en su barco. Johanna escapó arrancando la rejilla que cubría el respiradero de la bodega. Hasta ahí, la policía no ha puesto en duda la versión de la arqueóloga: Bontemps y sus hombres forzaron la puerta de la casa de Simón e inspeccionaron la bodega; los servicios portuarios de Saint-Malo confirmaron la salida, esa mañana temprano, del velero del anticuario. En recuerdo de Simón y de Moira, Johanna ha decidido que nadie debía conocer la existencia de la gruta celta. Ella misma se asegurará de que los restauradores de François sellen de nuevo sólidamente el altar de la Trinidad.

«A estas horas, el nuevo guardián debe de estar informado de que, a partir de ahora, la antorcha está en sus manos —supone—. Sin duda Simón lo ha avisado de uno u otro modo antes de desaparecer. Tal vez algún día lo busque, algún día…»

Por el momento, le habla a Román, cuyo cráneo está dentro de un bolso, en el asiento de al lado. No ha podido renunciar a lo que la había mantenido con vida todos esos años. Mientras ella mentía a sus colegas, a Brard y a la policía sobre su singular epopeya, Florence le curaba las heridas y la alimentaba como una madre. Johanna veía pasar ante sus extenuados ojos la silueta de Epona montada a caballo, los esqueletos de los olams, la tablilla de cera de Almodius. La espada del Arcángel se alzaba sobre la cabeza de Román en su tumba improvisada por el abad. Después, el monje decapitado se acercaba a una ventana azul… Eso le recordaba su último sueño, el que había tenido cuando se durmió en la capilla del coro de la iglesia, la capilla de su madre… Desde entonces no había vuelto a soñar, pero ese sueño le había indicado el camino del altar de la Trinidad…, la gruta clandestina, la cabeza de Román y, al final, la salida al cielo. ¿Podía ese sueño seguir ayudándola? Esa mañana, había recordado al padre Placide, que alzaba su hostia cuadrada y azul, y aparecía fray Román, joven y libre… El padre Placide, ¡tenía que hablar con él! Liberarse de los interrogatorios de la policía, de los cuidados de Florence y Sébastien, de la desconfianza de Patrick, de los temores mudos de Brard —porque ella no había implicado a Simón en la escritura de la carta anónima— y de la llegada inminente, por la tarde, de François. François…, le parecía inconcebible volver a verlo. Un abismo insondable los separaba. Un espejo, y Johanna estaba al otro lado. Sola. Tenía que esquivar al comisario y ganar tiempo para ir al asilo del anciano monje… Se negó a ver a un médico, a acompañar a Bontemps a casa de Simón, pero no tuvo que hacer nada para que los nervios la bloquearan. La tensión de las últimas horas había sido tan fuerte y la presión de las próximas era tan palpable que, de repente, se vio incapaz de hablar. Se quedó postrada, apagada, con la imagen del monje sin cabeza superponiéndose a la de sus interlocutores. Curiosamente, fue Patrick quien insistió en que la dejaran tranquila y Bontemps aceptó esperar hasta el día siguiente para tomarle declaración. Tenían bastante que hacer con el aviso de búsqueda de Simón y el registro de sus dos casas, la del Monte y la de Saint-Malo. Patrick le rodeó con el brazo los magullados hombros y la ayudó a ir a su habitación en silencio. Ese detalle le sentó bien. Trató en vano de dormir. Sin embargo, estaba agotada. Hacía demasiado tiempo que no había descansado. Ningún sueño podría acudir a ella mientras no hubiera resuelto el que la poseía —el que acaso se burlaba de ella— desde su infancia. El agua repararía de nuevo su cuerpo dolorido. Después de darse una larga ducha, había comido con Séb y Florence, que la observaban como a una víctima, y Patrick, que lo hacía como si se tratara de un hallazgo arqueológico que no había desvelado todos sus secretos. El vino corriente que bebieron actuó en ella como un elixir mágico, un concentrado de vida, el fruto precioso de una intemporal armonía entre la tierra y los hombres, ante la mirada de Dios. Después de comer, dijo que necesitaba aire, luz y soledad. Nadie se atrevió a oponerse a sus deseos. Tuvo muchas dificultades para recuperar la cabeza de Román; a esas horas del día, los turistas eran los dueños y señores de la peña y pululaban por todos los rincones de la montaña. Por fin, a las quince horas, logró subir discretamente por la ladera norte y recuperar su tesoro.

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