P
asé el día visitando mis lugares preferidos del pantano: recorrí las trochas escondidas que bordeaban el traicionero lodazal y, ya en tierra firme, busqué el bosquecillo donde había descubierto dos cervatillos gemelos en la primavera; luego me tendí junto al estanque en el que se reflejaban las nubes peregrinas y regordetas. Cuando empezó a hacer calor de verdad, me quité los zapatos y las medias y crucé el riachuelo hasta la islita, sintiendo en las plantas de los pies la caricia de los guijarros pulidos por el agua.
Era ya tarde cuando regresé al castillo, pero en vez de ir a mi habitación, subí por la larga y estrecha escalera que trepaba hasta los aposentos de tía Grassina, más conocida como la Bruja Verde. Es hermana de mamá y vive en el castillo desde antes de que yo naciera. A diferencia del resto de mi familia, no me critica cada vez que me ve.
Llegué al final de la escalera, llamé a la puerta y esperé. Antes de abrir, mi tía siempre sabe quién va a visitarla y, según me dijo en una ocasión, es un don bastante útil porque así no responde a la llamada si se trata de personas inoportunas. No obstante, al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de par en par y un pato amarillo soltó un palo que estaba royendo y se lanzó a morderme los tobillos.
—
¡Bowser,
vuelve aquí! —lo llamó mi tía desde la habitación—. ¡No he terminado todavía!
El pato saltaba de un lado al otro, haciendo cuac, cuac, mientras me tironeaba hacia el interior.
—¡Cierra la puerta, Esmeralda! —gritó mi tía desde su mesa de trabajo—. ¡Este perro estúpido no se está quieto y no he podido terminar el conjuro!
—¿Esto... es
Bowser?
—Traté de espantar la bola de plumas que ahora me mordía el zapato—. Como papá se entere de que has convertido a su sabueso preferido en un pato...
—Pato, perro, ¿qué más da? Lo convertiré otra vez en un mísero perro antes de que recites el alfabeto griego al revés. Veamos, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! Ven, échale estos polvos mientras recupero el conjuro.
—¿Yo? ¡No, no! —Retrocedí para alejarme de la mano que me tendía—. ¡Lo fastidiaré todo! Acuérdate de los buñuelos de cangrejo.
Dije esto porque una vez que intenté hacer buñuelos mágicos, les salieron patas y echaron a correr. Tardamos varias semanas en atraparlos a todos, y cuando lo logramos, ya se habían pasado y estábamos hartos de tantos pellizcos.
—¡Uuuuf! —dijo tía Grassina—. Todos cometemos errores.
—¡Pero no tan graves! Mira, hace cuatro meses traté de embrujar mi cuarto para que se limpiara solo y... ¡todavía está limpiándose! Cada vez que se me cae algo en mi habitación, una brisita se lo lleva y lo arroja al estercolero. ¡No te imaginas cuántas medias y horquillas he perdido! De modo que no volveré a hacer magia; todo me sale fatal.
—Entonces ¿cómo te convertirás en bruja?
—¡No quiero ser bruja! —dije por enésima vez—. Sé que tú crees que debería intentarlo, pero sería una bruja pésima. Si meto la pata con simples conjuros para limpiar y cocinar, imagínate lo que pasaría con algo importante. ¡Acabaríamos todos con tres pies izquierdos, o metidos de cabeza en un pastel!
—Emma, por favor... ¡Claro que quieres ser bruja! Lo que pasa es que no sabes lo suficiente todavía. Date tiempo, ponte a practicar y serás una bruja estupenda, estoy segura. A ver, ¿dónde dejé ese pergamino? Estaba por aquí.
Dejé a mi tía con su pila de mohosos pergaminos y me acerqué a mi butaca favorita junto a la chimenea. En realidad a menudo soñaba con ser una bruja como ella, pero eso de vivir practicando y que nada me saliera bien... Me dejé caer en la butaca y cerré los ojos. Y de ese modo el mal día que llevaba a cuestas se fue disipando gracias a la calma que reinaba en aquella maravillosa habitación.
A diferencia del resto del castillo —frío, húmedo y sombrío—, el cuarto de mi tía era agradable y acogedor: un pequeño fuego, que ardía siempre tras la ornamentada rejilla de hierro de la chimenea, entibiaba todos los rincones, aunque nadie le ponía leña; resplandecientes esferas de luz mágica se apoyaban en el techo tiñendo de color rosa los blancos muros y los tapices de vivos colores, y gruesas alfombras, tejidas en varios tonos de verde, cubrían las losas de piedra de tal modo que parecía el suelo de un bosque bañado por el sol. A veces se olía a menta molida y ramas de pino, como las que decoraban el Gran Salón en las fiestas de invierno, y otras veces, a tréboles veraniegos, recalentados por el sol.
Delante del hogar había dos butacas con mullidos cojines y una mesita sobre la que lucía un florero. En éste retoñaba un ramo de flores fragantes y cristalinas, regalo de las hadas; dentro del ramo vivían varias mariposas de vidrio, cuyas delicadas alas repicaban al revolotear entre los capullos. Yo solía pasar las horas arrellanada en una de las butacas, mientras mi tía, sentada en la otra, me contaba historias de tierras lejanas y tiempos remotos.
Pero ésos no eran los únicos portentos de aquella habitación: uno de los tapices representaba detalladamente una ciudad en miniatura, donde peleaban un unicornio y un león. En una ocasión toqué al león con el dedo y me dio un mordisco que me arrancó un trocito de piel. Me eché a llorar a gritos y mi madre me regañó por decir mentiras, pero tía Grassina me guiñó el ojo y me vendó el dedo con una telaraña.
Una bruja de mar, Jamada Coral, le había regalado a mi tía un gran bol de agua marina, que contenía una réplica diminuta de un castillo, con torres y murallas incluidas. La reproducción era perfecta hasta el mínimo detalle, pues incluso había algunos bancos de peces minúsculos que nadaban alrededor. A veces, después de caer el sol, en las ventanitas del castillo brillaban unas luces muy pequeñas; nunca me había fijado mucho en ellas hasta un tarde invernal (yo tendría unos nueve años) en que fui a visitar a mi tía. Ese día Grassina tardó más de la cuenta en abrir y, cuando apareció, llevaba el pelo mojado y se lo estaba secando con una toalla. El cuarto olía intensamente a pescado, y al preguntarle qué había estado haciendo, sonrió y fue a cambiarse de ropa. Mientras tanto, me acerqué a la chimenea para calentarme las manos y pisé un charco en la alfombra. Se me ocurrió pensar que el bol se habría desbordado y, al mirarlo, distinguí un centelleo plateado y azul. Me apresuré a acercarme más y miré dentro: una sirena minúscula se escabullía hacia una de las puertecillas; cuando llegó, la abrió de un tirón y volvió la cabeza para echar un vistazo; al verme, me miró muy alarmada y se marchó dando un portazo. Entonces comprendí que el bol era mucho más que un adorno.
A todo esto, el pato graznó y el sonido estremeció la silenciosa habitación. Me incorporé en la butaca y miré a ver dónde estaba mi tía: desentendiéndose del pato, se había encaramado a un elevado taburete ante la gran mesa de madera, mientras que el animal mordisqueaba la pata de ésta. Grassina, de cabellos muy abundantes y rojizos —igual que los míos—, llevaba una vieja pluma de escribir ensartada en la cabellera.
Dicen que mi tía y yo nos parecemos, aunque ella tiene la nariz fina y recta y, en cambio, la mía es prominente como la de papá; ambas tenemos los ojos verdes, pero los suyos son más claros; en las contadas ocasiones en que sonríe, lo hace de una forma encantadora; sin embargo, la sonrisa no se le refleja en la mirada.
Según mi niñera, que se jubiló hace tiempo, la tía era muy alegre de joven, pero mi abuela y los años le cambiaron el carácter.
Grassina iba siempre de verde. Ese día llevaba un vestido del color del musgo en verano, holgado y sin forma ni estilo precisos, que le caía desde los hombros; siempre se vestía como le apetecía, sin pensar en la opinión de los demás. Yo no tenía la misma suerte, pues, como mamá me repetía sin cesar, una princesa siempre está en exposición...
Mi tía, absorta en su trabajo, sostenía con ambas manos un pergamino a medio desenrollar; otros se amontonaban sobre la mesa o se desparramaban por el suelo. Los últimos rayos del sol entraban por la ventana y, planeando sobre la mesa, convertían la bola de cristal de predecir el futuro (como la que Grassina me había regalado por mi cumpleaños) en una esfera de luz cegadora. Entre los pergaminos, una pequeña serpiente de color verde manzana tomaba el sol.
—¿Para qué sirven todos esos conjuros? —pregunté a mi tía.
Levantándome de la silla, me aproximé a la mesa y me puse a su lado. Entonces la serpiente alzó la cabeza y me sacó la lengua. Retrocedí un par de pasos temblando; nunca me acostumbraría a su presencia, aunque llevaba viéndola toda la vida. Las serpientes me daban pánico, sean del tipo que fueran y tuvieran buen o mal carácter.
—Encontré el conjuro del pato mientras ordenaba los pergaminos, y se me ocurrió ponerlo en práctica cuando apareció
Bowser.
A ver, ¿dónde lo he puesto ahora? Estaba por aquí... —Se giró y me miró enarcando una ceja—. Tengo la sensación de que quieres hacerme una pregunta, ¿o me equivoco?
—¿Alguna vez has convertido a una persona en algo; por ejemplo, en un sapo?
—Por supuesto. Es un conjuro sencillo y fácil de recordar. Me he convertido a mí misma muchas veces. ¿Por qué?
—Pues porque hoy he conocido a uno que asegura que es un príncipe. Pero no sé si decía la verdad.
—Es difícil saberlo. Puede tratarse de un príncipe, o simplemente un sapo que habla. Algunas brujas tienen un sentido del humor muy peculiar, como yo misma, sin ir más lejos.
—Y suponiendo que sea un príncipe, ¿qué tendría que hacer para volverse otra vez humano?
—Depende de la bruja que lo haya encantado, pero ella debería habérselo dicho. Si el conjuro no pudiera eliminarse o la bruja no se lo indicó, el encantamiento no daría resultado. Lo más frecuente es que tenga que pedirle a una doncella, preferiblemente a una princesa, que le dé un beso. Ya deberías saberlo. Cuando yo era joven, algunas chicas no tenían más remedio que besar a un sapo para salir con alguien. Yo me pasé años buscando a esos bichos en estanques y pantanos; aunque, claro, en esa época yo buscaba a un sapo particular.
—¿Buscabas a tu novio Haywood?
—Así que conoces la historia, ¿eh? Pues sí, lo buscaba a él. Lo llevé a casa para presentárselo a tu abuela, pero a ella no le gustó y Haywood se esfumó para siempre. Yo estaba convencida de que lo había convertido en sapo, porque la abuela no tenía mucha imaginación. Pero por más que busqué nunca lo encontré. No comía ni dormía y me pasaba los días en el pantano besando a todos los batracios que andaban por ahí. Mi madre me amenazó con encerrarme en una torre abandonada si no reanudaba mis estudios. Pero es que no se trataba simplemente de mi novio, sino que Haywood y yo estábamos comprometidos, íbamos a casarnos. Ha sido el único hombre al que he amado en la vida.
—Entonces para convertir otra vez en príncipe a un sapo... —insinué intentando volver al tema.
—¡Ay, tienes razón! Pues no, no tiene que ser precisamente un beso. Podría ser cualquier cosa, dentro de ciertos límites, claro. Porque si un hechizo es muy fácil de romper no dura mucho tiempo. Pero si es imposible eliminarlo, va contra las leyes de la magia y tampoco dura demasiado. Todo tiene que ser más o menos justo, ¿sabes? Por cierto, ¿te parece justo haberte escapado esta mañana y que yo tuviera que lidiar con tu madre? Chartreuse se puso como un pavo real mojado cuando desapareciste. Me vi obligada a decirle que te había enviado a hacer un recado y ahora está enfadada conmigo otra vez.
—Lo siento —me excusé esquivando su mirada—. Gracias por cubrirme las espaldas. Mamá invitó al príncipe Jorge, ese que se pasa todo el rato fanfarroneando y dando a entender que no existo. No sé para qué quieren que yo esté presente, si ni siquiera me dirige la palabra. Para él soy como un mueble.
Entonces
Bowser
lanzó un extraño aullido y se puso a arañar la falda de mi tía con sus patas palmípedas. Al ver que no le hacíamos caso, la emprendió a picotazos contra la pata de la mesa.
—No pasa nada, por esta vez —dijo Grassina apartándose un mechón de delante de los ojos—. Pero a lo mejor un día no estaré a mano para defenderte, y tendrás que hacerle frente tú sólita. En fin... se ha hecho tarde, y sospecho que no has comido nada. Ve a la cocina a buscar algo porque no tengo tiempo para cocinar y no podré trabajar si sigues distrayéndome. A ver, ¿dónde he dejado ese pergamino?
A
la mañana siguiente salté de la cama antes de que los demás se despertaran. Me puse el vestido azul oscuro y la túnica azul clara, cogí unos zapatos, que eran los terceros en orden de preferencia, y me deslicé con ellos bajo el brazo por la escalera, tiritando al pisar los helados escalones. Según me había informado la criada, mamá se había ido a dormir con jaqueca la víspera, por lo que no nos habíamos visto todavía y, como buena cobarde, yo había decidido abandonar el castillo y alejarme de allí antes de que viniera a interrogarme sobre mi desaparición del día anterior.
El sol asomaba ya por las colinas lejanas cuando llegué al borde del pantano. Un irritante mosquito zumbaba en círculos sobre mi cabeza. Entonces tropecé y caí en medio de la hojarasca y más mosquitos se me arremolinaron alrededor. Cerca de la poza había un inmenso enjambre de moscas negras, pero ninguna se me posó encima porque me había rociado con el repelente de salvia amarga que fabricaba Grassina. El ronroneo de los bichos me puso muy nerviosa, de tal manera que les lancé un manotazo y, sorprendentemente, le di a una mosca grande que cayó rebotando en el agua.