Esmeralda es una princesa rara: es patosa y parece un burro cuando se ríe. Un día, se encuentra con un sapo parlante, que dice ser el príncipe Eadric de Montevista Alta y que le pide un beso para deshacer el hechizo que una bruja le hizo. Esmeralda se lo da, pero... ¡es ella la que se transforma en rana! Juntos deberán ir en busca de la bruja que hechizó a Eadric para conseguir volver a ser personas.
E. D. Baker
La princesa rana
ePUB v1.0
GONZALEZ01.11.11
Titulo original:
The Frog Princess
Traducción de Juan Tafur
Editorial: ROCA
Año de la Edición: 2008
ISBN: 9788492429325
Este libro está dedicado a Ellie, Kimmy y Nate,
por su aliento y apoyo.
Quiero también expresar mi agradecimiento
a Victoria Wells Arms, Nancy Dentón y Rebecca
Gardner por sus comentarios y sugerencias.
D
esde niña supe que el pantano era un lugar mágico, donde unos nacían y otros morían; un lugar en el que te topabas con amigos o enemigos insospechados y cualquier cosa podía ocurrir, aun si eras una princesa tan torpe como yo. Pero, aunque lo he sabido siempre, no lo comprobé hasta que el príncipe Jorge vino de visita y conocí al sapo de mis sueños.
Huyendo del príncipe, que era el favorito de mi madre aunque no el mío, me fui al pantano. No había planeado la fuga, pero en cuanto oí que ella anunciaba la visita decidí escapar y, como en el castillo nadie reparaba en mí, conseguí escabullirme sin ser vista. Cuando ya estuve a salvo en mi refugio, me pregunté cómo se lo habría tomado mamá. Me la imaginaba mirándome por encima del hombro mientras me sermoneaba sobre los deberes de una princesa. Porque, aunque procurábamos evitarnos la una a la otra, yo conocía bien esa mirada.
Por ir pensando en mi madre, estuve a punto de pisar a una serpiente que se había escurrido hasta el sendero por entre el pastizal. Di un grito y me aparté de un salto, con tal mala fortuna que se me enredó el tacón en la raíz de un viejo sauce. Abrí los brazos para no perder el equilibrio pero, al llevar una falda larga y gruesa y siendo fiel a mi torpeza, caí redonda al suelo, empapado de agua de lluvia. Un hervidero de saltamontes se dispersó alrededor mientras chapaleaba para ponerme de pie, pero el vestido ya se me había impregnado del pestazo del pantano. Desgraciadamente, por el hecho de nacer princesa no te conviertes en una persona más elegante ni más segura de ti misma; llevo catorce años lamentándolo.
Cuando por fin logré recogerme la falda y levantarme, la serpiente había desaparecido otra vez en el pastizal. Así que caminé por el borde opuesto del sendero, buscando con qué defenderme en caso de que volviera a aparecer.
—¡Muchas gracias! —dijo una voz ronca.
Eché un vistazo, pero no vi a nadie.
—¿Quién está ahí? —pregunté.
Aparte de mi tía Grassina, yo era la única persona del castillo que iba al pantano.
—Yo. Estoy aquí. No eres muy observadora que digamos, ¿eh?
Me volví hacia donde parecía provenir la voz y miré por todas partes. Sin embargo, no vi más que una poza de agua turbia bordeada de musgo, en uno de cuyos extremos había un macizo de juncos, en el que pululaban libélulas, moscas y mosquitos. Apostado en la orilla, un sapo me observaba; el bicho habló de nuevo y di un brinco. No me sorprendieron tanto sus palabras como el hecho de que fuera capaz de mover los labios. Porque, aunque estoy acostumbrada a la magia —tía Grassina es bruja—, hasta entonces ningún animal me había hablado.
—Esos saltamontes eran mi almuerzo, ¡y por tu culpa no podré atraparlos! —renegó el sapo apuntándome con un dedo membranoso—. Siendo tan grande y tan torpe tendrías que fijarte más dónde pisas.
—Lo siento —repliqué, ofendida—. Fue sin querer. Un... un accidente.
—¡Vaya! ¡Las disculpas no quitan el hambre! Pero eso a ti te tiene sin cuidado, ¿no? ¡Apuesto a que nunca has pasado hambre en tu vida!
Aquel sapo empezaba a fastidiarme. Ya tenía yo suficiente con morderme la lengua en presencia de mamá para que ahora me cohibiera un batracio.
—Para tu información —dije mirándolo muy seria—, no he comido nada en todo el día. Mi madre invitó al príncipe Jorge y tuve que fugarme de casa; no soporto pasar un día entero con él.
—¿Qué dices? ——inquirió el animal haciendo una mueca—. ¡Saltarse una comida porque alguien no te cae bien! ¡Yo jamás haría algo así! Conozco a Jorge y ni siquiera por él... —Parpadeó y abrió los ojos como platos. Luego se aproximó mientras me observaba de pies a cabeza, como si me viera por primera vez—. Espera un momento... Si tu madre ha invitado al príncipe de visita, ¿quiere decir que eres una princesa?
—Puede ser —repuse.
Sonrió de oreja a oreja, se enderezó, cuadró sus hombros de color verde brillante e hizo una reverencia doblándose por la cintura, aunque, como es evidente, ésta no era tal.
—¡Disculpadme, alteza! Si hubiera sabido que erais una persona tan importante, no habría hecho esos comentarios tan atrevidos.
—No seas pesado —rezongué poniendo los ojos en blanco—. Detesto que me hablen así. Me caías mejor cuando no sabías que era princesa.
—¡Ajá! —exclamó, y saltó hacia mí sin quitarme los ojos de encima—. Conque te caigo bien, ¿eh? Oye, ¿podrías hacerme un favor? Es una cosita de nada.
—¿De qué se trata? —Me arrepentí en cuanto hube pronunciado esas palabras.
—¿Me harías el honor de darme un beso?
No pude evitarlo: se me escapó la risa, solté la carcajada, bramé y rebuzné; siempre me ocurre lo mismo cuando algo me hace reír. Unos pájaros negros alzaron el vuelo, como si les hubiera disparado con un tirachinas, y una tortuga resbaló de la piedra en la que tomaba el sol y cayó al agua. El sapo me miró con desconfianza.
—¿De verdad eres una princesa? Las princesas no se ríen así.
—Lo sé, lo sé —dije secándome las lágrimas—. Mamá me lo ha dicho mil veces: la risa de una princesa no debe sonar como el rebuzno de un burro, sino como una campanilla. Ya le he explicado que es superior a mis fuerzas; no consigo controlar la risa, sobre todo cuando me río de verdad. Me sale instintivamente, sin darme ni cuenta.
—Ya veo... ¿Y el beso, entonces? —Se puso de puntillas, alzó la barbilla y me ofreció los labios.
—Lo siento, no me interesa besar a ningún sapo.
—Es muy bueno para la piel, según dicen —insistió, y se acercó más.
—Lo dudo. Además, yo tengo la piel estupenda.
—¿No conoces aquel viejo refrán que dice: «Trae buena suerte besar a un sapo»?
—Pues no; no debe de ser tan viejo. Creo que te lo acabas de inventar. Y prefiero no tener buena suerte a que se me queden los labios pringosos. —Retrocedí con un escalofrío—. ¡No, no y no! ¡No insistas más!
Entonces suspiró, se rascó la cabeza con una pata y se lamentó:
—Tal vez no dirías eso si supieras que soy un príncipe convertido en sapo. Desafortunadamente, le dije a una bruja que se vestía fatal y no se lo tomó a bien.
—¿Qué tiene que ver esa historia con el beso?
—Si una princesa me besa, ¡volveré a convertirme en príncipe!
—No es precisamente un cumplido, ¿no? Lo único que quieres es que te bese una princesa, aunque sea vieja y fea. Pero a las chicas nos gusta que nuestro primer beso sea algo especial... Así que ¡no pienso besarte! Quién sabe dónde has estado, o tal vez me podrías contagiar una enfermedad terrible y... y debes de tener mal aliento a juzgar por lo que comes.
—¡Caray! —El sapo se empinó hasta donde puede empinarse un animal de su especie—. ¡Realmente eres una maleducada! Te he pedido un favor pequeñito y tú me insultas.
—No es un ningún favor pequeñito, y tú lo sabes. Yo sólo doy besos a otras personas. ¡Además, acabo de conocerte!
—¡Pero es importante! Es una cuestión de ser o no ser, príncipe o sapo.
—Lo siento. No tengo el hábito de besar a los extraños, sean príncipes o sean sapos.
¿
Por qué no te buscas a otra? No faltará alguna princesa que acceda a tus deseos. Búscate alguna que no sea tan grande ni tan torpe como yo.
No tenía intención de admitirlo, pero los comentarios del bicho me habían molestado. Mamá no se cansaba de decirme lo mismo y me tenía harta.
—¡Claro! ¡Se lo pediré a cualquiera de las princesas que vagan por el pantano! ¡Todas se mueren por besarme!
Esta vez el sapo había ido demasiado lejos. Me recogí la falda, dispuesta a marcharme.
—Si vas a ponerte así, me voy. Huí del castillo para no aguantar la visita del petardo del príncipe, pero tampoco quiero hablar con un sapo que dice ser un príncipe y es igual de petardo.
—¡No! ¡Espera! ¡Vuelve; no puedes irte así! ¡Es una emergencia! ¿Es que no tienes compasión? ¿Dónde está tu solidaridad? ¡Dame un besito, por favor!
Me detuve al borde del sendero y, pese a que traté de hablar con serenidad, me temo que las palabras sonaron secas y cortantes, pues la situación no resultaba nada fácil.
—Me da igual si se acaba el mundo —rezongué—. Tengo mejores cosas que hacer que atender a tus absurdos ruegos. ¡Buenos días, Sapo!
Y me marché, aunque él seguía mirándome desesperado como si estuviera en un aprieto tremendo. Y no fui capaz de quitarme de la cabeza esa mirada en todo el día.