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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

La primera noche (26 page)

—Es aterrador… —murmuró.

—¡En efecto, lo siento por las sábanas!

—Pero, joder, es que no lo entiendo, ¿por qué se ensañan así con nosotros? Ni siquiera sabemos lo que buscamos, y menos aún si lo encontraremos algún día, entonces…

—Es probable que los que quieren matarnos sepan más que nosotros. Ahora tenemos que conservar la calma para salir de esta trampa. Y más nos vale pensar de prisa.

Nuestro asesino estaba en el tren, y allí se quedaría al menos hasta la parada siguiente, a no ser que decidiera esperar a que descubrieran nuestros cuerpos para asegurarse del éxito de su misión. En el primer caso, debíamos permanecer escondidos en nuestro compartimento, en el segundo, era más prudente bajar antes que él. El convoy iba ahora más despacio, debíamos de estar acercándonos a Omsk; la escala siguiente sería por la mañana temprano, en la estación de Novosibirsk.

Mi primer reflejo fue el de encontrar la manera de atrancar la puerta, y lo hice enganchando mi cinturón al picaporte y atándolo al travesaño de la escalerilla que permitía acceder al portaequipaje. El cuero era lo bastante resistente para que nadie pudiera abrir la puerta corredera. Luego ordené a Keira que se agachara para observar el andén sin ser descubiertos.

El tren se detuvo. Desde donde estábamos era difícil distinguir quién se apeaba, y no vimos nada que nos indicara que el asesino se hubiera bajado.

Durante las horas siguientes, volvimos a hacer nuestro equipaje, alertas al más mínimo ruido. A las seis de la mañana, oímos gritos. Los viajeros de los compartimentos vecinos salieron al pasillo. Keira se levantó de un salto.

—¡Ya no soporto seguir encerrada aquí! —dijo, liberando el picaporte.

Abrió la puerta y me lanzó el cinturón.

—¡Vamos a salir! Hay demasiada gente fuera, no puede ser peligroso.

Un pasajero había descubierto a la responsable del vagón: yacía inerte al pie de su samovar con una herida muy fea en la frente. Su colega, la del turno de día, nos ordenó que volviéramos a la cama, la policía subiría a bordo en Novosibrisk. Mientras tanto, todos los viajeros debían encerrarse en sus compartimentos.

—¡Volvemos a la casilla de salida! —protestó Keira.

—Si la policía registra los compartimentos, más nos vale esconder las sábanas —dije, volviendo a ponerme el cinturón—, no es el mejor momento para llamar la atención.

—¿Crees que ese tipo sigue por aquí?

—No tengo ni idea, pero ahora ya no podrá volver a intentar nada contra nosotros.

En la estación de Novosibirsk, dos inspectores interrogaron uno por uno a todos los pasajeros, pero nadie había visto nada. Se llevaron a la joven
provonitsa
en una ambulancia, y en seguida la sustituyó otra empleada de la compañía. Había suficientes extranjeros en el tren para que nuestra presencia no llamara particularmente la atención de las autoridades. Sólo en nuestro vagón había holandeses, italianos, alemanes y hasta una pareja de japoneses, de modo que no éramos más que dos ingleses en medio de tanto extranjero. Tomaron nota de nuestra identidad, los inspectores bajaron del tren, y éste reanudó su marcha.

Cruzamos una zona de marismas heladas, el relieve se hizo más alto, ahora había también algunas montañas nevadas a las que sucedieron de nuevo las llanuras de Siberia. En mitad del día, el tren tomó por un largo puente metálico que cruzaba el río Yeniséi; la siguiente parada duró media hora. Yo habría preferido que no saliéramos del compartimento, pero Keira ya no aguantaba encerrada. En el andén la temperatura debía de ser de unos diez grados bajo cero. Aprovechamos nuestra pequeña escapada para comprar algo de comer.

—No veo nada sospechoso —dijo Keira mientras mordía con avidez una empanadilla de verduras.

—Ojalá siga así hasta mañana por la mañana.

Los pasajeros volvían ya a los vagones, eché un último vistazo a nuestro alrededor y ayudé a Keira a subir. La nueva
provonitsa
me gritó que nos diéramos prisa, y la puerta del tren se cerró tras de mí.

Le sugerí a Keira que pasáramos nuestra última velada a bordo del Transiberiano en el vagón restaurante. Tanto los rusos como los turistas se pasaban la noche bebiendo allí; cuanta más gente hubiera a nuestro alrededor, más seguros estaríamos. Keira acogió mi propuesta con alivio. Encontramos una mesa que compartimos con cuatro holandeses.

—Y una vez en Irkutsk, ¿cómo daremos con Egorov? El lago Baikal tiene una superficie de más de seiscientos kilómetros.

—Una vez allí, trataremos de encontrar un cibercafé y buscaremos en internet, con un poco de suerte, encontraremos la pista de este tipo.

—Ah, ¿porque tú sabes navegar por internet en cirílico?

Miré a Keira; su sonrisa burlona me recordó lo guapa que era. Tenía razón, quizá tuviéramos que recurrir a un intérprete.

—En Irkutsk —añadió, burlándose de mí—, iremos a ver a un chamán, ¡nos dará mucha más información sobre la región y sus habitantes que todos los motores de búsqueda de tu dichosa internet!

Y mientras cenábamos, Keira me explicó por qué el lago Baikal se había convertido en un lugar tan importante para la paleontología. El descubrimiento al inicio del siglo XXI de yacimientos del paleolítico había aportado pruebas de la presencia de hombres de Transbaikalia que poblaron Siberia veinticinco mil años antes de nuestra era. Sabían utilizar un calendario y ya llevaban a cabo ritos funerarios.

—Asia es la cuna del chamanismo. En estas regiones —prosiguió Keira—, se considera la primera religión del hombre. Según la mitología, el chamanismo nació incluso al mismo tiempo que la creación del Universo, y el primer chamán era hijo del Cielo. ¿Ves?, nuestras profesiones están relacionadas desde la noche de los tiempos. Los mitos cosmogónicos siberianos abundan. En la necrópolis de la Isla de los Renos, en el Onega, se ha encontrado una escultura de hueso del V milenio antes de nuestra era. Representa un tocado chamánico decorado con un hocico de alce. Lo llevaba un chamán que ascendía hacia el mundo celestial flanqueado por dos mujeres.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Porque aquí, como en todos los pueblos buriatos, si quieres enterarte de algo tienes que pedir audiencia a un chamán. ¿Y ahora puedes decirme por qué me metes mano por debajo de la mesa?

—¡No te estoy metiendo mano!

—¿Entonces qué haces?

—Buscar la guía turística que has debido de esconder en alguna parte. ¡No me digas que sabías tanto sobre los chamanes porque no me lo creo!

—No seas tonto —rió Keira mientras le palpaba por detrás de las caderas—, ¡No estoy sentada encima de ningún libro!

Tengo buenas razones para saberme la lección de memoria, ¡y tampoco escondo nada en el pecho, ya basta, Adrian!

—¿Qué razones?

—Tuve una época muy mística cuando estaba en la facultad, me iba mucho el rollo chamánico. Incienso, piedras magnéticas, danzas, éxtasis, trances, en fin, un período de mi vida muy New Age, no sé si me entiendes, y te prohíbo que te burles. Adrian, para, estás haciéndome cosquillas, nadie escondería un libro ahí.

—¿Y cómo vamos a encontrar a un chamán? —dije, incorporándome.

—El primer niño con el que nos encontremos en la calle te dirá dónde vive el chamán más cercano, hazme caso. Cuando tenía veinte años, me hubiera encantado hacer este viaje. Para algunos, el paraíso estaba en Katmandú, pero yo soñaba con venir aquí.

—¿De verdad?

—¡Sí, de verdad! Y ahora no tengo nada en contra de que prosigas con tu búsqueda de la guía, pero entonces volvamos al compartimento.

Me apresuré a aceptar su sugerencia. Al amanecer, había inspeccionado con todo detalle cada rincón del cuerpo de Keira… ¡pero nunca le he pillado encima ninguna chuleta!

Londres

Sir Ashton estaba sentado a la mesa del comedor, leyendo el periódico mientras tomaba el té. Su secretario personal entró en la habitación y le entregó un teléfono móvil sobre una bandeja de plata. Ashton lo cogió, escuchó lo que su interlocutor le anunciaba y volvió a dejar el móvil en la bandeja. El secretario debería haberse retirado inmediatamente, como era su costumbre, pero parecía querer añadir algo y estaba esperando a que sir Ashton se dirigiera a él.

—¿Qué pasa ahora? ¿Es que no puedo desayunar tranquilo sin que nadie me moleste?

—El jefe de seguridad desea hablar con usted lo antes posible, señor.

—Pues que venga a verme esta tarde.

—Está en el pasillo, señor, parece que es urgente.

—¿El jefe de seguridad está en mi casa a las nueve de la mañana? Pero ¿qué significa esto?

—Imagino, señor, que preferirá decírselo él mismo. No ha querido contarme nada, sólo ha insistido en que debía verlo lo antes posible.

—Entonces hágalo entrar y déjese de tanta palabrería, qué pesado se pone usted a veces, y mande que nos sirvan un té a la temperatura adecuada, no este brebaje tibio que me han traído. ¡Vamos, dese prisa ya que es tan urgente!

El secretario se retiró e hizo entrar al jefe de seguridad.

—¿Qué quiere?

Éste le entregó un sobre cerrado a sir Ashton. El lord lo abrió y descubrió una serie de fotografías. Reconoció a Ivory, sentado en un banco en el parquecito que había frente a su palacete.

—¿Qué hace ahí ese imbécil? —preguntó Ashton, acercándose a la ventana.

—Estas fotografías se tomaron ayer a última hora de la tarde, señor.

Ashton dejó caer la cortina y se volvió hacia el jefe de seguridad.

—Si a ese viejo loco le gusta dar de comer a las palomas delante de mi casa, es su problema, espero que no me haya molestado a una hora tan temprana por tan estúpido motivo.

—En principio, la operación en Rusia se ha llevado a cabo como usted especificó.

—¿Y por qué no ha empezado por esa excelente noticia? ¿Quiere una taza de té?

—Gracias, señor, pero debo retirarme, tengo muchas cosas que hacer.

—Espere un momento, ¿por qué ha dicho «en principio»?

—Nuestro hombre ha tenido que abandonar el tren antes de lo previsto. Sin embargo, está seguro de haber alcanzado mortalmente a los dos objetivos.

—Entonces puede retirarse.

Irkutsk

Estábamos bastante contentos de poder abandonar el Transiberiano. Salvo esa última noche a bordo, no guardaríamos muy buen recuerdo de ese tren. Al cruzar la estación, miré atentamente a nuestro alrededor, pero no vi nada que me pareciera sospechoso. Keira se fijó en un niño que vendía cigarrillos a escondidas. Le ofreció diez dólares a cambio de un pequeño favor: que nos llevara al chamán más cercano. El chico no entendía una palabra de lo que Keira le decía, pero nos llevó a su casa. Su padre tenía un pequeño taller de curtido de pieles en una callejuela del casco viejo de la ciudad.

Me llamó la atención la diversidad étnica del lugar. Una multitud de comunidades convivían en perfecta armonía. Irkutsk, ciudad de pasado singular, con sus viejas casas de madera torcidas que se hunden en la tierra antes de morir por falta de mantenimiento; Irkutsk y su viejo tranvía sin estación, que se para en mitad de la calle; Irkutsk y sus viejas buriatas con su eterno pañuelo de lana atado por debajo de la barbilla y su cesta de mimbre al brazo… Aquí, cada valle y cada montaña tienen su propio espíritu, se venera el cielo y, antes de beber alcohol, se salpican unas gotas sobre la mesa para brindar con los dioses. El curtidor nos recibió en su humilde hogar. En un inglés muy básico nos explicó que su familia llevaba viviendo allí desde hacía tres siglos. Su abuelo era peletero en la época en que los buriatos negociaban aún con pieles en la ciudad, pero todo ello pertenecía al pasado, un pasado remoto. Desde entonces habían desaparecido las pieles de marta cibelina, de armiño, de nutria o de zorro. El pequeño taller situado a unos pasos de la capilla de San Paraskeva sólo producía ya carteras de cuero que costaba mucho vender al bazar de la esquina. Keira le preguntó si conocía la manera de obtener audiencia con un chamán. Según él, el mejor estaba en Listvianka, una pequeña ciudad a orillas del lago Baikal. Podíamos llegar hasta allí en minibús por muy poco dinero. Los taxis eran muchísimo más caros, nos dijo, y no mucho más cómodos. Nos ofreció un almuerzo; en esas tierras a menudo afligidas por la cruel opresión de unos pocos, no rige más que una ley: la de la hospitalidad. Un plato escaso de carne hervida, unas cuantas patatas, un té con una rebanada de pan y mantequilla de yak. Ha pasado el tiempo y todavía recuerdo ese almuerzo en el taller de un curtidor de Irkutsk…

Keira se había ganado la confianza del niño, jugaban a repetir palabras desconocidas para cada uno de ellos, en inglés o en ruso, y reían bajo la mirada enternecida del artesano. A primera hora de la tarde, el niño nos llevó hasta la parada del minibús. Keira quiso entregarle los dólares prometidos, pero éste no quiso aceptarlos. Entonces se quitó la bufanda y se la ofreció. El niño se la puso al cuello y se marchó corriendo. Al final de la calle, se dio la vuelta y agitó la bufanda en un gesto de despedida. Yo me daba cuenta de lo triste que estaba Keira en ese momento, de lo mucho que echaba de menos a Harry, adivinaba que veía sus ojos en la mirada de cada niño con el que nos cruzábamos en el camino. La abracé, mis gestos eran torpes, pero ella apoyó la cabeza en mi hombro. Sentí su tristeza y le recordé al oído la promesa que le había hecho. Volveríamos al valle del Omo y, tardáramos lo que tardásemos, volvería a ver a Harry.

El minibús bordeaba el río y paisajes de estepa. Unas mujeres caminaban a un lado de la carretera, con sus hijos dormidos en brazos. Durante el viaje, Keira me contó un poco más sobre los chamanes y la visita que nos esperaba.

—El chamán es un curandero, un brujo, un sacerdote, un mago, un adivino o incluso un poseso. Tiene la misión de tratar ciertas enfermedades, de atraer la caza o la lluvia, y a veces hasta de encontrar un objeto perdido.

—Oye, y este chamán tuyo ¿no podría llevarnos directamente a donde está el fragmento? Así no tendríamos que ir a ver a Egorov y ganaríamos tiempo.

—¡Me voy yo sola, paso de ir contigo!

Era un tema delicado y mis bromas estaban fuera de lugar. Así que escuché con atención todo lo que Keira tenía que contarme.

—Para ponerse en contacto con los espíritus, el chamán entra en trance. Sus convulsiones indican que un espíritu se ha adueñado de su cuerpo. Cuando el trance llega a su fin, se desploma y entra en una fase de catalepsia. Es un momento intenso para los presentes, nunca es seguro que el chamán regrese al mundo de los vivos. Cuando vuelve en sí, cuenta su viaje. Entre sus viajes hay uno que debería gustarte, el que el chamán emprende hacia el cosmos. Recibe el nombre de vuelo mágico. El chamán roza «el clavo del cielo» y atraviesa la estrella polar.

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