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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

La primera noche (11 page)

BOOK: La primera noche
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—¿Lo dices en serio? —pregunté al tiempo que me levantaba de un salto y abrazaba a Walter.

—¿Te parece que estoy de broma? ¡Podrías haber tenido la amabilidad de darte cuenta de que, con el fin de no prolongar más tiempo tu tortura, ni siquiera me he tomado el tiempo de respirar para contártelo!

Estaba tan feliz que lo arrastré en un baile frenético por toda la habitación. Todavía estábamos bailando cuando entró mi madre. Nos miró a los dos, volvió a salir y cerró la puerta.

La oímos suspirar mucho rato en el pasillo, y a mi tía Elena decirle: «¡No irás a empezar otra vez con la misma historia!»Estaba un poco mareado y tuve que volver a la cama.

—¿Cuándo, cuándo será libre?

—Ah, veo que has olvidado la otra pequeña noticia que sin embargo has querido escuchar primero. Te la voy a repetir entonces. El magistrado chino acepta liberar a Keira si presentamos su pasaporte ante el tribunal de aquí a seis días. Dado que tan valioso documento descansa en el fondo de un río, necesitaríamos uno nuevo. En ausencia de la interesada, y en tan breve plazo de tiempo, conseguirlo es tarea imposible. ¿Comprendes mejor ahora nuestro problema?

—¿No tenemos más que seis días?

—Quita uno, que es lo que tardaríamos en llegar al tribunal de Chengdu, sólo nos quedan cinco para que nos hagan uno nuevo. A menos que ocurra un milagro, no sé cómo lo vamos a conseguir.

—¿El pasaporte tiene que ser nuevo a la fuerza?

—Por si la infección pulmonar también te ha dañado el cerebro, ¡te hago notar que no llevo uniforme de agente de aduanas!

Aunque no tengo ni idea, me imagino que siempre y cuando sea un documento en regla, no hará falta que sea nuevo, ¿por qué?

—Porque Keira tiene doble nacionalidad, francesa e inglesa. Y como mi cerebro está intacto, gracias por preocuparte por él, recuerdo perfectamente que entramos en China con su pasaporte británico. En sus páginas estamparon los sellos de los visados, lo sé porque yo mismo fui a buscarlos a la agencia. Keira lo llevaba siempre encima. Cuando encontramos el micrófono, rebuscamos por todos los rincones de su equipaje, y estoy seguro de que no llevaba su pasaporte francés.

—Muy buena noticia, pero ¿dónde está ese pasaporte? No quisiera ser aguafiestas, porque de verdad disponemos de muy poco tiempo para encontrarlo.

—No tengo ni idea…

—Pues estamos apañados, es lo mínimo que se puede decir. Voy a hacer un par de llamadas y luego me pasaré a verte otra vez. Tu tía y tu madre esperan fuera, y no quiero que nos tachen de groseros.

Walter salió de mi habitación y en seguida entraron mi madre y mi tía Elena. Mi madre se instaló en el sofá, encendió el televisor que colgaba de la pared frente a mi cama y ya no me dirigió la palabra, lo que hizo sonreír a mi tía Elena.

—Un hombre encantador este Walter, ¿verdad? —dijo, y se sentó en el borde de mi cama.

Le dirigí una mirada cargada de sobrentendidos. Delante de mi madre quizá no fuera el momento más indicado para hablar de ello.

—Y bastante atractivo, ¿no te parece? —prosiguió mi tía haciendo caso omiso de mis súplicas.

Sin apartar la mirada del televisor, mi madre contestó por mí.

—¡Y bastante joven, si quieres mi opinión! ¡Pero nada, nada, vosotros haced como si yo no estuviera aquí! Después de una conversación entre hombres, nada más natural que otra conversación privada entre tía y sobrino; ¡aquí las madres no cuentan para nada! En cuanto termine este programa, iré a pegar la hebra con las enfermeras. Quién sabe, lo mismo me pueden dar noticias de mi hijo.

—Ahora entiendes por qué se habla de tragedia griega —me dijo Elena mientras miraba de reojo a mi madre, que seguía dándonos la espalda con los ojos fijos en la televisión, a la que le había cortado el sonido para no perder ripio de nuestra conversación.

Estaban poniendo un documental sobre las tribus nómadas que poblaban las altiplanicies del Tíbet.

—Qué pesadez, es la décima vez por lo menos que lo ponen —suspiró mi madre, y apagó el televisor—. Bueno, ¿por qué tienes esa cara tan rara?

—¿Salía una niña pequeña en ese documental?

—Y yo qué sé, puede ser, ¿por qué?

Prefería no contestarle. Walter llamó a la puerta y se asomó. Elena, levantándose, le propuso ir a la cafetería para dejar que su hermana disfrutara un poco de la compañía de su hijo. Walter aceptó encantado.

—¡Sí, ya, para que disfrute de la compañía de mi hijo, venga ya! —exclamó mi madre en cuanto se cerró la puerta—. Tendrías que verla, desde que enfermaste y vino tu amigo parece una chiquilla. Es ridículo.

—No hay edad para enamorarse, y si ella es feliz así…

—Lo que la hace feliz no es enamorarse, sino que alguien la corteje.

—Y tú podrías pensar en rehacer tu vida, ¿no? Hace ya mucho tiempo que murió papá. Y por dejar entrar a alguien en casa no vas a echar a papá de tu corazón

—Mira quién habla. En mi casa no habrá nunca más que un hombre, y ése es tu padre. Aunque descanse en el cementerio, está muy presente. Hablo con él todos los días al levantarme, hablo con él en la cocina, en la terraza cuando me ocupo de las plantas, por el camino cuando bajo al pueblo y por la noche al acostarme. Y no estoy sola porque tu padre ya no esté aquí. Lo de Elena no es igual, ella nunca tuvo la suerte de conocer a un hombre como mi marido.

—Razón de más para dejarla flirtear un poco, ¿no crees?

—No me opongo a la felicidad de tu tía, pero preferiría que no fuera con un amigo de mi hijo. Sé que a lo mejor soy un poco anticuada, pero tengo derecho a tener defectos. No tenía más que encapricharse de ese amigo de Walter que vino a visitarte.

Me incorporé en la cama. Mi madre aprovechó en seguida para ahuecarme las almohadas.

—¿Qué amigo?

—No sé, lo vi de refilón en el pasillo hace unos días, tú aún no habías despertado. No tuve ocasión de saludarlo, se fue justo cuando yo llegaba. El caso es que tenía muy buena pinta, era moreno de tez, lo encontré muy elegante. Y en vez de tener veinte años menos que tu tía, los tenía de más.

—¿Y no tienes ni idea de quién era?

—Apenas me crucé con él. Y ahora descansa y recupera fuerzas. Cambiemos de tema, oigo a estos dos tortolitos reírse en el pasillo, dentro de nada estarán aquí otra vez.

Elena venía a buscar a mi madre, era hora de irse si no querían perder el último ferry para Hydra. Walter las acompañó hasta los ascensores y volvió un momento más tarde.

—Tu tía me ha contado un par de anécdotas de tu infancia, es desternillante.

—¡Si tú lo dices!

—¿Te preocupa algo, Adrian?

—Me ha dicho mi madre que te vio hace unos días con un amigo que vino a verme, ¿quién era?

—Tu madre debe de equivocarse, seguramente sería alguien que me preguntaba por una habitación o algo, de hecho, ahora que lo mencionas ya me acuerdo, eso es exactamente: era un anciano que buscaba a una pariente suya, y yo le indiqué dónde estaba la garita de las enfermeras.

—Me parece que tengo una pista para conseguir el pasaporte de Keira.

—Eso es mucho más interesante, así que cuenta, cuenta.

—Su hermana, Jeanne, tal vez pueda ayudarnos.

—¿Y sabes cómo contactar con esa tal Jeanne?

—Sí; bueno, no —dije algo incómodo.

—¿Sí o no?

—Nunca he reunido el valor suficiente para llamarla y contarle lo del accidente.

—¿No le has dado noticias de Keira a su hermana, no la has llamado en tres meses?

—Que se enterara por teléfono de que su hermana estaba muerta me resultaba imposible, e ir a París a contárselo estaba más allá de mis fuerzas.

—¡Qué cobarde por tu parte! Es lamentable. ¿Te haces idea de lo preocupada que estará? Y de hecho, ¿cómo es que ella no se ha puesto en contacto contigo?

—No era raro que Keira y Jeanne estuvieran mucho tiempo sin saber la una de la otra.

—Pues bien, te animo a retomar el contacto con ella cuanto antes, ¡hoy mismo!

—No, tengo que ir a verla.

—No seas ridículo, no puedes moverte de la cama y no tenemos tiempo que perder —replicó Walter mientras me tendía el teléfono—. Apáñate con tu conciencia y llámala ahora mismo.

Me dispuse a hacer lo que Walter me pedía, por mucho que me costara. En cuanto me dejó solo en mi habitación encontré el número del museo del quai Branly. Jeanne estaba en una reunión, no se la podía molestar. Llamé una y otra vez hasta que la recepcionista me dijo que era inútil acosarla de esa manera. Adiviné que Jeanne no tenía ninguna gana de hablar conmigo, que me creía cómplice del silencio de Keira y que me guardaba rencor por no haber dado yo tampoco noticias. Llamé una última vez y le expliqué a aquella recepcionista que tenía que hablar urgentemente con Jeanne, era una cuestión de vida o muerte para su hermana.

—¿Le ha ocurrido algo a Keira? —quiso saber Jeanne con voz titubeante y preocupada.

—Nos ha ocurrido algo a los dos —contesté, sintiéndome culpable y triste a la vez—. Te necesito, Jeanne, y es urgente.

Le conté nuestra historia, minimizando el episodio trágico del río Amarillo, le hablé de nuestro accidente sin detenerme mucho en las circunstancias en las que se había producido. Le prometí que Keira estaba fuera de peligro, le expliqué que por culpa de una historia estúpida de documentación había sido detenida y no podía salir de China. No pronuncié la palabra cárcel, me daba perfecta cuenta de que cada frase mía era un golpe para Jeanne; varias veces tuvo que contener el llanto, y varias veces tuve yo también que contener mi emoción. Mentir no se me da bien, pero nada en absoluto. Jeanne comprendió en seguida que la situación era mucho más preocupante de lo que yo quería reconocer. Me hizo jurarle una y otra vez que su hermana pequeña estaba bien. Le prometí que se la devolvería sana y salva, y le expliqué que, para ello, debía hacerme con su pasaporte lo antes posible. Jeanne no sabía dónde podía estar, pero se marcharía en ese mismo momento de su despacho y rebuscaría por todo el apartamento de su hermana si era necesario; me llamaría en cuanto lo encontrara.

Al colgar me dio un bajón tremendo. Hablar con Jeanne había vuelto a despertar mi nostalgia de Keira y el peso de su ausencia, había reavivado mi tristeza.

Jeanne nunca había cruzado París tan de prisa. Se saltó tres semáforos en los muelles, evitó por los pelos a una camioneta, dio un bandazo en el puente de Alejandro III y recuperó, de milagro, el control de su coche bajo un concierto de bocinas. Se metió en todos los carriles de bus, se subió a una acera en un bulevar demasiado atascado y estuvo a punto de atropellar a un ciclista, pero logró llegar sana y salva y de puro milagro a su casa.

En el portal del edificio llamó a la portería y le suplicó a la portera que fuera a echarle una mano. La señora Hereira nunca había visto a Jeanne en ese estado de nervios. El ascensor estaba parado en la tercera planta, así que se precipitaron escaleras arriba. Cuando llegaron al apartamento, Jeanne le ordenó a la señora Hereira que buscara en el salón y en la cocina, mientras ella se ocupaba de las habitaciones. No había que pasar nada por alto, abrir todos los armarios, vaciar todos los cajones y encontrar el pasaporte de Keira, dondequiera que estuviera.

En una hora pusieron el apartamento patas arriba. Ningún ladrón habría sabido crear un desorden así. Los libros de la biblioteca estaban tirados por el suelo, la ropa desperdigada por ahí, habían dado la vuelta a los sillones, hasta la cama estaba deshecha. Jeanne empezaba a perder la esperanza cuando oyó a la señora Hereira gritar desde el vestíbulo. Jeanne corrió hasta allí. La consola que hacía las veces de escritorio estaba sumida en el caos, pero la portera agitaba victoriosa el librito de tapas color burdeos. Jeanne la abrazó y le plantó dos besos.

Walter ya había vuelto a su hotel cuando Jeanne me llamó; estaba solo en mi habitación. Fue una larga conversación; le pedí que me hablara de Keira, necesitaba que llenara su ausencia contándome algunos recuerdos de infancia. Jeanne se prestó encantada, creo que la echaba de menos tanto como yo. Me prometió que me enviaría el pasaporte por mensajero. Le dicté mi dirección, en el hospital de Atenas, y sólo entonces me preguntó cómo me encontraba.

Dos días después, la visita de los médicos fue más larga de lo habitual. El jefe de la unidad de neumología seguía perplejo respecto a mi caso. Nadie se explicaba cómo una infección pulmonar tan virulenta había podido declararse sin ningún síntoma previo. Mi estado de salud era perfecto en el momento de subir al avión. El médico me aseguró que si esa azafata no hubiera tenido la feliz idea de avisar al comandante, y si éste no hubiera dado media vuelta, probablemente habría muerto antes de aterrizar en Pekín. Su equipo no entendía nada, no se trataba de un virus, y, en toda su carrera, no había visto nada igual. Lo esencial, dijo encogiéndose de hombros, era que había reaccionado bien a los tratamientos. Todavía nos quedaba mucho camino que recorrer, pero lo peor había pasado. Unos días de convalecencia, y pronto podría hacer vida normal. El jefe de la unidad de infecciones pulmonares me prometió que pasados ocho días me daría el alta. Justo acababa de salir de mi habitación cuando llegó el pasaporte de Keira. Abrí el sobre que contenía el valioso salvoconducto y encontré una notita de Jeanne.

«Tráemela de vuelta lo antes posible, cuento contigo, es mi única familia.»

Volví a doblar la nota y abrí el pasaporte. Keira parecía algo más joven en esa foto de carnet. Decidí vestirme.

Walter entró en la habitación y me sorprendió en calzoncillos y camisa, y me preguntó qué estaba haciendo.

—Me voy a buscarla, y no intentes disuadirme porque sería inútil.

No sólo no lo intentó, sino que, al contrario, me ayudó a evadirme. Después de lo mucho que se había quejado de que el hospital estuviera desierto a la hora en que toda Atenas dormía la siesta, habría sido ridículo no aprovechar la situación. Se quedó vigilando en el pasillo mientras yo guardaba mis cosas y luego me escoltó hasta los ascensores, atento a que no nos cruzáramos con ningún miembro del centro hospitalario.

Al pasar delante de la habitación vecina, nos encontramos con una niña, de pie en el pasillo, sólita. Llevaba un pijama con mariquitas y saludó a Walter con la mano.

—Anda, pero si estás aquí, sinvergüenza —le dijo él, acercándose a ella—, ¿Todavía no ha llegado tu madre?

Walter se volvió hacia mí, y comprendí que conocía bien a mi vecina.

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