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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (16 page)

BOOK: La otra cara de la verdad
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—Ah, y entonces le ha mandado la foto.

—Muy perspicaz, Brunetti —dijo Patta secamente—. Naturalmente que entonces me ha mandado la foto.

—Comprendo —dijo Brunetti, para ganar tiempo.

—He llamado al teniente —dijo Patta y, nuevamente, Brunetti borró de su cara toda expresión—. Pero ha ido a Chioggia y no podrá estar allí hasta esta tarde.

Brunetti sintió un peso en el estómago al pensar que Patta hiciera intervenir en esto a Scarpa.

—Una idea excelente —dijo y, mitigando el entusiasmo de su voz, añadió—: Sólo que… —dejó la frase sin terminar y repitió—: Una idea excelente.

—¿Qué inconveniente le ve, Brunetti? —inquirió Patta. Ahora Brunetti adoptó un gesto de confusión y no respondió—. Diga, Brunetti —apremió Patta con una voz que tendía a la amenaza.

—Verá, señor, en realidad, es cuestión de graduación —dijo Brunetti, titubeando, como si hablara sólo para evitar que le clavaran palitos de bambú debajo de las uñas. Antes de que Patta pudiera preguntar, explicó—: Usted ha dicho que le ha llamado un capitán. Lo único que me preocupa es la impresión que causará que nos represente una persona de graduación inferior —observaba la actitud de Patta y detectó la crispación de los músculos—. No es que dude de la capacidad del teniente. Pero ya hemos tenido problemas de competencias con los
carabinieri,
y enviar a una persona de grado superior eliminaría esa posibilidad.

A los ojos de Patta asomó la sombra de la desconfianza.

—¿En quién está pensando, Brunetti?

Aparentando toda la sorpresa de que era capaz, Brunetti dijo:

—Pues en usted, señor. Desde luego. Usted es la persona que debería representarnos. Como usted mismo ha dicho,
vicequestore,
es la persona que está al frente —con esto marginaba al
questore,
pero Brunetti estaba seguro de que Patta no lo advertiría.

La mirada de Patta era aguda, cargada de mudas sospechas; probablemente, sospechas que ni el mismo Patta habría podido definir.

—No había pensado en eso —dijo.

Brunetti se encogió de hombros, como sugiriendo que era sólo cuestión de tiempo que lo pensara. Patta dedicó a Brunetti su mirada más solemne y preguntó:

—¿Usted cree que es importante?

—¿Que vaya usted, señor? —preguntó Brunetti, en alerta.

—Que vaya alguien con grado superior al de capitán.

—Usted cumple ese requisito, ampliamente, señor.

—No pensaba en mí, Brunetti —dijo Patta con aspereza.

Brunetti, sin disimular su incomprensión, dijo ingenuamente:

—Pues debe usted ir,
dottore
—Brunetti suponía que un caso de esta índole tendría resonancia a escala nacional, pero prefería que Patta no lo advirtiera.

—¿Cree que la investigación será larga? —preguntó Patta.

Brunetti se permitió encogerse de hombros muy ligeramente.

—No sabría decirle, señor; pero estos casos suelen prolongarse —mientras hablaba, Brunetti no tenía ni idea de a qué se refería con «estos casos», pero bastaría la perspectiva de un esfuerzo sostenido para disuadir a Patta.

El
vicequestore
se inclinó hacia adelante enarbolando una sonrisa.

—Opino, Brunetti, que, puesto que usted actuó de enlace, debe ser usted quien nos represente —Brunetti trataba de encontrar el tono justo de moderada resistencia cuando Patta añadió—: Lo han matado en Marghera, Brunetti. En nuestra demarcación. Nuestra jurisdicción. Es la llamada que atendería un comisario, por lo que procede que vaya usted a investigar —Brunetti fue a protestar, pero Patta atajó—: Llévese a Griffoni. Así serán dos comisarios —Patta sonrió con lúgubre satisfacción, como el que acaba de hacer una jugada maestra de ajedrez. O de damas—. Quiero que vayan los dos y vean qué pueden averiguar.

Brunetti se puso en pie, haciendo lo posible por mostrarse contrariado y remiso.

—Está bien,
vicequestore,
pero pienso que…

—Lo que usted piense no importa, comisario. He dicho que quiero que vayan ustedes dos. Y allí su deber es hacer que ese capitán se entere de quién está al mando.

El buen juicio impidió a Brunetti seguir poniendo objeciones: a veces, hasta Patta era capaz de advertir lo evidente.

—Bien —se limitó a decir. Y, ya en tono resuelto, preguntó—: ¿Desde dónde llamaba ese hombre exactamente?

—Ha dicho que estaba en el complejo petroquímico de Marghera.

—Le daré su número y usted le llama y pregunta el sitio —dijo Patta. Tomó el
telefonino
que estaba junto al calendario de sobremesa y que Brunetti no había visto hasta aquel momento. Lo abrió con indolente soltura. Patta, por supuesto, poseía el modelo más reciente y estilizado. El
vicequestore
se negaba a utilizar el BlackBerry que le había entregado el Ministerio del Interior, aduciendo que no quería convertirse en esclavo de la tecnología, aunque Brunetti sospechaba que la verdadera razón era que temía que le deformara la americana.

Patta oprimió varias teclas y, bruscamente, sin decir nada, tendió el móvil a Brunetti. La cara de Guarino ocupaba la pequeña pantalla. Tenía los hundidos ojos abiertos, pero vueltos hacia un lado, como si lo violentara que alguien pudiera verlo allí tendido, tan indiferente a la vida. Patta había dicho que tenía la mandíbula dañada; habría sido más exacto decir destrozada. Pero la cara angulosa y las sienes grises eran inconfundibles. Ya no encanecería más, pensó Brunetti de pronto, ni llegaría a llamar a la
signorina
Elettra, si tal era su intención.

—¿Y bien? —preguntó Patta, y poco faltó para que Brunetti le contestara a gritos, porque le parecía ociosa la pregunta siendo la víctima tan fácilmente reconocible.

—Yo diría que es él —se limitó a responder el comisario. Cerró el móvil y lo devolvió a Patta. Pasó un largo momento, durante el cual Brunetti observó cómo Patta borraba de su cara todo lo que no fuera afabilidad y noble afán de colaboración. Similar transformación advirtió en su voz cuando su superior empezó a hablar.

—He decidido que lo más pertinente será decirles que él estuvo aquí.

Como un atleta olímpico en una carrera de relevos, Brunetti trataba de acercarse al hombre que iba delante y extendía la mano para tomar el testigo, mientras ambos corrían a toda velocidad, a fin de que el otro frenara la marcha y, finalmente, dejara la carrera.

Brunetti temía que Patta pulsara «responder» y le pasara el móvil: no estaba seguro de ser dueño de sí. Quizá Patta se dio cuenta. Lo cierto es que el
vicequestore
volvió a abrir el teléfono, se acercó una hoja de papel, anotó el número de la llamada y pasó el papel a Brunetti.

—No recuerdo el nombre, pero es capitán.

Brunetti tomó el papel y leyó varias veces el número. En vista de que el
vicequestore
no tenía nada que añadir, se levantó y fue hacia la puerta diciendo:

—Le llamaré.

—Bien. Manténgame informado —dijo Patta con una voz en la que se percibía el alivio por haber pasado la papeleta a Brunetti con tanta habilidad.

Una vez arriba, Brunetti marcó el número. Después de sólo dos señales, contestó una voz de hombre.

—¿Sí?

—Respondo su llamada al
vicequestore
Patta —dijo Brunetti con voz neutra, decidiendo mencionar la categoría de Patta por si acaso—. Alguien ha llamado desde ese número al
vicequestore y
ha enviado una foto —hizo una pausa, pero no le llegó de la otra parte señal de confirmación o curiosidad—. El
vicequestore
Patta me ha mostrado la foto del cadáver de un hombre al que, por lo que me ha dicho él, han matado en nuestra demarcación —prosiguió Brunetti con su voz más oficiosa—. El
vicequestore
me ha encargado que me persone ahí y le informe.

—No es necesario —dijo el otro hombre fríamente.

—No estoy de acuerdo —respondió Brunetti con igual frialdad—. Por eso voy.

Tratando de adoptar el tono del que sólo pretende cumplir con su obligación, el hombre dijo:

—Tenemos una identificación positiva. Hemos reconocido en el hombre a un compañero que trabajaba en uno de los casos que estamos investigando.

Como si el otro hombre no hubiera hablado, Brunetti dijo:

—Si me dice dónde están, iremos ahora mismo.

—No es necesario. Ya le he dicho que el cadáver ha sido identificado —esperó un momento y añadió—: Me temo que el caso es nuestro.

—¿Y quiénes son ustedes?

—Los
carabinieri,
comisario. Guarino estaba en la ÑAS, lo cual considero que duplica nuestra autoridad para investigar.

Brunetti dijo tan sólo:

—Esto podemos preguntarlo a un magistrado.

Tablas.

Brunetti esperó, seguro de que el otro hacía lo mismo. La espera era la táctica que había empleado con Guarino y con Patta, y entonces pensó en el mucho tiempo que en su vida profesional había invertido en sus esperas.

Seguía sin llegar sonido alguno desde el otro lado. Brunetti cortó la comunicación. Naturalmente que Guarino tenía que estar en la ÑAS, ¿y quién podía acordarse del significado de tantas siglas? Nuclei Antisofisticazione, sección de los
carabinieri
encargada de hacer cumplir las leyes medioambientales. Brunetti pensó en las imágenes de las calles de Nápoles llenas de basura, a las que enseguida se superpuso el recuerdo de la foto de Guarino.

Marcó el número de Vianello, y le contestó un agente que dijo que el inspector había salido. Brunetti lo llamó al
telefonino,
pero estaba apagado. Entonces marcó el número de la comisaria Griffoni y le dijo que tenían que ir a la escena de un crimen en Marghera, y que por el camino le explicaría. Al bajar, entró en el despacho de la
signorina
Elettra.

—¿Sí, comisario? —preguntó ella.

No parecía buen momento para decirle lo de Guarino, pero nunca es buen momento para dar la noticia de una muerte.

—Me han dado una mala noticia,
signorina
—dijo.

La sonrisa de la joven tembló.

—Esta mañana, el
vicequestore
Parta ha recibido una llamada —empezó. Brunetti espió la reacción de ella a su empleo del título de Patta, señal de mal agüero—. Un capitán de
carabinieri
le ha comunicado que el hombre que estuvo aquí esta semana, el
maggiore
Guarino, ha muerto. De un disparo.

Ella cerró los ojos un momento, tiempo suficiente para ocultar la emoción que ello pudiera causarle, pero no para impedir que se notara que la había sentido.

Antes de que la joven pudiera preguntar, él prosiguió:

—Han enviado una foto, y querían saber si él había venido a hablar con nosotros.

—¿Era él realmente?

—Sí —la verdad era lo más piadoso.

—Lo siento mucho —fue todo lo que pudo decir.

—Yo también. Parecía un hombre honrado, y Avisani respondió por él.

—¿Tuvo que buscar a alguien que respondiera por él? —preguntó ella en un tono que parecía buscar la ocasión de descargar la cólera.

—Si había de fiarme de él, sí. Yo ignoraba en qué estaba involucrado ni qué buscaba —quizá irritado por la actitud de ella, añadió—: Y todavía lo ignoro.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no sé si la historia que me contó es cierta o no, y eso significa que no sé por qué el hombre que ha llamado estaba interesado en averiguar por qué había venido aquí el
maggiore.

—¿Pero ha muerto?

—Sí.

—Gracias por decírmelo.

Brunetti fue en busca de Griffoni.

Capítulo 15

Los astilleros, las industrias petroquímicas y demás fábricas que plagaban el paisaje de Marghera habían cautivado la imaginación de Brunetti desde niño. Durante unos dos años —él tendría entre seis y ocho—, su padre había trabajado de mozo de almacén en una fábrica de pinturas y disolventes. Brunetti recordaba aquel período como uno de los más tranquilos y felices de su infancia, porque su padre tenía trabajo fijo y estaba orgulloso de poder mantener a su familia con su salario.

Pero llegaron las huelgas, y su padre no fue readmitido. Entonces cambiaron las cosas y se acabó la paz del hogar, pero durante varios años su padre se mantuvo en contacto con algunos de sus antiguos compañeros. Brunetti aún recordaba a aquellos hombres, lo que contaban de su trabajo y de unos y otros, el humor bronco, los chistes y la infinita paciencia con que trataban a su padre, de genio inestable y volátil. El cáncer se los había llevado a todos, como a tantas de las personas que trabajaban en las fábricas que habían brotado al borde de aquella laguna, de aguas tan hospitalarias como, ay, desprotegidas.

Hacía años que Brunetti no había estado en aquella zona industrial, aunque los penachos de sus chimeneas formaban el invariable telón de fondo del panorama que contemplaba todo el que llegaba a Venecia por barco. Algunos de los más altos se veían a veces desde la terraza de Brunetti. Siempre lo había sorprendido su blancura, sobre todo, por la noche, cuando el humo formaba bellas volutas bajo un cielo de terciopelo. Aquel humo parecía inofensivo, puro: a Brunetti le hacía pensar en nieve, en vestidos de primera comunión, en novias. En osamenta.

Desde hacía años, fracasaban todas las tentativas para cerrar las fábricas, la mayoría de las veces, a causa de las violentas protestas de los hombres cuyas vidas habrían podido salvarse o, por lo menos, prolongarse con su clausura. Si un hombre no puede mantener a su familia, ¿puede seguir considerándose hombre? El padre de Brunetti pensaba que no, y hasta ahora Brunetti no había podido comprender por qué su padre pensaba eso.

Cuando subían al coche que los esperaba en Piazzale Roma, Brunetti empezó a informar a Griffoni de la conversación con Guarino y de la llamada telefónica que ahora los llevaba a Marghera. Cruzaron el puente con una serie de maniobras que sólo el conductor hubiera podido explicar y giraron hacia las fábricas. Cuando llegaron a la entrada principal, la comisaria ya estaba al corriente de los hechos.

Un guarda uniformado salió de una garita y levantando una mano les indicó que pasaran, como si estuviera acostumbrado a ver por allí coches de policía. Brunetti dijo al conductor que parara y preguntara al guarda dónde estaban los otros. El hombre señaló hacia la izquierda, dijo que fuera en línea recta, cruzara tres puentes y, después de un edificio rojo, torciera a la derecha. Desde allí verían los otros coches.

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