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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (44 page)

Pero detrás de él acababa de entrar Augustin Dumanoir a presentar sus respetos. Venía con su padre, un hombre impresionante de color chocolate cuyo cabello plateado resaltaba más aún su rostro enjuto de fuertes rasgos africanos. El joven Augustin era de color bronceado. Llevaba un pequeño anillo de rubí en el meñique de la mano derecha. Tan pronto se hubieron retirado, Marcel se levantó para saludar a los hermanos LeMond.

Luego acudieron los jóvenes del Cane River con una nota de presentación de
tante
Josette. También estaba Fantin Roget, que tuvo la habilidad de halagar a Colette y Louisa enormemente antes de fijar en Marie sus ojos estáticos. Cuando se agachó para saludarla, su rostro estaba tan blanco como el de ella.

No obstante, algo distraía a Marcel. Era algo ligeramente perturbador, pero tenía que enfrentarse a ello. En cuanto tuvo ocasión volvió a mirar en torno al teatro, En un palco lejano había una figura familiar patéticamente pequeña, inclinada. Marcel se dio cuenta de que era Anna Bella, con madame Elsie tras ella apoyada en su bastón. Y el hombre delgado de hombros cuadrados que estaba a su lado, al que ella miraba, era Christophe. Aquella seductora inclinación de cabeza era inconfundible. Anna Bella se reía, sin molestarse en levantar su abanico, y a pesar de la distancia Marcel sintió de forma sobrecogedora su presencia, su dulzura, la voz melódica que Christophe debía de estar oyendo en ese momento. Su mano enguantada de blanco rozó el brillo de un colgante sobre su pecho… su pecho, del color del marfil, que se henchía suavemente bajo el corpiño de seda.

Las luces comenzaron a oscilar y se fueron apagando. Marcel no supo si el lejano rostro le había visto, si sus ojos se encontraron cuando Christophe se retiró. Vio la pálida redondez de sus hombros, el largo y esbelto cuello, la abundante melena negra. Bajó la vista para escudriñar el lejano resplandor de las luces de los músicos, y dejó que la expectación que le rodeaba templara el fuego en sus venas. Pero era algo doloroso. No se sentía a gusto. No podía dejarse llevar, ni siquiera cuando al fin sonó la música. Era como si no le importara.

Cada intermedio venían más admiradores. Marie era la sensación de la noche, y Marcel tuvo que estrechar manos continuamente. Hasta Christophe acudió antes del último acto y recitó otro poema para Louisa, que se emocionó de tal modo que se puso a coquetear como Marcel no la había visto hacía años. El poema era de lord Byron. Christophe lo recitó con una sonrisa burlona, pero Louisa no había oído hablar de lord Byron y sin duda iba olvidando los versos a medida que los oía.

—¡Ve a saludar a Juliet! —le dijo a Marcel, dándole un golpecito en el hombro con el abanico—. Ye ahora —se inclinó para susurrar—. Hace diez años que la madre de tu profesor no viene a la Ópera. Y antes le encantaba. Anda, ve. El vestido nuevo se lo he hecho yo.

Richard acababa de levantar la cortina verde para entrar en silencio al palco.

Marie se agitó sin la menor timidez.


Eh bien
—dijo en un susurro—, pensaba que me habías olvidado, Richard.

Marcel vio cómo acudía la sangre a las mejillas de su amigo. Estaba radiante y replicó bromeando también:

—Ah, Marie Ste. Marie, ya nos hemos visto antes, ¿no es cierto? —Se inclinó para besarle la mano sin apenas levantársela—. A no ser que haya sido en uno de mis sueños…

Marcel estaba a punto de echarse a reír. Más pronto o más tarde tendría que burlarse sin piedad de Richard por todo aquello. Echó a andar por el pasillo alfombrado junto a Christophe.

—¡Están enamorados!

—Tú también lo has notado —dijo Marcela.

Cuando Christophe levantó la cortina de su palco, Marcel se detuvo. Le pareció que cualquier alegría que trajera la noche sería fugaz. No se comprendía a sí mismo, no comprendía su súbita aprensión, su súbita inquietud.

—¿Por qué no? —le susurró desafiante—. ¿Por qué no?

—¿Qué pasa, Ojos Azules? —le preguntó Christophe.

«¿Cómo voy a ver a Anna Bella si la vieja bruja está justo a su lado? Si no somos niños, ¿qué demonios somos? ¿Por qué no he de verla en los intermedios, como se ha hecho siempre, si no puedo entrar a verla en su palco?». Pero no se dejó confundir por sus pensamientos. Se dio la vuelta y le dijo a Christophe que volvía enseguida.

Ni Anna Bella ni madame Elsie le vieron entrar. Cuando Marcel se acercaba por detrás a la silla de Anna Bella, el timbre anunciaba el último acto. Ella tenía la cabeza un poco inclinada, y los rizos que escapaban siempre de su tocado le caían sobre el cuello. La anciana se agitaba entre el seco frufrú del tafetán haciendo ruidos con la garganta.

—¡Aaahh! —Emitió un sonido desdeñoso como si en lugar de cuerdas vocales tuviera sólo su larga nariz aguileña. Anna Bella, justo debajo de Marcel, alzó la vista. Sus pechos generosos se apretaban contra la seda color damasco y entre ellos se abría un hondo pozo de sombras en el que brillaba un diamante, frío contra la piel. Pero su rostro radiante lo eclipsaba todo y concentraba la luz en el iris de sus grandes ojos.

—Marcel —susurró. Las luces se atenuaron en torno a ellos.

La anciana se puso a hablar muy deprisa y con agresividad, al tiempo que daba un golpe en el suelo con el bastón.

—¡Basta, madame Elsie! —suplicó ella. Su rostro, con la perfecta forma de un corazón, estaba desgarrado por la angustia. Anna Bella tendió la mano hacia el bastón de madame Elsie. Las luces del escenario se habían encendido, muy por debajo de ellos, envolviéndolos en una brumosa nube.

Entonces, espontáneamente, Marcel se llevó los dedos a los labios para depositar en ellos un beso y luego tocó la suave mejilla de Anna Bella. Al salir del palco oyó su susurro desesperado:

—¡Marcel!

El pasillo estaba a oscuras. Marcel caminaba a tropezones hacia Christophe, que iba muy por delante de él. Al llegar al palco, Christophe le indicó el asiento contiguo al de su madre.

Lo envolvía la música salvaje y trágica del acto final. Marcel agachó la cabeza. No veía nada y sentía un nudo asfixiante en la garganta. La música era ruido, un ruido ensordecedor. El dolor le mantenía ajeno a todo excepto a la sensación de estar en el pasillo a oscuras de la casa de los Mercier mientras Anna Bella le miraba con la cara surcada de lágrimas. Luego la bofetada en la cara. ¿Qué tenía eso que ver con la figura de Dolly Rose vestida de tafetán lila dando vueltas por el aula ese mismo día como si fuera una niña? ¿Y qué tenía eso que ver con Juliet, la mujer que se sentaba a su lado vestida de terciopelo negro? Su vestido formaba parte de la oscuridad, de modo que ella no era más que piel radiante y desnuda, con una postura sensual en su silla tallada. Marcel miró pestañeando el escenario y vio fundirse los colores como a través de una ventana cubierta de lluvia. No podía recordar la sensación de la mano de Anna Bella en su cara, ni la sensación de tenerla entre sus brazos. Lo único que tenía que hacer ahora para verla era girar ligeramente la cabeza.

Lo único que tenía que hacer para ver la belleza a su alrededor era girar ligeramente la cabeza: Gabriella, Celestina, Nanette LeMond con sus rizos rubios, y Dolly, a quien había vislumbrado antes con aquellas cuarteronas del campo ataviadas con sus vestidos parisinos, y Marie, cuya silueta todavía veía contra el resplandor del escenario. Estaba rodeado de belleza, una belleza que parecía formar parte de la misma naturaleza de su pueblo en su infinita variedad, en sus espléndidas mezclas, en la desenfadada combinación de lo distinguido y lo exótico que había hecho famosas a sus mujeres durante dos siglos y había atraído una y otra vez a sus venas la aristocrática sangre blanca. Marcel contuvo el aliento. Aquello le resultaba insoportable. Se quedó mirando los gemelos de teatro que tenía en la mano. Se los había dado Juliet, acariciándole ligeramente al retirar los dedos. La música hablaba de presagios, de tragedia, de muerte. Un Randolphe vencía a una Charlotte, mientras que un Antonio lloraba entre bambalinas.

Y entonces una imagen se formó claramente ante sus ojos. Era un hombre blanco, recortado contra la pared, un palco más abajo, donde las mujeres que tenía enfrente no podían verlo, mirando directamente, inconfundiblemente, la hilera de palcos de la gente de color. Ahora parecía que levantaba sus gemelos para mirar el palco del extremo izquierdo, donde una muchacha de hombros blancos como la nieve contemplaba tranquilamente el escenario. Marcel se volvió hacia ella y distinguió a su hermana entre el resplandor. «Sigue soñando —pensó Marcel de pronto con acritud—. Mira ahora que puedes. Ella no es ninguna inmigrante recién salida del barco de Santo Domingo, no es la vana y frívola Dolly Rosé». La audiencia contuvo el aliento. Otra Charlotte había encontrado su inevitable castigo violento. ¿Qué le había dicho esa noche a Christophe en cuanto éste llegó? Era la muerte de la inocencia. Marcel movió la cabeza.

—¿Qué pasa? —le preguntó Christophe. La ópera había terminado y todos se estaban poniendo en pie. «Bravo, bravo». En el suelo hueco de madera se oía el estrépito de las pisadas.

Después había una fiesta en el piso de las tías, a la que estaban todos invitados: los Lermontant con Giselle y sus hijos, los Roget, los Dumanoir. Se habían contratado violines y un espinete. Lendamain, el proveedor, había recogido las alfombras para el baile y había suministrado gran cantidad de champán.

Marcel advirtió de inmediato que con tanta gente le sería fácil escabullirse. No le sorprendió que Christophe apareciera solo.

—¿Pero dónde está Juliet? Yo le he hecho el vestido —le dijo
tante
Colette.

Christophe, después de ofrecer algunas excusas de cortesía, le susurró a Marcel:

—No puedo fiarme de ella en estas situaciones. Ya sabes cómo es. La semana pasada vio a Dolly en la calle y quiso tirarle del pelo.

«No es de extrañar», pensó Marcel. Debería de estar disfrutando de todo aquello. Qué emocionante le habría parecido el año anterior, cuando volvió a casa con el triunfal sonido de la música en la mente. Pero ahora no recordaba nada de la ópera, sólo un estrépito ensordecedor.

«Así que no se puede uno fiar de ella en estas situaciones», pensó irritado. Cuando Christophe volvió a dirigirse a él, se mostró casi grosero.

Al final, sintiéndose tan mala compañía para sí mismo como para los demás, fue a despedirse de sus tías. La música había empezado, y Christophe había sacado a Marie a bailar. Justo empezaban a moverse grácilmente por la pista cuando Marcel se dirigió a la escalera. Richard, entre las sombras, con los brazos cruzados, observaba a Marie cuyas faldas oscilaban con el vals, sereno y concentrado el rostro, los labios esbozando una sonrisa.

Marcel estuvo vagabundeando durante una hora.

Caminó en torno a la verja de hierro de la Place d'Armes y luego por calles no más anchas que callejones, ajeno al barro que salpicaba sus botas, serpenteando por las calles de la ribera, intentando en vano imaginarse una y otra vez que paseaba por la Rue St. Jacques de París para cruzar el Sena y llegar a las Tullerías. Pero estaba en Nueva Orleans, y en la puerta de los modernos salones de billar de la Rue Royale veía a los hombres blancos reunirse en torno a las mesas y oía los chasquidos de las bolas. Cuando pasaban junto a él, con sus chisteras brillando bajo la lluvia, Marcel se fundía en las sombras.

Era agradable saber que podía volver en cualquier momento a la fiesta, pero al mismo tiempo era amargo. Alzó la vista hacia las ventanas iluminadas del hotel St. Louis, vio los carruajes que allí se detenían y oyó la música de los salones.

La casa de los Mercier estaba a oscuras cuando Marcel entró en la Rue Dauphine, pero al acercarse al final del muro trasero vio una luz en la ventana de Juliet. Las cortinas estaban echadas y un humo fantasmal se alzaba en jirones de la chimenea de ladrillos. Se agarró a las densas enredaderas que todavía cubrían la pared y alzó la vista, pensativo, aguardando, sin atreverse a llamar al timbre. Así que no se podía uno fiar de ella en esas situaciones… así que había intentando tirar del pelo a la bruja de Dolly. Marcel sonrió.

La vida de Juliet era ahora Christophe. Juliet cocinaba para él, le planchaba las camisas con sus propias manos, trabajaba como una criada en la cocina y parecía feliz con un delantal blanco sobre sus faldas y el pelo recogido bajo un
tignon
rojo. Y aun así podía convertirse en la magnífica dama vestida de terciopelo negro que le había sonreído esa noche en el palco. Cuando Juliet se puso a tararear una vez con la música, su voz le conmovió, le sosegó, a pesar del torbellino de sus pensamientos.

—Ah, piensa en eso si quieres —susurró en voz alta en la calle—, nadie puede impedirte soñar.

Pero al cerrar los ojos le asaltó una dolorosa sensación. Era Anna Bella la mujer a la que abrazaba, Anna Bella a quien estaba besando, y entonces recordó con una oleada de furia su cándida dulzura virginal, sus brazos pequeños y confiados. En ese mismo momento sintió deseos de hundir la cabeza en los espinos, tuvo ganas de gritar.

Cuando se dio la vuelta para marcharse, la luz de la ventana se apagó. Marcel echó un último vistazo. Un tenue resplandor creció en la ventana para luego surgir en el descansillo de la escalera. Un momento después se oyó el sonido apagado de la puerta delantera. ¿Juliet salía sola, a esas horas?

Pero fue un hombre el que apareció bajo la luz de la farola. El hombre se detuvo a encender un cigarro, envuelto en los pliegues de su capa. Luego, con él en los labios, alzó la cabeza. Marcel intentó distinguirlo desde donde estaba: la piel oscura bajo el ala de la chistera, el destello de pelo blanco peinado hacia atrás para caer sobre el cuello alto de la capa. ¡Era el padre de Augustin Dumanoir! Marcel sintió deseos de matarlo, de destrozarlo con sus propias manos. Pero se quedó clavado al suelo observando el aleteo de la capa negra mientras el hombre cruzaba la calle pasando bajo otra farola hasta desaparecer en las tinieblas en dirección al río por la Rue Ste. Anne.

Una llama ardía en su interior. Algo totalmente irracional. Marcel echó a andar sin poderlo evitar hacia la verja del jardín y, sabiendo que el viejo pestillo cedería fácilmente, lo forzó con los hombros y atravesó el camino hasta la puerta lateral. Tenía los dientes tan apretados que le dolía la mandíbula y todas las frustraciones de la noche estaban alcanzando un punto álgido de desconocidas proporciones. Así que Juliet estaba loca… Así que no podía uno fiarse de ella, no podía relacionarse con la gente de bien de la fiesta. Así que había intentado tirar del pelo a la preciosa Dolly. Y todos los esclavos de la manzana sabrían que él la había poseído, seguro. Podía ser un verdadero escándalo. Pero estaba bien para aquel orgulloso plantador que azotaba a sus esclavos y se dedicaba a la caza. Marcel golpeó el pomo de la puerta con la rodilla, se apoyó en ella con todo su peso y notó que cedía.

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