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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (42 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Pronto se operó tal transformación en Bubbles que la gente que no se había fijado antes en él se lo quedaba mirando ahora por la calle. Siempre había tenido un aspecto sorprendente. Era delgado y nervudo, y tan negro que su piel arrojaba destellos azules. Sus ojos pequeños y amarillentos bajo un ceño siempre pensativo le conferían una expresión sabia y sombría que no rompía el más mínimo gesto de su boca fina y ancha. Parecía un auténtico mono.

Pero esto requiere cierta explicación.

Lo cierto es que no había en él nada cómico ni grotesco. Miraba como miran los monos cuando no están haciendo el payaso con un organillero o cuando no son meros dibujos de una historieta cómica.

Los monos tienen rostros inteligentes y parecen meditabundos cuando examinan las cosas atentamente con sus alargadas manos negras, y a menudo fruncen el ceño como sumidos en profundos pensamientos.

Bubbles tenía esa mirada, y como suele ser el caso en los seres humanos, eso significaba una profundidad espiritual de la que los monos carecen, obviamente.

Era ese tipo de muchacho negro cuya extraordinaria belleza resultaba tan extraña al modelo caucasiano que los brutales traficantes de esclavos le habrían llamado «mono negro», y los niños más pequeños, a los que todavía no les han dicho lo que tienen que pensar, le habrían visto como un exquisito felino. Tenía la piel fina como unos guantes viejos de cabritilla, el pelo lanoso y rizado en la cabeza perfectamente redonda, y se deslizaba como un bailarín por las calles y las habitaciones, con las manos tan yertas que parecían demasiado pesadas para sus estrechas muñecas.

Bajo la protección de Christophe había adquirido una nueva distinción, la de los abrigos y chalecos parisinos, las camisas de lino y las botas nuevas. Y nadie sabía, excepto Marcel, que la mayoría de estas ropas procedían del viejo baúl del inglés. La familia inglesa de Michael Larson-Roberts no había reclamado sus efectos personales. De manera que Bubbles, delgado y alto como había sido el inglés, iba tras Juliet al mercado vestido de algodón negro y lino irlandés, con el donaire del
valet par excellence
.

Todos admiraban a Christophe por eso, igual que abominaban de Dolly por su crueldad y por no devolver las herramientas de afinar. Es decir, todos admiraban a Christophe, es decir, hasta el lunes anterior a la Ópera, cuando Bubbles apareció sentado en la última fila de la clase con lápiz y papel en sus manos arácnidas.

¡Nadie admiró entonces a Christophe!

Fantin Roget fue el primero en marcharse bruscamente al mediodía, sin esperar siquiera el final de las clases. Al día siguiente llegó una carta de su madre ofreciendo una vaga excusa por el cambio de planes de su hijo, acompañada en el mismo correo por otras tres misivas de renuncia. El miércoles habían desaparecido todos los estudiantes más modestos, y Augustin Dumanoir, al ver a Bubbles sentado de nuevo en clase con el lápiz en la mano, quiso hablar en privado con Christophe en el pasillo.

—Todo esto es una tontería. —La voz de Christophe apenas era audible en el aula—. ¿Qué daño puede hacer alguien sentado al final de la clase?

—No pasará nada —se apresuró a susurrar Marcel a Richard—. La gente se acostumbrará. Todo irá bien. —Pero se quedó petrificado al ver la extraña expresión de Richard.

Dumanoir dejó la clase al mediodía. Esa noche, Rudolphe, que se había enterado de lo ocurrido por los padres de otros alumnos, insistió en que su hijo se quedara en casa, pese a su manifiesta indignación.

El viernes, un día antes de la Ópera, Christophe se sorprendió al encontrarse a las ocho en punto ante un aula vacía. Marcel, después de un agotadora noche de discusiones con su madre y sus tías, estaba sentado sombríamente junto al fuego en la sala de lecturas y no se molestó siquiera en ir a su mesa. Bubbles estaba en la mesa redonda. Su rostro enjuto parecía el de un santo medieval, con la tristeza tallada en él. Fue el primero en entrar en silencio en la clase y sentarse en su sitio, en la última fila.

Desde el lugar donde estaba, Marcel veía claramente a Christophe. Éste miró su reloj, luego el reloj de la pared, y después la pequeña pila de cartas que le habían entregado en mano. Su rostro mostró entonces la expresión de un niño brutalmente humillado. Se dejó caer en su sillón y se quedó mirando los pupitres vacíos como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Por fin Marcel se levantó, atravesó las puertas dobles y recorrió despacio el pasillo central.

—¡Maldita sea! —musitó Christophe—. ¡Malditos burgueses asquerosos! —Se pasó las manos por el pelo.

Marcel se apoyó en la pared, con los brazos cruzados.

—¡Conseguiré alumnos nuevos! —le dijo Christophe.

—No vendrán —respondió Marcel.

—Y cuando los otros vean que el aula está llena otra vez, volverán.

—No volverán nunca.

Christophe lo miró ceñudo.

—A menos que saques a Bubbles de la clase.

—¡Pero esto es una locura! ¿Qué daño hace?

—Sin esperar la respuesta de Marcel miró la oscura silueta del esclavo en el último rincón de la sala y le dijo suavemente que fuera al piso de arriba.

—Yo soy su amo —dijo Christophe en cuanto los pasos de Bubbles se desvanecieron en la escalera—. Y puesto que soy su amo, la ley me permite decidir si quiero que sea educado.

—Quizá te lo permita la ley, Christophe, pero los padres de los otros chicos nunca lo permitirán.

—¿Y tú por qué sigues aquí, Marcel?

—¡Christophe! —replicó Marcel ofendido.

Pero el dolor que reflejaban los ojos de Christophe era más de lo que podía soportar.

Pasaron así una media hora. Christophe mascullaba de vez en cuando entre dientes mientras paseaba por la sala.

Por fin Marcel dijo con voz queda:

—Christophe, ¿recuerdas el día que nos enseñaste el tapiz? —Era un pequeño tapiz persa, un tesoro que Christophe había bajado de su habitación. Toda la clase quedó maravillada ante los intrincados medallones y las flores de vistosos colores. Christophe los sorprendió más aún al contarles que el tapiz había sido confeccionado para el suelo de tierra de una tienda—. Nos dijiste que la clave para comprender este mundo era darse cuenta de que estaba formado por miles de culturas diferentes, muchas totalmente extrañas entre sí, de modo que ningún código de hermandad ni ningún criterio artístico sería aceptado nunca por todos los hombres —le dijo Marcel—. ¿Te acuerdas? Bueno, pues ésta es nuestra cultura, Christophe, y si la ignoras o intentas arremeter ciegamente contra ella, no lograrás más que destruir la escuela.

—Marcel, no hay ni uno solo de nosotros —estalló Christophe—, ni uno solo, que no descienda de esclavos. Que yo sepa, a estas costas no vino voluntariamente ningún clan de aristócratas africanos.

—Chris, no me hagas defender a gente a la que no admiro. Si no echas a Bubbles de la clase, te quedarás sin escuela.

En ese momento Christophe fijó en Marcel una mirada tan asesina que el muchacho retrocedió y apoyó la frente en el umbral de la puerta.

—Ve a ver a monsieur Rudolphe —prosiguió Marcel—. Dile que has echado a Bubbles. Si él manda a Richard de nuevo a la escuela, los otros harán lo mismo. Ve a ver a Celestina. Si ella vuelve a enviar a Fantin, los demás cuarterones la imitarán.

Cinco minutos más tarde, caminando a toda prisa, Christophe y Marcel habían llegado a la funeraria de los Lermontant.

Rudolphe, que acababa de mostrar una serie de velos y rollos de fustán a una anciana blanca, se tomó su tiempo para despedir a su cliente. El sol del invierno brillaba en las ventanas y caía irreverente sobre el crespón doblado y los objetos de duelo expuestos.

—¿En qué puedo ayudarte, Christophe? —preguntó como si no hubiera pasado nada. Le señaló una silla con un gesto e ignoró totalmente a Marcel.

—Sabes muy bien por qué estoy aquí, Rudolphe. ¡Mi clase está vacía! ¡Mis alumnos se han marchado!

—Deberías saberlo, Christophe. —Rudolphe abandonó de inmediato su pose.

—Tú eres un líder en esta comunidad. Si no hubieras retirado a Richard, no se habría producido ninguna desbandada.

—Oh, no, Christophe, te aseguro hay ciertas cuestiones en las que nadie transigirá, haga yo lo que haga. Pero no quiero llamarte a error. Hay algunas barreras que yo mismo no tengo intención de traspasar. Has metido a un esclavo en tu clase, lo has sentado con mi hijo y los amigos de mi hijo…

—¡Porque quería aprender! Quería llegar a ser algo en la vida…

—Christophe, puede que eso conmueva en París, pero no aquí.

—¿Me estás diciendo que no crees que el muchacho deba aprender? Imagina que un blanco llamado Lermontant hubiera adoptado esa actitud hacia cierto famoso esclavo llamado Jean Baptiste.

—No me malinterpretes —dijo Rudolphe—. Yo mismo he enseñado a leer y a escribir a mis aprendices negros en esta misma mesa, les he enseñado contabilidad y administración para que cuando consigan la libertad puedan ganarse la vida. He liberado a dos de mis esclavos, y los dos me han pagado con su propio trabajo gracias a lo que aprendieron en esta empresa. Enseña a ese muchacho en privado y todos te respetarán por ello. Dale la educación que quieras, pero no lo sientes en la misma clase con nuestros hijos. ¿Es que no te das cuenta de lo que está en juego? ¿Es que no te das cuenta en qué época vivimos?

—¡Lo que sí me doy cuenta es de que eres un fanático y un hipócrita!

—¡Monsieur, nadie ha abusado jamás de mi paciencia como usted! —Rudolphe se levantó de pronto y echó a andar hacia la puerta.

Marcel tenía miedo. Estaba a punto de salir tras él, pensando que Rudolphe se marchaba furioso, pero monsieur Lermontant se limitó a señalar al otro lado del cristal.

—¡Mira! —dijo a Christophe—. ¿Ves a esos hombres que están arreglando la acera?

—Claro que los veo, no estoy ciego.

—Pues entonces te darás cuenta de que son inmigrantes irlandeses, y que vayas donde vayas encontrarás inmigrantes irlandeses arreglando las aceras, cavando canales, sirviendo las mesas de los grandes restaurantes, trabajando en los hoteles. Irlandeses, yanquis o anglosajones en general. ¿Y recuerdas quién servía aquí las mesas y conducía las carretas cuando te marchaste? Nuestra gente,
gens de couleur
, las honradas y trabajadoras
gens de couleur
a quienes las interminables oleadas de irlandeses han quitado el trabajo. También a mí me quitarían el trabajo si pudieran. Si tuvieran el capital y la inteligencia necesaria abrirían una funeraria al lado de ésta y me quitarían a mis clientes blancos, y a los de color también. ¿Y sabes lo que somos para esos yanquis, Christophe? ¿Sabes lo que dicen de nosotros los capataces de los equipos de construcción y los gerentes de los grandes hoteles? Pues que somos negros, libres o no, y que ellos son blancos, que somos como esclavos, y nuestro trabajo debe ser suyo. Somos una ofensa para ellos, Christophe, y aprovecharán cualquier ocasión para arrojarnos de nuevo al cenagal de la pobreza y la miseria del que muchos de nosotros procedemos.

—¿Qué tiene eso que ver con un puñado de muchachos ricos que han nacido con cucharas de plata en la boca? ¡Estamos hablando de una elite
de couleur
!

—No. Estamos hablando de una casta, Christophe, una casta que se ha ganado su precario puesto en este cenagal corrupto declarando una y otra vez que está compuesta de hombres que son mejores y distintos a los esclavos. Hemos conseguido el respeto insistiendo en lo que somos: hombres con propiedades, hombres de bien, hombres con educación. Pero si bebemos con esclavos, nos casamos con esclavos, recibimos a esclavos en nuestros salones, en nuestros comedores o en nuestras aulas, entonces nos tratarán como si fuéramos como ellos. Y todo lo que hemos conseguido desde que Nueva Orleans era un fuerte en el río, todo, se habrá perdido.

—Lo que dices es injusto. Es lógico, práctico, pero es injusto —afirmó Christophe—. Ese muchacho forma parte de nosotros.

—No. —Rudolphe movió la cabeza—. Es un esclavo.

Christophe suspiró.

—Has ganado, Rudolphe —dijo—. Esperaba palabras pomposas, esperaba que me hablaras de una innata superioridad, de sangre blanca. Pero no eres tan estúpido. Eres Maquiavelo disfrazado de tendero. Has empleado palabras mejores.

Rudolphe alzó las cejas con gesto pensativo.

Christophe se levantó y abrió bruscamente la puerta sin pronunciar palabra.

—Te considero casi un hijo, Christophe. —Rudolphe le puso la mano en el hombro—. Saca a ese muchacho de la clase y yo haré que se sepa que has cometido un error de juicio, simplemente. Yo mismo llamaré a los LeMond y a los LeCompte.

En cuanto Christophe llegó al aula escribió una nota advirtiendo que las clases se reanudarían al día siguiente con una sesión especial, y la puso en la puerta. Luego redactó una breve carta que entregó a Marcel.

—Ya me has hecho muchos favores, pero te voy a pedir uno más. Llévale esto a tu buen amigo Rudolphe Lermontant.

—Muy bien, ¿pero estarás aquí cuando vuelva?

Christophe movió la cabeza.

—Tengo que ir a ver a Celestina —dijo con una sonrisa amarga—. Y al viejo Brisson, el bodeguero, y a algunos otros. Luego quiero estar un rato con Bubbles para explicarle todo esto.

—Lo comprenderá.

—No. No puede ni imaginar que le estén prestando tanta atención ni que a nadie le importa si está vivo o no lo está, si acude a una clase o no. Y luego quiero estar solo. Hoy no soy buena compañía para nadie. —Miró a Marcel—. No te preocupes. He decidido que voy a comprometerme, y no vacilaré. Ya lo he hecho antes. Ahora, vete.

Marcel no le había visto aquella expresión en la cara desde la muerte del inglés. Esa noche llamó tres veces a la puerta de la casa sin resultado.

Pero la mañana anterior a la noche de apertura de la Ópera, el aula, sin Bubbles, estaba tan llena como antes. Las primeras lecciones fueron frías, brillantes pero sin una chispa de pasión. Sólo hacia el mediodía recuperó Christophe su habitual optimismo. A medida que transcurría el día, Marcel se fue poniendo más nervioso, temiendo que Christophe culminara la jornada con alguna amarga denuncia, pero a las cuatro los despachó a todos sin ningún discurso extraordinario. Los estudiantes se quedaron allí apiñados durante una hora, hablando animada y afectuosamente de todo tipo de insignificancias, como si quisieran que su maestro supiera de su devoción (ahora que había dado su brazo a torcer). Marcel notó que Christophe vivía aquello con evidente tensión.

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