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Authors: Anónimo

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La muerte del rey Arturo (15 page)

101.
Tales palabras había empezado a decir mi señor Galván; y aún hubiera dicho muchas más, pero el corazón le aprieta con tanta fuerza que no puede decir nada. Después de haberse callado un buen rato, afligidísimo, mira a su derecha y ve a Garrehet y a Agraváin que yacían muertos ante el rey, sobre los escudos en que los habían llevado; al verlos, los reconoció. Dice tan alto que todos pudieron oírle: «¡Ay! Dios, en verdad he vivido demasiado, pues veo mi carne matada con tan gran dolor.» Entonces, se deja caer sobre ellos, con frecuencia y a menudo, haciendo tanto por el gran dolor que tiene en el corazón, que los nobles que estaban allí temían que muriera ante ellos. El rey pregunta a sus nobles qué podrá hacer con Galván, «pues si sigue mucho tiempo allí, temo que muera de dolor. —Señor, le responde, aconsejaríamos que se lo llevaran de aquí a acostarlo en una habitación y que fuera vigilado hasta que sus hermanos hayan sido enterrados. —Hacedlo así», ordena el rey. Entonces toman a Galván, que aún estaba desmayado, lo llevaron a una habitación. Mi señor Galván yació así sin que nadie le pudiera sacar una palabra, ni buena ni mala.

102.
Por la noche se hizo tan gran duelo en la ciudad de Camaloc, que no hubo quien no llorase. Los caballeros muertos fueron desarmados y enterrados cada uno de acuerdo con su linaje; a todos se les hizo ataúd y tumba; a Garrehet y a Agraváin se les hicieron sendos ataúdes tan hermosos y ricos como correspondían a hijos de rey y pusieron el cuerpo de uno junto al del otro en el monasterio de San Esteban, que entonces era la iglesia principal de Camaloc; en medio de las dos tumbas el rey mandó que colocaran otra más hermosa y rica: en ella fue puesto el cuerpo de Gariete, más alto que sus dos hermanos. Cuando lo sepultaron podíais haber visto grandes llantos. Acudieron todos los obispos y todos los arzobispos del país y todos los altos cargos de la tierra, e hicieron a los cuerpos de los caballeros muertos la honra que pudieron, igual que a Gariete, que había sido tan esforzado y noble caballero; sobre su tumba hicieron poner unas letras que decían:
AQUÍ YACE GARIETE, SOBRINO DEL REY ARTURO, A QUIEN MATÓ LANZAROTE DEL LAGO
. Y sobre las otras dos tumbas pusieron los nombres de quienes los habían matado.

103.
Cuando todos los clérigos que acudieron terminaron el servicio que debían, el rey Arturo volvió a su palacio y se sentó entre los nobles, más afligido y pensativo que nadie: no hubiera estado la mitad de preocupado si hubiera perdido la mitad de su reino, y lo mismo el resto de los nobles. La sala se llenó por todas partes con la alta nobleza y estaban tan callados como si no hubiera un alma; cuando el rey los vio estar con semejante paz, habló tan fuerte que todos le pudieron oír: «¡Ay! Dios, me habéis mantenido en gran honor y ahora en un instante he caído por auténtica fatalidad, de forma que ningún hombre perdió tanto como yo he perdido. Pues cuando alguien pierde su tierra, la puede recobrar alguna vez; pero cuando se pierde a un amigo entrañable, a quien no se puede recuperar por nada que suceda, entonces la pérdida no tiene retorno, entonces la calamidad es tan grande que no se puede paliar de ningún modo. Esta pérdida no me ha ocurrido por justicia de Dios Nuestro Señor, sino por el orgullo de Lanzarote; si esta dolorosa pérdida nos hubiera sobrevenido por venganza de Nuestro Señor, mantendríamos el honor y sufriríamos ligeramente, pero nos ha llegado por aquel a quien hemos criado y atendido en nuestra tierra en muchas ocasiones, como si fuera de nuestra misma carne. Ese nos ha causado esta desgracia y esta afrenta. Todos vosotros sois mis hombres, mis vasallos y tenéis tierras de mí: por eso os requiero por el juramento que me hicisteis, para que me aconsejéis, como se debe aconsejar al soberano, de forma que mi afrenta sea vengada.»

104.
Se calló el rey y se quedó en silencio, esperando a que los nobles le respondan; empiezan a mirarse unos a otros e invitan a hablar antes a los demás. Cuando llevaban un buen rato callados, el rey Yon se pone en pie y dice al rey: «Señor, yo soy vuestro vasallo; os debo aconsejar según nuestro honor y el vuestro; vuestro honor, sin duda, está en vengar la deshonra; pero si miramos el provecho del reino, no creo en modo alguno que se deba comenzar la guerra contra la casa del rey Van, pues bien sabemos que Nuestro Señor la ha alzado por encima de los demás linajes; y, que yo sepa, no hay ahora hombres tan esforzados en el mundo que, si quisieran hacer guerra, no recibieran la peor parte aun estando vos. Por eso, señor, os ruego por Dios que no empecéis la guerra contra ellos, si no estáis seguro de vencerles, pues, ciertamente, creo que serán muy difíciles de derrotar.» Con estas palabras se levantó un murmullo en el salón, pues critican y atacan al rey Yon por lo que ha dicho y todos acuerdan en voz alta que estas palabras las había pronunciado por cobardía. «Ciertamente, responde, no me expresé teniendo más miedo que el que tenéis vosotros; estoy seguro de qué, una vez la guerra empezada, si pueden estar sanos y salvos en su país, temerán vuestros ataques mucho menos de lo que creéis. —En verdad, dice Mordrez, mi señor Yon, jamás oí dar a un noble caballero como vos parecéis un consejo tan malvado como ése; pero si el rey me hace caso, irá y os llevará, queráis o no. —Mordrez, responde el rey Yon, iré con más gusto que vos; que se ponga en marcha el rey cuando quiera. —Discutís por algo admirable, interrumpe Mador de la Puerta; si queréis comenzar la guerra, convendrá que la busquéis lejos; pues me han dicho que Lanzarote está en la parte del mar, en un castillo que conquistó antaño, cuando comenzaba a buscar aventuras; es llamado de la Alegre Guarda. Lo conozco muy bien porque estuve prisionero en él una vez y temí morir, cuando Lanzarote nos sacó a mí y a mis compañeros. —A fe mía, exclama el rey, bien sé qué castillo es; os pregunto si creéis que haya llevado consigo a la reina. —Señor, responde Mador, sabed que la reina está allí; pero yo no aconsejo que vayáis, pues el castillo es tan fuerte que no temen asedio por ninguna parte y los que se han metido dentro son caballeros tan esforzados que temerían poco vuestros esfuerzos, y cuando vieran ocasión de haceros villanía, os la harían con gusto.» Cuando el rey oyó esto, dijo: «Mador, decís verdad sobre el castillo, que es fuerte y no me mentís nada sobre el orgullo de los de dentro, pero vos sabéis bien, y lo saben todos los que aquí están, que desde que fui coronado no emprendí guerra de la que no saliera victorioso con honra para mí y para mi reino; por eso os digo que de ningún modo dejaré de guerrear contra ellos, que me han causado la desgracia de mis amigos entrañables. Ahora convoco a todos los que aquí están; además, haré venir, de lejos y de cerca, a todos los que han recibido tierras de mí; cuando estén reunidos, partiremos —en un plazo de hoy en quince días— de la ciudad de Camaloc. Y como no quiero que nadie se eche atrás en esta empresa, os exijo a todos que juréis sobre los Evangelios que os mantendréis en guerra hasta que la afrenta sea vengada con honra para nosotros.»

105.
Trajeron los Evangelios, y todos los que estaban en la sala juraron, tanto los pobres como los ricos; cuando hubieron jurado la promesa de mantener esta guerra, el rey envió a sus mensajeros lejos y cerca, hacia todos los nobles que tenían feudo de él, para que el día fijado estuvieran en Camaloc, pues entonces se pondrá en marcha con todo su ejército para atacar el castillo de la Alegre Guarda. Todos lo aceptan y se preparan para ir a la tierra que está al otro lado del Humber. Así se emprendió la guerra que se volvería en desgracia para el rey Arturo, y aunque al principio vencían, después fueron derrotados. Pero Noticia, que tan pronto se extiende por el mundo, a la mañana siguiente en que el asunto se hablaba, estaba ya en la Alegre Guarda; la llevó un criado que partió de la corte inmediatamente y que era servidor de Héctor de Mares. Cuando llegó allí donde le esperaban quienes deseaban oír noticias de la corte, dijo que la guerra estaba tan decidida y emprendida que no se podrá detener, pues los más poderosos de la corte la han jurado y después han sido convocados todos los que tienen feudos del rey Arturo. «Ciertamente, dice Boores, ¿ha llegado a tanto el asunto? —Señor, sí, responde el mensajero; en algún tiempo veréis al rey Arturo con todo su ejército. —Por Dios, exclama Héctor, en mala hora vendrán, pues se van a arrepentir.»

106.
Cuando Lanzarote oye estas noticias llama a un mensajero y lo envía al reino de Benoic y al de Gaunes y ordenó a sus nobles que reforzaran las fortalezas, pues si por ventura tuviera que salir de Gran Bretaña y le conviniera ir al reino de Gaunes, que encontrase los castillos fuertes y dispuestos para defenderse y, si fuera menester, resistir al rey Arturo. Después convoca a todos los caballeros a los que había servido en Sorelois y en el reino de la Tierra Foránea, para que le socorran contra el rey Arturo; y como era tan querido en todas partes, acudieron tantos que, si Lanzarote hubiera sido rey con tierras, no hubiera reunido tan gran caballería como reunió entonces, según decían muchos.

Pero la historia deja de hablar de él y vuelve el rey Arturo.

107.
Cuenta ahora la historia que el día que fijó el rey Arturo para que acudieran sus hombres a Camaloc, se presentaron; y había tantos a pie y a caballo, que jamás se había visto aquella abundancia de caballeros. Mi señor Galván ya se había repuesto, pues había estado enfermo; el día que todos se reunieron, dijo al rey: «Señor, antes de que os vayáis de aquí, yo aconsejaría que escogierais, entre la nobleza que hay aquí, tantos buenos caballeros como mataron el otro día al socorrer a la reina; y que los hicierais de la Mesa Redonda, en el lugar de los que han muerto, de forma que tengamos el mismo número de caballeros que teníamos antes; es decir, que seamos ciento cincuenta; os aseguro que si así lo hacéis, vuestra compañía valdrá más en todo y será más temida.» El rey está de acuerdo; ordena que así sea hecho y dice que será beneficioso. Inmediatamente llama a los altos nobles y les manda que, por su juramento, elijan los mejores caballeros en el número que faltan a la Mesa Redonda y que no dejen de hacerlo por reparos que tengan; le responden que con mucho gusto así lo harán. Se retiran a un lado y se sientan a la cabeza del salón; cuentan cuántos faltaban de la Mesa Redonda: las ausencias sumaba en total setenta y dos; eligen otros tantos y los sientan en los lugares de los que habían muerto o de los que estaban con Lanzarote. Pero no hubo nadie tan atrevido que osara sentarse en el Asiento Peligroso. Un caballero que se llamaba Elián ocupó el sitio de Lanzarote; era el mejor caballero de toda Irlanda y era hijo de rey. En el asiento de Boores se sentó un caballero llamado Balinor, hijo del rey de las Islas Extrañas, y era muy esforzado. En el lugar de Héctor se sentó un caballero de Escocia, poderoso en armas y en amigos; en el sitio de Gariete se sentó un caballero, que era sobrino del rey de Norgales. Tras hacer esto, por consejo de mi señor Galván, se prepararon las mesas y todos se sentaron; aquel día sirvieron la Mesa Redonda y la mesa del rey Arturo siete reyes, que habían recibido sus tierras del rey y que eran vasallos suyos. Los caballeros que debían ir a la guerra se dieron prisa y trabajaron bastante por la noche antes de tenerlo todo dispuesto.

108.
Al amanecer, antes de que se levantara el sol, se pusieron en marcha alrededor de mil caballeros deseosos todos de causar daño a Lanzarote. El rey Arturo, tan pronto como hubo oído misa en la iglesia mayor de Camaloc, montó con sus nobles; cabalgaron hasta llegar a un castillo llamado Lamborc. Al día siguiente hicieron una jornada igual de larga que la víspera; día tras día avanzaron hasta llegar a media legua de la Alegre Guarda; y como vieron que el castillo era tan fuerte que no temían el número de gente, acamparon en pabellones a orillas del Humber, pero muy lejos del castillo. Todo el día lo dedicaron a instalarse; colocaron por delante a los caballeros, completamente armados por si salían los del castillo para atacarlos, que fueran tan bien recibidos como se debe recibir al enemigo. Y así acamparon. Pero los del castillo no se preocuparon al ver el asedio, sino que se dijeron los de dentro que los dejarían en paz la primera noche, pero que les atacarían al día siguiente, si la ocasión era propicia, porque eran esforzados y porque habían enviado la noche anterior gran parte de la gente a un bosque que había cerca de allí para sorprender a la hueste cuando llegara el momento oportuno de forma que fueran atacados desde el castillo y desde el bosque. Los que habían sido enviados antes al bosque sumaban cuarenta caballeros, conducidos por Boores y por Héctor. Los del castillo les dijeron que, cuando vieran la enseña bermeja izada sobre la torre mayor, atacaran de frente a la gente del rey Arturo; y así, los que se habían quedado dentro del castillo, saldrían en ese mismo momento, de forma que la hueste sería atacada por dos partes. Por si veían la enseña bermeja, que era la señal de salir los que estaban en el bosque, miraron durante todo el día hacia el castillo.

109.
Pero no vieron nada, pues Lanzarote no podía permitir que la hueste fuera atacada el primer día, antes bien, los dejó descansar todo el día y toda la noche sin que hubiera treta ni lance. Por esto, se confiaron más que antes los de la hueste y se decían que, si Lanzarote hubiera tenido una gran compañía, no hubiera dejado de salir para enfrentárseles con todas sus fuerzas, pues no es caballero quien sufre con gusto el ataque de su enemigo. Cuando Lanzarote ve que el castillo estaba sitiado de tal forma por el rey Arturo (el hombre del mundo al que más había amado y que ahora veía como su enemigo mortal), lo siente tanto que no sabe qué hacer, no por miedo, sino porque amaba al rey. Llama a una doncella, la lleva a una habitación y le dice en secreto: «Doncella, id al rey Arturo y decidle de mi parte que me extraña por qué ha comenzado guerra contra mí, pues yo no creía haberle hecho tanto daño. Si dice que es por mi señora la reina, porque le han dado a conocer que le he afrentado, decidle que estoy dispuesto a defender contra uno de los mejores caballeros de su corte, que no soy auténtico culpable de ese asunto; y que por conquistar su amor y su buena voluntad —que en mal momento he perdido— me pondré a disposición de su corte. Si la guerra ha empezado por la muerte de sus sobrinos, decidle que no soy tan responsable de esa muerte como para que me tenga tan mortal odio, pues los mismos que fueron muertos, fueron culpables de su propio fin. Si no quiere ponerse de acuerdo con estas dos cosas, decidle que aceptaré su decisión, tan dolido como nadie por esta disensión que hay entre él y yo, de modo que casi nadie se lo podría imaginar. Y que sepa el rey que, ya que la guerra ha empezado, me defenderé con todo mi poder. Y le aseguro —porque lo tengo como señor y amigo, aunque me haya venido a ver no como señor, sino como enemigo mortal— que no se preocupe conmigo y que le protegeré siempre con todo mi poder frente a quienes le quieran hacer daño. Doncella, decídselo de mi parte.» La doncella le responde que le llevará este mensaje.

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