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Authors: Anónimo

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La muerte del rey Arturo (11 page)

El rey hizo enterrar a la doncella en la iglesia de Camaloc, en una tumba hermosísima y muy rica, sobre la que había unas letras que decían: xx«
AQUÍ YACE LA DON CELLA DE ESCALOT QUE MURIÓ POR AMAR A LANZAROTE
.» Estas letras eran de oro y azur, hechas con gran riqueza.

La historia deja de hablar aquí del rey Arturo, de la reina y de la doncella y vuelve a Lanzarote.

74.
Cuenta ahora la historia que Lanzarote estuvo tanto tiempo con el ermitaño que se curó un poco de la herida que le había hecho el cazador. Un día, después de la hora de tercia, montó en su caballo, como quien quiere ir a entretenerse al bosque; se alejó de la ermita y tomó un pequeño sendero. No había cabalgado mucho cuando encontró una hermosa fuente bajo dos árboles. Al lado de la fuente había un caballero tumbado, sin armas, que las había puesto cerca de allí y había atado su caballo a un árbol. Cuando Lanzarote vio al caballero durmiendo, piensa no despertarlo, sino dejarlo descansar; cuando se despierte, le podrá hablar y preguntar quién es. Entonces desmonta y ata su caballo cerca del otro y se acuesta al otro lado de la fuente. No tardó mucho en despertar el caballero por el ruido de los dos caballos que se peleaban; al ver ante sí a Lanzarote se asombra por la fortuna que lo ha traído allí. Se saludan, sentándose y se preguntan mutuamente por sus vidas. Lanzarote, que no quiso descubrirse, al darse cuenta de que el otro no lo había conocido, le responde que es caballero del reino de Gaunes. «Yo soy, contesta aquél, del reino de Logres. —¿De dónde venís?, pregunta Lanzarote. —Vengo de Camaloc, le responde, donde dejé al rey Arturo con gran compañía de gente; pero os puedo asegurar que hay más tristeza que alegría por un suceso que acaba de ocurrir a la propia reina. —¿A mi señora la reina?, pregunta Lanzarote. Por Dios, decidme qué pasó, pues deseo mucho saberlo. —Os lo diré, contesta el caballero; no hace mucho que la reina estaba comiendo en una de sus cámaras y con ella había gran compañía de damas y de caballeros, yo también estaba comiendo aquel día con la reina. Después de tomar el primer plato, un criado vino a la habitación y presentó fruta a la reina; ella le dio a un caballero para que comiera y éste murió nada más ponerse la fruta en la boca. Se levantó un murmullo y acudieron todos a ver el suceso; cuando vieron al caballero muerto, muchos denostaron a la reina. Pusieron al caballero en el suelo y se callaron, sin decir nada más a la reina. A la semana siguiente, Mador de la Puerta, que era hermano del caballero, llegó a, la corte; al ver la tumba de su hermano y cuando se enteró de que la reina lo había hecho morir, se presentó al rey y acusó a la reina de traición. La reina miró en torno suyo para saber sí habría allí algún caballero que se adelantara a defenderla; pero no hubo ninguno tan osado que quisiera recoger el reto por ella. El rey concedió a la reina un plazo dé cuarenta días, de forma que, si el cuadragésimo día no había encontrado un caballero que por ella quisiese entrar en lid contra Mador, ella sería ajusticiada y deshonrada; por eso están entristecidos en la corte, pues ciertamente no encontrará ningún caballero que por ella quiera entrar en el campo de batalla. Decidme ahora, caballero, pregunta Lanzarote, cuando mi señora la reina fue acusada tal como decís, ¿había algún noble de la Mesa Redonda? —Sí, bastantes, responde el caballero; estaban los cinco sobrinos del rey, mi señor Galván, Gariete y los otros hermanos y mi señor Yváin, el hijo del rey Urián y Sagremor el Desmesurado y muchos otros buenos caballeros. —¿Y cómo, preguntó Lanzarote, soportaron que mi señora la reina pasara afrenta ante ellos y no hubo uno que la defendiera? —Por mi fe, exclama el caballero, no hubo nadie con tal arrojo, y con razón, pues no querían ser desleales a causa de ella, ya que sabían con certeza que mató al caballero; hubieran sido desleales, a mi parecer, si sabiéndolo hubieran aceptado el reto. —¿Y pensáis, preguntó Lanzarote, que Mador volverá a la corte por este asunto? —Sí, por mi fe, contesta el caballero, sé perfectamente que volverá el día cuadragésimo para mantener la acusación que ha hecho; y creo que la reina será afrentada, pues no encontrará tan buen caballero que por defenderla ose tomar el escudo. —Ciertamente, observa Lanzarote, pienso que sí lo hará alguno; habría mal empleado los bienes que ha hecho a los caballeros de fuera, si no encontrara quién aceptase esta batalla por defenderla; y os aseguro que hay algunos en el mundo que por ella se expondrían a la muerte para salvarla de este peligro. Os ruego que me digáis cuándo se cumplirá el cuadragésimo día.» Aquél se lo dice. «Sabed ahora, añade Lanzarote, que hay un caballero en este país que no dejará de ir a la corte ese día por el honor del rey Arturo y a defender a mi señora la reina contra Mador. —Os digo, contesta el caballero, que quien se meta en este asunto no conquistará ningún honor, pues aunque venciera en la batalla, todos en la corte sabrían que había actuado contra el derecho y con deslealtad.» Así dejaron de hablar; no dijeron nada más y permanecieron allí hasta la hora de vísperas; entonces, el caballero se dirigió hacia su caballo, montó y se despidió de Lanzarote encomendándolo mucho a Dios. Cuando el caballero se había alejado algo, Lanzarote mira y ve venir un jinete armado y con un escudero; se fija en él y se da cuenta de que era Héctor de Mares, su hermano. Se alegra mucho y corre a su encuentro a pie, gritándole tan alto que lo pueda oír: «Héctor, ¡bien vengáis! ¿Qué os trae por aquí?» Cuando Héctor lo ve, descabalga, se quita el yelmo y le devuelve el saludo, más alegre que nadie, diciéndole: «Señor, iba a Camaloc, a defender a mí señora la reina frente a Mador de la Puerta, que la ha acusado de traición. —Os quedaréis esta noche conmigo, le dice Lanzarote, hasta que esté curado completamente; cuando deba ser el día de la batalla, iremos a la corte juntos; si entonces el caballero que ha hecho esta acusación no encuentra quien defienda a mi señora frente a él, no lo encontrará jamás.»

75.
En esto están los dos de acuerdo; entonces monta Lanzarote en su caballo y también lo hace Héctor; van directamente a la ermita donde Lanzarote había estado tanto tiempo. Cuando el venerable anciano vio a Héctor, le muestra una gran alegría por el amor que tiene a Lanzarote y porque ya lo había visto en otra ocasión. Aquella noche se interesó mucho Héctor por saber quién había herido a Lanzarote; éste se lo contó todo tal como había ocurrido y aquél lo consideró como algo extraordinario. Ocho días estuvieron allí, hasta que Lanzarote se curó completamente de la herida que le había ocasionado el cazador; quedó tan sano y salvo como nunca hasta aquel momento. Entonces, se marchó de casa del anciano y comenzó a cabalgar por aquellas tierras, con Héctor y dos escuderos nada más, de forma tan oculta que a duras penas se podía conocer que aquel era Lanzarote. Un día encontraron a Boores que cabalgaba en búsqueda de Lanzarote, por saber dónde lo podría encontrar, y que aquella misma semana se había separado de su hermano Lionel, a quien había dejado con el rey de Norgales, que lo retuvo para que le hiciera compañía. Cuando se encontraron, allí vierais la alegría que un primo hacía al otro. Entonces Boores apartó un poco a Lanzarote y le dijo: «¿Habéis oído las noticias de cómo mi señora la reina ha sido acusada ante el rey? —Sí, responde, ya me lo han contado. —Señor, añade Boores, sabed que me alegro mucho, pues si la reina no encuentra quien la defienda, a la fuerza tendrá que hacer las paces con vos y uno de nosotros combatirá contra Mador. —Ciertamente, replica Lanzarote, si me odiara siempre de tal forma que jamás me devolviera su paz, aún así estando yo vivo no querría que fuera deshonrada, pues desde que uso armas es la dama que más me ha honrado en el mundo; me lanzaré a defenderla, pero en modo alguno tan osado como en otras batallas, pues sé bien —por lo que he oído decir— que la sinrazón será mía y el derecho de la parte de Mador.» Los primos durmieron aquella noche en un castillo que se llamaba Alfáin; sólo quedaban, desde aquel día, cuatro para que se cumpliera el plazo. Entonces dijo Lanzarote a Héctor y a Boores: «Iréis a Camaloc y os quedaréis allí hasta el martes, que será el día de mi señora; mientras tanto, os enteraréis si alguna vez conseguiré la paz de mi dama, de tal forma que luego vendréis a mí, cuando yo ya haya vencido el combate —si es que a Nuestro Señor le place que yo tenga este honor— y me diréis lo que hayáis logrado saber de ella.» Le contestan que así lo harán gustosos. Por la mañana dejaron a Lanzarote, quien les prohibió decir absolutamente a nadie que iría a la corte. «Pero, concluyó, para que me reconozcáis cuando llegue, os digo que llevaré armadura blanca y escudo cruzado con una banda: con eso me podréis reconocer sin que los demás sepan quién soy.»

Así se separan los dos de Lanzarote, que se queda en el castillo acompañado de un solo escudero y hace que le preparen unas armas como las que había indicado.

La historia ahora deja de hablar de él y vuelve a su primo Boores.

76.
En esta parte cuenta la historia que cuando los dos primos se separaron de Lanzarote cabalgaron hasta llegar a Camaloc, a la hora de nona; y bien lo pudieron hacer, pues no había más que cuatro leguas inglesas desde Alfáin hasta Camaloc. Cuando descabalgaron y se hubieron desarmado, el rey fue a su encuentro para darles la bienvenida, pues eran dos de los caballeros que más apreciaba en el mundo; otro tanto hizo mi señor Galván y los más nobles de todos aquéllos, recibiéndolos con tan grandes honores como se merecían tales caballeros. Y cuando la reina oyó decir que habían llegado, tuvo tal alegría con su venida, que nunca la hubo mayor; dijo a una doncella que con ella estaba: «Doncella, desde que han venido estos dos, estoy segura de que no moriré sola, pues son tan nobles que pondrán en peligro sus cuerpos y sus almas antes de que yo reciba muerte allí donde ellos estuvieran. Bendito sea Dios que los ha traído en tal momento, pues de otra forma me hubiera ido muy mal.»

77.
Mientras ella decía estas palabras, llegó Boores, que estaba muy deseoso de hablar con la reina; tan pronto como ella le vio venir, se dirigió hacia él y le dijo que fuera bienvenido; éste le responde que Dios le dé alegría. «Ciertamente, contesta la reina, no puedo dejar de alegrarme, ya que habéis venido; antes pensaba estar alejada de toda alegría, pero ahora pienso que la voy a recuperar por Dios y por vuestra cercanía.» Boores le responde como si no supiera nada del asunto: «Señora, ¿a qué se debe que hayáis perdido toda la alegría y que la vayáis a recobrar por Dios y por mí? —¿Cómo, señor, pregunta ella, no sabéis cómo me ha ido desde que no me veis?» Responde que en absoluto. «¿No?, se extraña ella. Os lo contaré de forma que no mentiré ni en una palabra.» Entonces le explica la verdad de cómo sucedió, sin que faltara nada. «Ahora me acusa Mador de traición y no hay aquí ningún caballero tan valiente que se atreva a defenderme contra él. —Ciertamente, señora, dice Boores, si los caballeros os abandonan no debe extrañar, pues vos habéis abandonado al mejor caballero del mundo; y según me parece, no será gran contrariedad si os ocurre algún mal, pues vos hicisteis morir al mejor caballero que se conoció; por eso yo estoy ahora más alegre por esta desgracia que os ha llegado que por ninguna otra cosa que haya visto en mucho tiempo. Así sabréis y os daréis cuenta qué pérdida tiene quien pierde a un noble caballero; si ahora estuviera aquí, no dejaría por nada del mundo de combatir contra Mador, como supiera que éste no tenía razón. Pero gracias a Dios habéis llegado a tal situación que no encontraréis quien luche por vos, por lo cual estáis a punto de recibir todo tipo de afrenta. Es mi parecer. —Boores, replica la reina, cualquiera podrá abandonarme, pero sé bien que vos no lo haréis jamás. —Señora, le contesta, así me ayude Dios, en mí no encontraréis socorro, pues desde que me quitasteis a aquel a quien yo amaba sobre todos los hombres, no os debo ayudar sino perjudicaros con todo mi poder. —¿Cómo?, pregunta la reina, ¿os lo he quitado? —Sí, le contesta; de forma que no sé qué ha sido de él desde que le di noticias vuestras y no sé dónde se dirigió, como si estuviera muerto.»

78.
Entonces la reina se encuentra mal, comienza a llorar con gran aflicción y piensa que no sabe qué será de ella; cuando habla, dice tan alto que Boores la pueda oír bien: «¡Ay!, Dios, ¿por qué habré nacido si debo acabar mi vida en tan gran dolor?» Boores se marcha, pues con sus palabras se considera suficientemente vengado de la reina; cuando hubo salido de la habitación y ella vio que no encontraría nada que la reconfortase, comenzó una lamentación tan dolorosa y tan grande como si delante de ella estuviera muerta la cosa que más amara en el mundo. En voz baja dijo: «Mi buen y dulce amigo, bien sé ahora que los del linaje del rey Van no me amaban sino por vos; pues me han abandonado cuando pensaron que vos me dejasteis. Bien puedo decir ahora que en esta necesidad me faltaréis.»

79.
Mucho se lamenta la reina y llora noche y día, sin que cese jamás su dolor, antes bien, aumenta de día en día. El rey también está preocupado, pues no encuentra ningún caballero que por ella entre en el campo a combatir contra Mador: todos dicen que no tomarán parte, pues saben con certeza que la reina es culpable y que Mador tiene la razón. El mismo rey habló a mi señor Galván y le dijo: «Buen sobrino, os ruego por Dios y por mi amor que entréis en la lid contra Mador, para defender a la reina de las acusaciones que se le hacen.» El le responde: «Señor, estoy dispuesto a hacer vuestra voluntad, pero juradme como rey que me aconsejáis lealmente, tal como se debe hacer a un fiel caballero; pues sabemos que la reina mató al caballero y por eso es acusada; yo lo vi y muchos otros. Mirad ahora si puedo defenderla con lealtad, pues si lo puedo hacer, estoy dispuesto a entrar por ella en el campo de batalla; y si no lo puedo hacer, os aseguro que aunque fuera mi madre no entraría en la lid, pues aún no ha nacido aquel por quien yo me deshonraría.» El rey no halló otra respuesta en mi señor Galván, ni en ninguno de los demás nobles, pues sin lugar a dudas eran tales que no querían caer en la deshonra ni por el rey ni por ningún otro. El rey estaba muy entristecido y preocupado. La víspera de la batalla por la tarde, podíais ver en el salón de Camaloc a los más altos hombres del reino de Logres, reunidos para saber cómo acabaría la reina con su batalla; aquella tarde, muy entristecido le dijo el rey a la reina: «Ciertamente, señora, no sé qué decir de vos; todos los buenos caballeros de mi corte me han abandonado, por lo que podéis asegurar que mañana recibiréis muerte vergonzosa y vil. Yo hubiera preferido perder toda mi tierra antes de que ocurriera esto estando yo vivo, pues no amé nada en el mundo tanto como os he amado y como ahora os amo todavía.» Cuando la reina oye estas palabras, comienza a llorar con gran aflicción y otro tanto hace el rey; después de lamentarse un buen rato, el rey le pregunta a la reina: «¿Habéis requerido a Boores y a Héctor para que libren este combate por vos? —En realidad, señor, contesta la reina, no; pues no creo que hicieran tanto por mí, ya que no han recibido nada de vos y son de tierra extraña. —De todas formas, os aconsejo, replica el rey, que requiráis a ambos; y si os fallan estos dos también, no sabré qué decir ni qué decisión tomar.» Ella contesta que se lo pedirá por saber qué talante tienen.

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