La visita a las pirámides era una idea de Meneloto. Habían pasado cuatro días desde la partida del campo de batalla, cubierto con las negras y densas columnas de humo que se elevaban de las piras funerarias. Meneloto siempre venía a visitarlo por la noche. Se sentaba en un rincón oscuro para contarle cómo había escapado de los
amemet
para después viajar a las Tierras Rojas, donde se había unido a un grupo de mercenarios contratado para servir en el ejército real en la campaña contra los mitanni.
—Confío en ti, Amerotke —dijo Meneloto—. Tu sentencia en la Sala de las Dos Verdades fue acertada y justa. Sin embargo, he aprovechado mi estancia en las tierras salvajes para reflexionan Todo esto comenzó con la visita del faraón a la pirámide de Sakkara, con su entrada a través de las puertas secretas.
—¿Puertas secretas? —exclamó Amerotke.
—En aquel momento no le di ninguna importancia —confesó Meneloto—. Las pirámides, como todos sabemos, están llenas de galerías y pasajes secretos. Creí que el divino faraón quería visitar algún santuario o que había encontrado un tesoro oculto. Soy un soldado, Amerotke, cumplo órdenes.
—¿Cuántas veces entró en la pirámide?
—Tres o cuatro. Ipuwer y un pequeño destacamento nos llevaron hasta la pirámide de Kéops y permanecieron en el exterior. Nosotros subimos los escalones, entramos por una puerta pequeña en la cara norte y después cruzamos una entrada secreta. Yo me ocupé de montar guardia mientras el divino faraón y Amenhotep seguían adelante.
—¿Qué quieres que hagamos ahora?
—Debemos ir allí. ¡Debemos regresar! Descubrir de una vez por todas qué hay en el fondo de todo esto.
—¿Qué tengo que ver con este asunto?
—Tú tienes el cartucho real —señaló Meneloto—. Gozas del favor divino, nadie te hará preguntas. Tú eres el juez que juzga mi caso. Además, hay otra cosa.
—¿De qué se trata?
—Entre los seguidores del ejército se encontraban los
amemet
, no me cabe la menor duda. Como el resto de los chacales que siguen a los ejércitos, quizás hayan perdido a algunos de los suyos en la batalla, pero se han hecho con un cuantioso botín.
—Es probable que ahora estén aquí por el mismo motivo.
—No. Están aquí por alguna cosa más.
Amerotke se apartó del muro que rodeaba la pirámide, atento a cualquier presencia inesperada. Deseó que Shufoy estuviera allí. Desde que había salido del enclave real tenía una sensación de miedo. ¿Eran imaginaciones suyas o le seguían de verdad? ¿No se trataría del efecto que provocaba este lugar sagrado? Las siluetas misteriosas, las pirámides, los templos mortuorios, las mastabas, las calzadas desiertas y, a lo lejos, la luminosa y enigmática Esfinge azotada por la arena, que contemplaba el desierto con sus ojos ciegos. La sensación que transmitía el lugar era de un peligro inminente.
—¡Salud y prosperidad!
Amerotke se volvió, sobresaltado. Meneloto era un bulto oscuro en la penumbra. Se había acercado, sin separarse del muro, con el sigilo de un gato. El juez le estrechó la mano, y el capitán miró por encima del hombro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Amerotke.
—Estoy inquieto —admitió Meneloto. Movió la cabeza en dirección a la entrada—. Los sacerdotes que están de guardia duermen la mona. Tengo la sensación de que nos vigilan. Las sombras…
Se acercó y el magistrado olió su aliento a vino y cebollas.
—¿Crees en los fantasmas, Amerotke? ¿Que las sombras de los muertos sobreviven y tienen una existencia propia?
Amerotke se dio unos golpecitos en la sien.
—Ya tengo bastante fantasmas aquí dentro. —Amagó volverse pero Meneloto se lo impidió, cogiéndole del brazo.
—¿Tu esposa, la señora Norfret?
—Ella está bien —respondió. Repitió el movimiento y Meneloto no le soltó.
—Puedo leer en tu corazón, Amerotke. Creo que media Tebas lo ha hecho. Cuando te prometieron encasamiento con Norfret, yo era un joven oficial novato. Le hice la corte.
—¿Y
bien? —preguntó Amerotke, con un tono frío.
—Yo le gustaba —replicó Meneloto—, le gustaba mucho, pero su corazón y su cuerpo son tuyos, Amerotke. —Le soltó el brazo y comenzó a caminar—. Rindes culto a la verdad —añadió, por encima del hombro—, así que acéptala tal como es.
Entraron en el complejo de la pirámide, buscando su camino por senderos fangosos. Despertaron a uno de los sacerdotes de guardia. El anciano protestó a voz en grito por la intrusión, y planteó mil y una pegas que dejaron de serlo en cuanto vio el cartucho real. La voz de una mujer le llamó desde la habitación, pero el viejo le ordenó callar y se apresuró a guiar a los visitantes hasta el pie de la pirámide.
—¿Por qué ahora? —se lamentó el sacerdote—. ¡Falta muy poco para el amanecer!
—¿A ti qué más te da? —replicó el juez.
Cogió la antorcha de la mano del sacerdote y comenzó la lenta y fatigosa subida por los escalones hasta el acceso en la cara norte. El anciano siguió a la pareja: la entrada seguía abierta, el interior oscuro olía a moho. Encendieron cuatro teas y cogieron unas cuantas más. El sacerdote se sentó en la entrada.
—Esperaré aquí —anunció, con voz inquieta.
Amerotke y Meneloto, con una tea en cada mano, entraron en la pirámide. En el interior hacía un calor agobiante. El silencio parecía encerrar sus propios terrores como si los muertos se estuvieran reuniendo para espiarlos con ojos invisibles. Avanzaron por la galería principal hasta que se vieron obligados a doblar a la izquierda y bajar unos cuantos escalones.
—Este lugar lleva siglos abierto —comentó Meneloto, y el eco de su voz se extendió por el pasadizo—. Los ladrones y saqueadores de tumbas han llegado hasta los rincones más ocultos.
—¿Cómo encontraremos el camino de salida? —indagó Amerotke.
—El divino faraón también preguntó lo mismo —manifestó el capitán. Se acercó a la pared y levantó la tea—. Fíjate en las marcas de las flechas.
Al principio, Amerotke no las distinguió, pero acabó por descubrirlas. No todas tenían la forma de una flecha, sino que imitaban hojas, pero todas señalaban el camino por el que habían venido. Meneloto continuó la marcha.
—Mira, aquí tienes otra, cubren toda la pirámide. Kéops, el constructor, no sólo era un faraón sino también un gran mago. La pirámide tiene un laberinto de galerías y pasadizos. Algunos no conducen a ninguna parte, otros te hacen caminar en círculos hasta que caes agotado. Por lo tanto, busca las flechas, si las ves en una pared es que sigues el camino correcto.
Se adentraron en la pirámide. Al magistrado le costaba cada vez más dominar el miedo. Las paredes parecían estrecharse; algunas veces tenían que avanzar agachados por la inclinación del techo. En la mente de Amerotke esto ya no era un antiquísimo mausoleo, una tumba saqueada durante siglos, sino una cosa viviente que los vigilaba mientras decidía si cerraba o no las paredes para aplastar sus cuerpos hasta privarlos del último aliento. Afortunadamente, Meneloto conocía el camino. De vez en cuando, se detenía para verificar la presencia de las flechas en las paredes. También encontraron señales de otros que habían entrado en la pirámide antes que ellos. En un rincón vieron un esqueleto que sostenía en la mano un cuchillo con la hoja rota. No fue el único.
—Los ladrones continúan arriesgándose —comentó Meneloto en voz baja—, y pagan el precio.
Amerotke estaba a punto de responderle cuando oyó un ruido en los pasillos que había dejado atrás.
—¿Qué ha sido eso?
El juez se volvió y Meneloto desenvainó la daga.
—Estoy seguro de haber oído un grito —manifestó Amerotke, mirando al militar—. ¿Crees que nos siguen?
Meneloto señaló el suelo arenoso donde se veía las gotas de brea que caían de las antorchas.
—Quizá se trata del sacerdote. Pero continuemos, no podemos esperar.
Avanzaron a paso rápido. Meneloto se detuvo cuando llegó al final de una galería y suspiró, aliviado. Se acercó a la pared y comenzó a tocar algunas de las piedras. Amerotke alumbró el suelo con la antorcha; encontró unas marcas junto a la base de la pared. Levantó la cabeza al oír un ruido: las piedras se habían movido. Una puerta secreta se había abierto girando sobre los goznes aceitados, y la corriente de aire frío hizo bailar las llamas de las antorchas.
—Madera —le explicó Meneloto—. Madera pintada para simular la piedra. —Apagó una de las antorchas y la insertó con mucho cuidado, como si fuera una cuña, en el espacio entre la puerta y la pared—. Se abre desde el exterior —observó—, pero no sé si se puede abrir desde adentro. Aquí fue donde monté guardia mientras el divino faraón y Amenhotep seguían adelante.
El magistrado entró detrás de Meneloto. El suelo de la galería se inclinaba bruscamente y casi tuvieron que avanzar a la carrera para mantener el equilibrio. Abajo no había nada más que una cámara cuadrada, con el suelo, el techo y las paredes construidas con bloques de granito.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó Amerotke.
Meneloto, en cambio, ya estaba ocupado, revisando la pared en busca de otra puerta secreta. Amerotke advirtió que en una de las esquinas había un montón de arena apisonada, se acercó y comenzó a apartar la arena, y Meneloto se apresuró a ayudarlo. Encontraron una argolla de hierro en una de las piedras del pavimento. Después de mucho tironear y maldecir consiguieron levantar la piedra y dejarla a un lado. El capitán metió la antorcha por el hueco, alumbrando unas escaleras que se perdían más allá de donde llegaba la luz. Bajaron a toda prisa, pero a medida que se adentraban, el recinto parecía engullirse la luz de la antorcha.
—Es como una cámara del
duat
—opinó Meneloto—. Una de aquellas terribles salas del mundo subterráneo.
Avanzó un poco más, y entonces soltó una maldición. Amerotke se acercó de inmediato. Levantaron las antorchas y unieron las llamas; poco a poco, los ojos se acomodaron a la penumbra. Descubrieron que se encontraban en una enorme sala abovedada y con grandes pilares de madera a cada lado. Meneloto había topado contra uno de estos pilares. Vieron las grietas que cruzaban el techo.
—Por lo visto, comenzaba a derrumbarse —dijo Amerotke—, y colocaron los pilares para sostenerlo.
—¡En nombre del señor de la luz! —exclamó Meneloto, que se había adelantado un poco más.
Amerotke lo siguió; lo primero que pensó fue que una cantidad indeterminada de trozos de tela colgaban del techo, pero después vio que eran tiras de cuero, cada una rematada en un nudo corredizo. Se trataba de esqueletos, algunos reducidos a la calavera, parte de las costillas y la columna vertebral. Unas cuantas cuerdas estaban vacías, con los huesos que habían aguantado convertidos ahora en un montón de polvo en el suelo. Continuaron avanzando rodeados por los siniestros recuerdos del faraón muerto. La sala parecía no acabar nunca, llena de cuerdas y sus macabras cargas. Mientras caminaban, caía una fina lluvia de polvo del revoque que se desprendía del techo.
—Esto, sin duda, lo mandó construir Kéops —manifestó Amerotke—. Diseñó un laberinto secreto debajo de su pirámide. Excavaron tanto que los ingenieros tuvieron que poner pilares de refuerzo. Después, para asegurarse de que nadie divulgara la entrada, mandó ahorcar a los esclavos, convirtiéndolos en tétricos guardianes de sus secretos.
Las palabras del juez resonaron en la oscuridad. Amerotke se estremeció; cada vez tenía más miedo y le parecía que los muertos le iban acorralando. Un ejército de ahorcados. ¿Eran ahora demonios que custodiaban este lugar secreto? ¿Qué había querido oculta Kéops con tantas ansias? ¿Qué era tan especial que había necesitado cavar en las entrañas de la tierra y después matar a todos los testigos? Por todas partes se veían testimonios de los que habían trabajado aquí: jirones de telas, trozos de cerámica, herramientas.
Siguieron adelante, evitando los pilares y los esqueletos colgados del techo. El suelo estaba cubierto de huesos que se desmenuzaban debajo de sus sandalias, y con cada paso levantaban pequeñas nubes de polvo humano. Por fin llegaron a la pared donde terminaba la sala. Amerotke miró la inscripción tallada en el muro. Levantó la antorcha. Los jeroglíficos correspondían al período antiguo pero los había estudiado en la Casa de la Vida. Interpretó unas cuantas frases: «Kéops, amado del dios de la luz, faraón, rey, mago, ha colocado detrás de esta pared los secretos del tiempo: los registros correspondientes a cuando el dios y el hombre vivían en paz y armonía».
Amerotke se las leyó en voz alta a Meneloto.
«El tiempo de la primera era», entonó Amerotke. «El Zep Tepi, cuando el ser de luz, el creador en la cabeza de dios, envió a sus emisarios desde el cielo.»El magistrado hizo una pausa. Un sonido les llegó desde más allá de la sala como si alguien hubiese dejado caer un arma. El ruido resonó en este lugar de ultratumba como un toque de trompeta.
—Quédate aquí —susurró Meneloto—. Averigua todo lo que puedas.
Amerotke continuó leyendo apresuradamente, sin hacer caso de los jeroglíficos que no entendía. Ahora tenía clara la razón por la que Tutmosis había cambiado: al otro lado de esta pared se encontraban los archivos, los manuscritos que hablaban no de los dioses sino de un dios, un ser de luz, todopoderoso, creador de todas las cosas. Un dios que había caminado una vez entre los hombres; que había enviado a sus mensajeros desde las estrellas, más allá del horizonte lejano. Había sido un tiempo de abundancia, donde toda la creación había estado en armonía hasta que el hombre se había revelado y asesinado a los enviados de las estrellas, a unos seres a los que ahora daban nombres como Osiris y Horus. Amerotke pasó la mano sobre las piedras para ver si conseguía descubrir la puerta secreta. Tocó algo con el pie y lo recogió. Se trataba de un trozo de metal ennegrecido con los bordes dentados y, en apariencia, mucho más duro que cualquier otro metal conocido. No era bronce, pero se trataba de un metal elaborado por manos humanas. Lo utilizó para golpear la piedra, pero el metal no se melló; en cambio, el golpe dejó una marca en el granito, y produjo una consecuencia inesperada: el revoque del techo comenzó a desprenderse a trozos. Oyó el ruido de unas pisadas y, al cabo de un momento, apareció Meneloto a la carrera.
—Nos han seguido —susurró el capitán.
—¿Quién? —quiso saber Amerotke.
—Sólo lo saben los dioses de la luz. —Meneloto sujetó al magistrado por un brazo—. ¡Debemos marcharnos ahora mismo!