—Estaremos encantados de...
—Puedes confiar en que...
—Implícitamente...
—Decirle a todo el mundo...
—No; a todo el mundo, no...
—Sólo a la familia real...
—A todo el mundo, te digo...
—Estoy seguro de que ha dicho...
Cuando consiguió que se callaran y lo escucharan, Haplo les trasmitió el mensaje, teniendo buen cuidado de que fuera complicado y enrevesado.
Los delfines estuvieron muy atentos a sus palabras y, tan pronto como Haplo cerró la boca, se alejaron nadando a toda velocidad.
Cuando el patryn estuvo seguro de que los delfines habían dejado de prestarle atención, se acercó a nado hasta el sumergible, se encaramó a bordo, subió al perro y zarpó.
DRAKNOR
CHELESTRA
Haplo no había llegado nunca a dominar por completo el sistema de navegación de los enanos, el cual, según Grundle, se basaba en unos sonidos emitidos por las propias lunas marinas. Al principio, le preocupó si sería capaz de encontrar Draknor, pero pronto descubrió que dicha luna marina era fácil de localizar. Demasiado fácil. Las serpientes dragón dejaban a su paso una estela de un légamo repulsivo, un sendero de aguas turbias que conducía a la lóbrega oscuridad del mar que rodeaba la atormentada luna marina.
Una negrura absoluta lo envolvió. Había penetrado en las cavernas de Draknor y la visibilidad era nula. Temeroso de embarrancar, aminoró la velocidad del sumergible hasta que éste apenas se movió. Esperaba que no fuese necesario, pero, si era preciso, nadaría en aquellas aguas inmundas. Ya lo había hecho otras veces.
Hacía rato que tenía secas las manos y los antebrazos hasta las mangas húmedas de la camisa, que se había arremangado hasta el codo. Las runas eran aún sumamente débiles, pero ya volvían a ser visibles y, aunque apenas le proporcionaban la fuerza mágica de un niño de dos años, la presencia de su desvaído color azul resultaba reconfortante. Deseó no tener que mojarse otra vez.
La proa del sumergible rozó una roca. Haplo maniobró rápidamente hacia arriba y exhaló un suspiro al comprobar que la nave obedecía sin contratiempos. Debía de estar acercándose a la costa. Decidió arriesgarse a llevar la embarcación hasta la superficie.
Contempló de nuevo las runas de sus manos: azules, de un azul desvaído.
Haplo detuvo la nave por completo y estudió los signos mágicos. Se fijó, sobre todo, en su color tenue, más pálido que el de las venas que recorrían el revés de sus manos. Era algo extraño, muy extraño. Por débiles que fueran, las runas de su piel deberían haber brillado con fuerza, como reacción instintiva de su cuerpo al peligro de las serpientes. Sin embargo, esta vez no respondían como en otras ocasiones. Y lo mismo sucedía, advirtió, con sus demás instintos. Si no se había dado cuenta hasta entonces, era porque había estado demasiado concentrado en pilotar el sumergible.
En las anteriores ocasiones, al llegar tan cerca del cubil de las serpientes, Haplo apenas podía moverse, y menos aún pensar con claridad, a causa del terror paralizante y debilitador que emanaba de aquellos monstruos.
Pero, esta vez, Haplo no tenía miedo: al menos, se corrigió, no temía por sí mismo. Su miedo era más profundo. Era frío y lo retorcía por dentro.
—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó al perro, que se había acurrucado contra él y soltaba gañidos pegado a su pierna. Haplo le dio unas palmaditas tranquilizadoras, aunque a él tampoco le habría ido mal que alguien le diera confianza. El perro lanzó un gemido y se apretó todavía más a su amo.
Puso en marcha la nave de nuevo y la pilotó hasta la superficie con la atención dividida entre el agua, cada vez más luminosa, y los signos mágicos de su piel. Las runas no habían cambiado de aspecto.
A juzgar por la reacción de su cuerpo, las serpientes ya no estaban en Draknor. Pero, si no estaban allí, y tampoco con los mensch ni enfrentándose a los sartán, ¿dónde se habían metido?
El submarino emergió. Haplo echó una rápida ojeada a la orilla, localizó su nave y sonrió satisfecho al verla entera e intacta. Pero su miedo se intensificó, aunque los signos mágicos de su piel no le daban pie a sentirse inquieto.
Frente a la nave, entre las rocas, yacía el cuerpo del rey de las serpientes, muerto por el misterioso «mago de las serpientes» (que podía, o no, haber sido Alfred). No había rastro alguno de serpientes vivas.
Haplo varó el sumergible. Cauto y alerta, abrió la escotilla y salió a la cubierta superior. No iba armado, aunque había encontrado una provisión de hachas de guerra en una dependencia de la nave. Pero sólo las hojas potenciadas mediante magia podrían penetrar la piel de las serpientes y, de momento, Haplo estaba demasiado débil como para infundir su poder mágico al metal.
El perro lo siguió, con un gruñido de advertencia. Con las patas rígidas y el pelaje del cuello erizado, el animal tenía la vista fija en la cueva.
—¿Qué sucede, muchacho? —inquirió Haplo, nervioso. El perro se estremeció desde el hocico hasta la cola y miró a su amo suplicándole permiso para lanzarse al ataque.
—No, perro. Vamos a nuestra nave. Nos largamos de este lugar.
Haplo saltó de la cubierta, fue a caer sobre una arena repulsiva, cubierta de aquel limo, y se encaminó hacia su nave cubierta de runas siguiendo la línea de la costa. El perro continuó con sus ladridos y gruñidos y siguió los pasos de Haplo a regañadientes, sólo después de repetidas órdenes de su amo.
El patryn estaba a punto de llegar a su nave, cuando advirtió que algo se movía cerca de la boca de la caverna.
Se detuvo a observar por cautela, pero no especialmente preocupado. Ahora estaba lo bastante cerca de la nave como para alcanzar la seguridad de sus runas protectoras. Los ladridos del perro se convirtieron en gruñidos, y el animal levantó los belfos dejando a la vista unos dientes afilados.
Una figura emergió de la cueva.
Samah.
—Calma, muchacho —dijo Haplo.
El jefe del Consejo Sartán avanzaba con la cabeza baja y el paso desganado de quien camina sumido en profundos pensamientos. No había llegado allí en barco, pues no había más sumergibles anclados junto a la costa. Así pues, se había transportado mediante la magia.
Haplo observó de nuevo los signos de sus manos. Las runas tenían un tono un poco más oscuro pero seguían sin brillar, sin avisarle de la proximidad de un enemigo. A la vista de aquello y por deducción lógica, Haplo supuso que la magia de Samah, como la del propio Haplo, debía de ser inoperante. Seguramente, también el sartán se había mojado. Samah también estaba esperando, descansando, para recobrar las fuerzas necesarias para el viaje de vuelta. No significaba ninguna amenaza para Haplo, igual que éste no la representaba para él.
¿O acaso sí? En igualdad de condiciones y privados ambos de su magia, Haplo era el mas joven de los dos, el más fuerte. El combate sería tosco, indigno, propio de los mensch: dos hombres rodando por la arena, golpeándose con los puños. Haplo lo pensó mejor, suspiró y movió la cabeza.
Sencillamente, estaba demasiado agotado.
Además, Samah parecía haber recibido ya una paliza.
Haplo aguardó, quieto y en silencio. Samah no levantó la vista de sus preocupadas meditaciones. Habría sido capaz de pasar por delante del patryn sin advertir su presencia de no ser porque el perro, incapaz de contenerse al recordar pasadas afrentas, soltó un seco ladrido de advertencia: el sártan ya se había acercado suficiente.
Samah alzó la cabeza, sobresaltado por el sonido pero nada sorprendido, al parecer, de ver allí al perro y a su amo. El sartán apretó los labios, y su mirada fue de Haplo al pequeño sumergible que flotaba detrás de él.
—¿De vuelta con tu señor? —inquirió con frialdad. Haplo no consideró necesario responder. Samah asintió; él tampoco había esperado que lo hiciera. —Te alegrará saber que tus esbirros ya están en camino. Te han precedido y, sin duda, te aguarda un recibimiento de héroe. Su tono de voz era agrio; su mirada, sombría y cargada de odio. Y, acechando debajo, se intuía el miedo.
—En camino... —Haplo miró al sartán y, de pronto, comprendió. Comprendió qué había sucedido y entendió la razón de aquel miedo aparentemente irracional. Por fin sabía adonde habían ido las serpientes... y por qué.
—¡Condenado idiota! —Masculló Haplo—. ¡Has abierto la Puerta de la Muerte!
—Te advertí que lo haríamos si tus mensch nos atacaban, patryn.
—Fui yo quien os previno. La enana os contó lo que había oído. Las serpientes querían que abrierais la Puerta de la Muerte. Éste era su plan desde el principio. ¿No escuchaste a Grundle?
—¿De modo que ahora tengo que seguir los consejos de los mensch? — Samah soltó una risotada burlona.
—Parece que ellos tienen más juicio que tú. ¿Con qué intención has abierto la Puerta? ¿Para huir? No, seguro que no es ése tan plan. ¿Para buscar ayuda? Sí, exacto: pretendías encontrar ayuda. ¡Después de lo que te contó Alfred...! Pero, claro, no creíste ciertas sus palabras. Casi toda tu raza ha muerto, Samah. Los pocos de Chelestra sois los únicos que quedáis, aparte de un par de miles de cadáveres animados en Abarrach. Has abierto la Puerta de la Muerte, pero han sido las serpientes las que la han cruzado. Ahora extenderán su maldad a lo largo y ancho de los cuatro mundos. ¡Espero que se detuvieran lo suficiente como para darte las gracias!
—¡El poder de la Puerta debería haber detenido a las bestias! —Replicó Samah con voz grave, al tiempo que cerraba el puño—. ¡Las serpientes no deberían haber podido pasar!
—¿Igual que los mensch? ¿Crees que necesitan tu ayuda para entrar? ¿Todavía no lo has comprendido, sartán? Esas serpientes son más poderosas que tú, que yo, que mi señor o quizá que todos juntos. ¡No necesitan ayuda de nadie!
—¡No! ¡Ésas bestias tuvieron ayuda! —contestó Samah agriamente—. ¡Ayuda patryn!
Haplo abrió la boca para protestar, pero decidió que no merecía la pena. Estaba perdiendo el tiempo. El mal estaba extendiéndose y ahora, más que nunca, era imperioso que regresara para poner sobre aviso a su señor. Meneó la cabeza, dio media vuelta y echó a andar hacia su nave.
—Vamos, perro. Pero el animal ladró otra vez, reacio a moverse, y miró a Haplo con las orejas erguidas.
¿No había algo que querías preguntar, amo?
En efecto, a Haplo le vino a la cabeza un pensamiento, y se volvió.
—¿Qué ha sido de Alfred?
—¿Tu amigo? —Samah esbozó otra sonrisa burlona—. Ha sido enviado al Laberinto, el destino de todos los que predican herejías y conspiran con el enemigo.
—Supongo que sabes que era la única persona que podría haber detenido el mal, ¿verdad?
Por un instante, Samah pareció divertido con la idea.
—Si ese Alfred es tan poderoso como dices, podría haberme impedido que lo enviara a prisión. Pero no lo hizo. Al contrario, se dejó llevar al castigo sin apenas resistencia.
—Sí —murmuró Haplo en voz baja—. Eso es muy propio de él.
—Ya que aprecias tanto a tu amigo, patryn, ¿por qué no vuelves tú también a tu prisión para intentar rescatarlo?
—Quizá lo haga. ¡No, muchacho! —Añadió Haplo al advertir que el perro tenía la vista fija en el cuello de Samah—. Te pasarías la noche vomitando.
El patryn subió a su nave, soltó las amarras, arrastró adentro al perro —que aún seguía lanzando gruñidos a Samah— y cerró la escotilla. Una vez a bordo, Haplo corrió a la ventana del puente de mando de la nave para echar un vistazo al sartán. Con magia o sin ella, Haplo no se fiaba de él.
Samah permaneció inmóvil en la arena. Sus blancas ropas estaban mojadas y sucias, con el dobladillo embadurnado de limo y de sangre de las serpientes muertas. Tenía los hombros hundidos y la piel grisácea y parecía a punto de derrumbarse de puro agotamiento, pero, consciente probablemente de que lo estaba espiando, se mantuvo en pie muy erguido, con la mandíbula encajada y los brazos cruzados.
Satisfecho al comprobar que su enemigo seguía siendo inofensivo, Haplo volvió la atención a las runas marcadas a fuego en las planchas de madera del interior de la embarcación. Una a una, las trazó de nuevo mentalmente: runas de protección, runas de poder, runas para llevarlo de nuevo en el viaje extraño y aterrador a la Puerta de la Muerte, runas para asegurar su supervivencia hasta que alcanzara el Nexo. Pronunció una palabra y, en respuesta a ella, los signos mágicos empezaron a despedir un suave fulgor azulado.
Haplo exhaló un profundo suspiro. Por fin estaba a salvo, protegido, y se permitió relajarse un poco por primera vez en mucho, muchísimo tiempo. Tras cerciorarse de que tenía las manos secas, las colocó sobre la rueda del timón de la nave. Esta rueda también había sido potenciada con runas. El mecanismo de gobierno del sumergible no era tan poderoso como la piedra de gobierno que había utilizado a bordo del
Ala de Dragón
, pero tanto éste como la piedra estaban ahora en el fondo del mar..., si es que el mar de Chelestra tenía un fondo. La magia rúnica de la rueda del timón era tosca, elaborada con prisas, pero lo transportaría a través de la Puerta de la Muerte y eso era lo único que importaba.
Haplo maniobró para separar el sumergible de la orilla y observó de nuevo al sartán, cuya figura fue menguando a medida que se hacía mayor la extensión de aguas oscuras que los distanciaba.
—¿Qué vas a hacer ahora, Samah? ¿Te atreverás a entrar en la Puerta de la Muerte en busca de tu gente? No, me parece que no lo harás. Tienes miedo, ¿verdad, sartán? Sabes que has cometido un error terrible, un error que puede significar la destrucción de todo lo que te has esforzado en construir. Tanto si crees que las serpientes representan un poder maléfico superior como si no, esas bestias son una fuerza que escapa a tu comprensión y a tu control.