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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (6 page)

Hamid calló.

—Te lo quitaron todo —terminó la frase Hernando, con voz rasgada.

—Casi todo. —El alfaquí tomó otra uva pasa del cuenco. Hernando se inclinó hacia él—. Casi todo —repitió, esta vez con la pasa a medio masticar—. Pero no pudieron despojarnos de nuestra fe, que era lo que más deseaban. Y tampoco me quitaron…

Hamid se levantó con dificultad y se dirigió a una de las paredes de la choza. Allí, con el pie derecho escarbó en el suelo de tierra de la vivienda hasta topar con un tablón alargado. Tiró de uno de sus extremos y se agachó para recoger un objeto envuelto en tela. Hernando no necesitó que le dijera qué era: su forma curva y alargada lo revelaba.

Hamid desenvolvió el alfanje con delicadeza y se lo mostró al muchacho.

—Esto. Tampoco me quitaron esto. Mientras alguaciles, escribanos y secretarios se llevaban trajes de seda, piedras preciosas, animales y grano, logré esconder el bien más preciado de mi familia. Esta espada estuvo en manos del Profeta, ¡la paz y las bendiciones de Dios sean con Él! —afirmó solemnemente—. Según mi padre, el suyo le contó que fue una de las muchas que recibió Muhammad en pago del rescate de los idólatras coraixíes que hizo cautivos en la toma de La Meca.

De la vaina de oro colgaban pedazos de metal con inscripciones en árabe. Hernando volvió a estremecerse y sus ojos chispearon como los de un niño. ¡Una espada propiedad del Profeta! Hamid desenfundó la hoja que brilló en el interior de la choza.

—Estarás —afirmó dirigiéndose a la espada— en la recuperación de la ciudad que nunca debió perderse. Serás testigo de que nuestras profecías se cumplen y de que en al-Andalus volverán a reinar los creyentes.

4

Juviles, viernes, 24 de diciembre de 1568

Los rumores que corrían por el pueblo desde hacía dos días se confirmaron con las palabras de una partida de monfíes que lo cruzaron camino de Ugíjar.

—Todas las gentes de guerra de las Alpujarras deben reunirse en Ugíjar —ordenaron desde sus caballos a los habitantes de Juviles—. El levantamiento se ha iniciado. ¡Recuperaremos nuestras tierras! ¡Granada volverá a ser musulmana!

Pese al secreto con que los granadinos del Albaicín trataban de llevar la revuelta, la consigna de que «a fin de año habrá nuevo mundo» corrió por las sierras, y monfíes y alpujarreños no esperaron al día de Año Nuevo. Un grupo de monfíes asaltó y dio cruel muerte a varios funcionarios que cruzaban las Alpujarras de camino a Granada para celebrar la Navidad, y que, como era costumbre en ellos, se habían dedicado a robar indiscriminada e impunemente a su paso por pueblos y alquerías. Otros monfíes se atrevieron con un pequeño destacamento de soldados y, por fin, los moriscos del pueblo de Cádiar se sublevaron en masa, saquearon la iglesia y las casas de los cristianos y los mataron salvajemente a todos.

Tras el paso de los monfíes, mientras los cristianos se encerraban en sus casas, el pueblo de Juviles se sumió en la agitación: los hombres se armaron con dagas, puñales y hasta alguna vieja espada o un inútil arcabuz que habían conseguido esconder celosamente a los alguaciles cristianos; las mujeres recuperaron los velos y los coloreados vestidos de seda, lino o lana, bordados en oro o plata, y salieron a la calle con las manos y los pies tatuados con alheña y ataviadas con aquellas vestiduras tan diferentes de las cristianas. Algunas con marlotas hasta la cintura, otras con largas almalafas terminadas en pico por la espalda; debajo, túnicas orladas; en las piernas, bombachos plisados en las pantorrillas y medias gruesas y arrugadas en los muslos, enrolladas desde los tobillos hasta las rodillas, donde se unían a los bombachos. Calzaban zuecos con correas o zapatillas. Todo el pueblo era un estallido de color: verdes, azules, amarillos… Había mujeres engalanadas por todas partes, pero siempre, sin excepción, con la cabeza cubierta: algunas sólo ocultaban el cabello; la mayoría, todo el rostro.

Aquel día Hernando llevaba desde primera hora de la mañana ayudando a Andrés en la iglesia. Preparaban la misa de la noche de Navidad. El sacristán repasaba una vez más una espléndida casulla bordada en oro cuando las puertas del templo se abrieron violentamente y un grupo de moriscos vociferantes entraron por ellas. Entre la turba, el sacerdote y el beneficiado, que habían sido sacados a rastras de sus casas, trastabillaban, caían al suelo y eran levantados a patadas.

—¿Qué hacéis…? —alcanzó a gritar Andrés tras acudir a la puerta de la sacristía, pero los moriscos le abofetearon y lo tiraron al suelo. El sacristán fue a caer a los pies de don Martín y don Salvador, que seguían sufriendo constantes golpes y zarandeos.

Hernando, cuya primera reacción había sido seguir a Andrés, se apartó atemorizado ante la entrada de aquella turba de hombres en la sacristía. Aullaban, gritaban y lanzaban patadas hacia todo cuanto se interponía en su camino. Uno de ellos barrió con el antebrazo los objetos que reposaban sobre la mesa de la estancia: papel, tintero, plumas… Otros se dirigieron a los armarios y empezaron a extraer su contenido. De pronto, una mano áspera lo agarró del pescuezo y lo arrastró fuera de la sacristía, empujándolo hacia donde se encontraban el sacerdote y sus ayudantes. Hernando se magulló el rostro al caer al suelo.

Mientras, varios grupos de moriscos empezaban a llegar empujando sin miramientos a las familias cristianas del pueblo, que fueron llevadas a empellones frente al altar, junto a Hernando y los tres eclesiásticos. Todo Juviles se había reunido en el templo. Las mujeres moriscas empezaron a bailar alrededor de los cristianos, lanzando agudos «yu-yús» que producían con bruscos movimientos de lengua. Desde el suelo, atónito, Hernando observaba la escena: un hombre orinaba sobre el altar, otro se empeñaba en cortar la maroma de la campana para silenciarla, mientras otros destrozaban a hachazos imágenes y retablos.

Frente al sacerdote y los demás cristianos se fueron amontonando los objetos de valor: cálices, patenas, lámparas, vestiduras bordadas en oro… Todo ello entre la ensordecedora algazara que los gritos de los hombres y los cánticos de las mujeres originaban en el interior de la iglesia. Hernando dirigió la mirada hacia dos fuertes moriscos que intentaban desgajar la puerta de oro del sagrario. El fragor del lelilí dejó de retumbar en sus oídos y todos sus sentidos se concentraron en la imagen de los grandes pechos de su madre que oscilaban al ritmo de una danza delirante. La larga melena negra le caía sobre los hombros; su lengua aparecía y desaparecía frenéticamente de su boca abierta.

—Madre —susurró. ¿Qué hacía? ¡Aquello era una iglesia! Y además… ¿cómo podía mostrarse así ante todos los hombres…?

Como si hubiese escuchado aquel leve susurro, ella volvió el rostro hacia su hijo. A Hernando le pareció que lo hacía despacio, muy despacio, pero antes de que se diese cuenta, Aisha estaba plantada frente a él.

—Soltadlo —exigió jadeante a los moriscos que le vigilaban—. Es mi hijo. Es musulmán.

Hernando no podía apartar su atención de los grandes pechos de su madre, que ahora caían, flácidos.

—¡Es el nazareno! —escuchó que decía uno de los hombres a sus espaldas.

El mote le devolvió a la realidad. ¡Otra vez el nazareno! Se volvió. Conocía al morisco: se trataba de un malencarado herrador con el que su padrastro discutía a menudo. Aisha agarró a su hijo de un brazo e intentó arrastrarle consigo, pero el morisco se lo impidió de un manotazo.

—Espera a que tu hombre vuelva con las mulas —le dijo con sorna—. Él decidirá.

Madre e hijo cruzaron la mirada; ella tenía los ojos entrecerrados y los labios apretados, trémulos. De repente Aisha se volvió y echó a correr. El sacristán, al lado de Hernando, intentó pasarle un brazo por los hombros, pero el muchacho, asustado, se zafó de él instintivamente y se volvió hasta donde le permitieron los guardianes para ver cómo su madre abandonaba la iglesia. Tan pronto como el cabello negro de Aisha desapareció tras la puerta, el tumulto estalló de nuevo en sus oídos.

Todo Juviles era una zambra. Los moriscos cantaban y bailaban por las calles al son de panderos, sonajas, gaitas, atabales, flautas o dulzainas. Las puertas de las casas de los cristianos aparecían descerrajadas. Al entrar en su pueblo, Brahim se acomodó, orgulloso y apuesto, en la montura del caballo overo desde la que encabezaba una partida de moriscos armados. A la comitiva le costaba avanzar debido al tumulto que reinaba en las calles: hombres y mujeres danzaban a su alrededor, celebrando la revuelta.

El arriero se había sumado al levantamiento en Cádiar, donde le sorprendió trajinando. Allí había luchado codo a codo con el Partal y sus monfíes contra una compañía de cincuenta arcabuceros cristianos a la que aniquilaron.

Brahim preguntó por los cristianos del pueblo y varias personas, entre gritos y saltos, le señalaron la iglesia. Allí se dirigió para entrar en ella montado sobre el overo. Parado en la puerta, mientras el caballo resoplaba inquieto, la algarabía cesó los instantes necesarios para que se oyese el débil intento de protesta de don Martín.

—¡Sacríl…!

El sacerdote fue inmediatamente silenciado a puñetazos y patadas. Brahim azuzó al overo para que pasase sobre los pedazos de retablos, cruces e imágenes que se desparramaban por el suelo, y el gentío volvió a estallar en gritos. Shihab, el alguacil del pueblo, le saludó desde donde estaban reunidos los cristianos, frente al altar, y Brahim se dirigió a ellos.

—Todas las Alpujarras se han levantado en armas —dijo al llegar hasta Shihab, sin desmontar del caballo de color melocotón—. Por orden del Partal, he traído a las mujeres, los niños y los ancianos moriscos que no pueden luchar, para que se refugien en el castillo de Juviles, donde también he dejado el botín logrado en Cádiar.

El castillo de Juviles estaba a dos tiros de arcabuz a levante del pueblo, sobre una plataforma rocosa de casi mil varas de altura y de muy difícil acceso. La edificación databa del siglo X y conservaba los muros y varias de sus originarias nueve torres semiderruidas, pero el interior era lo bastante grande como para acoger a los moriscos refugiados de Cádiar, así como un lugar seguro para almacenar el botín obtenido en esa rica localidad.

—¡En Cádiar ya no quedan cristianos vivos! —gritó Brahim.

—¿Qué debemos hacer con éstos? —le preguntó el alguacil señalando al grupo frente al altar.

Brahim se disponía a contestar, pero una pregunta se lo impidió:

—¿Y con éste? ¿Qué hacemos con éste? —El herrador salió desde detrás del grupo de cristianos con Hernando agarrado del brazo.

Una sonrisa cruel se dibujó en el rostro de Brahim cuando clavó la mirada en su hijastro. ¡Aquellos ojos azules de cristiano! De buena gana los arrancaría…

—¡Siempre has dicho que era un perro cristiano! —le imprecó el herrador.

Era cierto, lo había repetido mil veces… pero ahora necesitaba al muchacho. El Partal se había mostrado tajante cuando Brahim le pidió la espada, el arcabuz y el caballo overo del capitán Herrera, el jefe de los soldados de Cádiar.

—Tu trabajo es el de arriero —le había contestado el monfí—. Te necesitaremos. Hay que transportar todos los bienes que tomemos de estos bellacos para trocarlos por armas en Berbería. ¿De qué te va a servir un caballo si debes andar con los bagajes?

Pero Brahim quería aquel caballo. Brahim ardía en deseos de utilizar la espada y el arcabuz del capitán contra los odiados cristianos.

—La recua la dirigirá mi hijastro Hernando —había replicado al Partal casi sin pensar—. Es capaz de hacerlo: sabe herrar y curar a los animales, y éstos le obedecen. Yo dirigiré a los hombres que me proporciones para defender los bagajes y el botín que transportemos.

El Partal se acarició la barba. Otro monfí, el Zaguer, que conocía bien a Brahim y se hallaba presente, intercedió por él.

—Puede ser mejor soldado que arriero —alegó—. No le falta valor ni destreza. Y conozco a su hijo: es hábil con las mulas.

—De acuerdo —cedió el Partal tras unos instantes de reflexión—. Lleva a la gente a Juviles y cuida de los bienes que tomamos. Tú y tu hijo responderéis de ellos con la vida.

Y ahora aquel herrador pretendía hacer cautivo a Hernando como cristiano. Brahim balbuceó unas palabras ininteligibles desde lo alto del overo.

—¡Tu hijastro es cristiano! —insistió a gritos el herrador—. Eso es lo que asegurabas a todas horas.

—¡Díselo, Hernando! —intervino Andrés. El sacristán se había incorporado y avanzaba hacia el chico. Uno de los vigilantes fue a echarse encima del sacristán, pero el alguacil se lo impidió—. ¡Reconoce tu fe en Cristo! —suplicó el sacristán una vez libre, con los brazos extendidos.

—Sí, hijo. Reza al único Dios —añadió don Martín, con el rostro ensangrentado y la cabeza gacha—. Encomiéndate al verdadero… —Un nuevo puñetazo atajó la frase.

Hernando paseó la mirada por los presentes, musulmanes y cristianos. ¿Qué era él? Andrés se había volcado en su instrucción más que en la de los otros muchachos del pueblo. El sacristán le había tratado mejor que su padrastro. «Sabe hablar árabe y castellano, leer, escribir y contar», sostenían interesadamente por su parte los moriscos. Y, sin embargo, Hamid también le había tomado bajo su custodia, y ya fuera en los campos o en su choza le enseñaba con tesón las oraciones y la doctrina musulmana, la fe de su pueblo. ¡En Cádiar ya no quedaban cristianos vivos! Eso aseguraba Brahim. Un sudor frío le empapó la frente: si le considerasen cristiano, le condenarían a… El griterío había cesado y gran parte de los moriscos murmuraban cerca del grupo.

El caballo de Brahim piafó contra el suelo. ¡Hernando era cristiano!, parecía reflejar el rostro del jinete. ¿Acaso no era hijo de un sacerdote? ¿Acaso no sabía más de las leyes de Cristo que cualquier musulmán? ¿Y si su segundo hijo, Aquil, pudiera hacerse cargo de la recua? El Partal no conocía a sus hijos. Podría decirle…

—¡Decídete! —le exigió Shihab.

Brahim suspiró; su atractivo rostro esbozó una aviesa sonrisa.

—Quedáoslo…

—¿Qué hay que decidir? ¿Qué hay que quedarse?

La voz de Hamid acalló los murmullos. El alfaquí vestía una sencilla túnica larga que realzaba la vaina de oro del largo alfanje que colgaba de una cuerda a modo de cinto. Trataba de andar lo más erguido que su pierna le permitía. El tintineo de los pedazos de metal que colgaban de la vaina pudo escucharse en el interior del templo. Algunos moriscos miraron con atención intentando adivinar qué inscripciones había en ellos.

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