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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (10 page)

Pero la Vieja se detuvo. Hernando la arreó con la voz, pero el animal se negó con tozudez: presentía la presencia de una persona tras la revuelta.

—¿Qué sucede, Vieja? —preguntó empezando a superarla para ver qué…

Hernando se acercó todavía más al recodo y la Vieja reculó, como si quisiera impedir que su dueño la superase. El muchacho se detuvo en seco. No transcurrió ni un instante antes de que Ubaid apareciese en el camino, amenazando con el cuchillo; las mulas se alejaban y tenía que rematar su plan. Hernando, detrás de la Vieja, hizo ademán de huir pero rectificó y cogió un gran candelabro de plata maciza de cinco brazos que sobresalía de una de las alforjas.

Los dos se retaron, con la Vieja de por medio. Hernando, con la espalda empapada en un sudor más frío que el de la temperatura de la sierra, intentaba controlar el temblor de sus manos, de todo su cuerpo, mientras apuntaba con el largo candelabro hacia el arriero de Narila. Un escabroso barranco, insondable, se abría a su costado derecho. Ubaid miró al abismo: un golpe con aquel candelabro…

—¡Atrévete! —le desafió Hernando con un chillido nervioso.

El arriero de Narila sopesó la situación y guardó el puñal en el cinto.

—Creí que te perseguían los cristianos —se excusó con cinismo antes de darle la espalda.

Hernando ni siquiera volvió la cabeza. Le costó volver a colocar el candelabro en la alforja; de repente se dio cuenta de su peso. Temblaba, mucho más de lo que lo había hecho al enfrentarse con Ubaid, y casi no podía controlar sus manos. Al final se apoyó en la grupa de la Vieja y le palmeó el anca agradecido. Continuó el camino, asegurándose de que la mula superaba cada uno de los recodos antes que él.

Jaleados por la chiquillería que salió a recibirles, ascendieron la empinada cuesta que llevaba al castillo de Juviles bien entrada la tarde del día de San Esteban. Hernando no perdía de vista a Ubaid, que iba por delante de él. A medida que se acercaban, percibieron la música y los aromas de las comidas que se preparaban en su interior. Tras las semiderruidas murallas del fuerte los esperaban las mujeres y los ancianos de Cádiar, así como muchas otras gentes de diferentes lugares de las Alpujarras, principalmente mujeres, niños y ancianos, que acudían en busca de refugio, ya que sus padres o esposos se habían sumado al levantamiento. En el interior del amplio recinto, jalonado por nueve torres defensivas —algunas destruidas, otras todavía irguiéndose con arrogancia sobre el abismo—, se abigarraban como en un bazar decenas de tiendas y chozas hechas con ramas y telas, que guardaban las pertenencias de cada familia. Las hogueras relumbraban en cualquier espacio que se abriese entre las tiendas; los animales se mezclaban con niños y ancianos, mientras las mujeres, ataviadas con coloreados trajes moriscos, se dedicaban a cocinar. La algarabía y los aromas lograron que Hernando se relajase: no se trataba de las ollas o pucheros con verduras y tocino que comían los cristianos; el aceite quemaba por doquier. Desfilaron junto a las tiendas entre la ovación general, y una mujer le ofreció un dulce de almendra y miel, otra un buñuelo y una tercera una sabrosa y trabajada confitura recubierta de alcorza. Aquí y allá, por grupos, sonaban panderos, gaitas y atabales, dulzainas y rabeles. Mordió la alcorza y en su boca se mezclaron los sabores del azúcar, el almidón y el almizcle, del ámbar, del coral rojo y las perlas, del corazón de ciervo y del agua de azahar; luego, entre fuegos y mujeres, cantos y bailes, aspiró el aroma del cordero, la liebre y el venado, y de las hierbas con las que los cocinaban: el cilantro, la hierbabuena, el tomillo y la canela, el anís, el eneldo y mil más de ellas. Las recuas de mulas cruzaron con dificultad el fuerte hasta uno de sus extremos, donde se asentaban los restos de la antigua alcazaba y se hallaba depositado el botín hecho en Cádiar. Las cautivas cristianas recién llegadas fueron asaltadas por las moriscas, quienes las despojaron de sus escasas pertenencias antes de ponerlas a trabajar.

Con la ayuda de los hombres a los que Brahim había encargado la protección del botín de Cádiar, Hernando y Ubaid empezaron a descargar las mulas y a amontonar los objetos de valor; ambos estaban tensos y se vigilaban el uno al otro. En ello estaban, transportando los frutos de la rapiña desde las alforjas al interior de la alcazaba, cuando las zambras y gritos fueron silenciándose hasta que todos pudieron escuchar la voz de Hamid que llamaba a la oración desde el campanario de Juviles, ahora convertido en minarete. El castillo disponía de dos grandes aljibes que proporcionaban agua de la sierra, limpia y pura. Cumplieron con las abluciones y la oración, y después regresaron a su tarea; en el interior de la alcazaba se acumulaba un considerable tesoro compuesto por gran cantidad de objetos de valor, joyas y todos los dineros desvalijados a los cristianos.

Hernando dejó que sus ojos recorrieran el oro y la plata amontonada. Absorto en la pequeña fortuna acumulada, no se percató de la proximidad de Ubaid. Tras la oración de la noche, la oscuridad de la alcazaba sólo se veía rota por un par de antorchas. La algarabía había empezado de nuevo. Brahim charlaba con los soldados de guardia más allá de la entrada a la alcazaba.

Ubaid le empujó al pasar junto a él.

—La próxima vez no tendrás tanta suerte —masculló.

¡La próxima vez!, se repitió Hernando. ¡Aquel hombre era un ladrón y un asesino! Estaban solos. Miró al arriero. Pensó unos instantes. ¿Y si…?

—¡Perro! —le insultó entonces.

El arriero se volvió sorprendido justo en el momento en que Hernando saltaba sobre él. El muchacho salió despedido por la bofetada con que le recibió Ubaid. Hernando trastabilló más de lo necesario para dejarse caer sobre el tesoro morisco, justo donde se encontraba una pequeña cruz de oro y perlas en la que se había fijado antes. El alboroto llamó la atención de Brahim y los soldados.

—¿Qué…? —empezó a decir Brahim, plantándose en el interior de la alcazaba en un par de zancadas—, ¿qué haces encima del botín?

—Me he caído. He tropezado —tartamudeó Hernando, al tiempo que se sacudía la ropa, con la cruz escondida en la palma de su mano derecha.

Ubaid contemplaba la escena con extrañeza. ¿A qué había venido el súbito ataque del muchacho?

—Torpe —le recriminó su padrastro acercándose al tesoro para comprobar de una ojeada que ningún objeto se hubiera roto.

—Me voy a Juviles —soltó Hernando.

—Tú te quedas… —empezó a decir Brahim.

—¿Cómo quieres que me quede? —levantó la voz y gesticuló exageradamente. Llevaba la joya al cinto, tapada por la marlota que se había procurado de entre las ropas de los cristianos de Alcútar—. ¡Sígueme! ¡Mira!

Sin más dilación salió de la alcazaba y se dirigió a las recuas de mulas. Un confundido Brahim le siguió.

—Ésta lleva suelta una herradura. —Hernando levantó la mano de una de las mulas y movió la herradura—. Aquélla empieza a tener una matadura. —Para llegar a la que señalaba, el muchacho se deslizó entre las mulas de Ubaid—. No. No es ésa —añadió desde detrás de una de las del arriero de Narila.

Se puso de puntillas con los brazos a los costados y simuló buscar cuál era la que tenía la matadura. Mientras lo hacía, escondió la cruz entre los arreos de la mula de Ubaid.

—Aquélla. Sí, aquélla. —Llegó hasta el animal y levantó su guarnición. Las manos le temblaban y sudaban, pero la pequeña matadura que había observado durante el camino apareció a la vista de su padrastro—. Y ésta debe de tener algo en la boca puesto que no ha querido comer —mintió—. ¡Tengo las herramientas y los remedios en el pueblo!

Brahim echó un vistazo a los animales.

—De acuerdo —cedió tras pensar unos instantes—. Ve a Juviles, pero estate dispuesto a volver en cuanto te lo ordene.

Hernando sonrió a Ubaid, que contemplaba la escena desde la puerta de la alcazaba, junto a los soldados. El arriero frunció el ceño y entrecerró los ojos ante la sonrisa; luego le amenazó con el índice antes de perderse entre las tiendas, donde las mujeres empezaban a servir la cena. Brahim hizo ademán de seguirle.

—¿No vas a comprobar? —le detuvo su hijastro.

—¿Comprobar? ¿Qué…?

—No quiero problemas con el botín —le interrumpió con seriedad Hernando—. Si llegase a faltar algo…

—Te mataría. —Brahim se inclinó sobre el muchacho con los ojos cerrados en dos finas líneas.

—Por eso mismo. —Hernando tuvo que esforzarse para controlar el temblor que amenazaba a su voz—. Se trata del botín de nuestro pueblo; la prueba de su victoria. No quiero problemas. ¡Revisa mis mulas!

Brahim así lo hizo. Comprobó que las alforjas estuvieran vacías, comprobó los intersticios de los arreos e incluso exigió del muchacho que se despojase de la marlota para cachearlo antes de dejarle abandonar el castillo.

Una vez libre, serpenteando entre las tiendas con las mulas en fila, Hernando volvió la mirada: Brahim registraba entonces los animales de Ubaid.

—¡Arre! —apremió a la recua.

Hernando y sus mulas llegaron a Juviles ya entrada la noche. Los cascos de las caballerías sobre el empedrado quebraban el silencio del pueblo. Algunas moriscas se asomaron a las ventanas para obtener noticias de la revuelta, pero desistieron al comprobar que quien mandaba la recua era el joven nazareno. Aisha le esperaba en la puerta: la Vieja se había adelantado. Arreó a las demás mulas para que continuaran hacia el establo y se detuvo frente a su madre. La titilante luz de la candela que alumbraba el interior de la casa jugueteaba con el perfil de su madre. En aquel momento recordó sus enormes pechos danzando en la iglesia al son de los «yu-yús»; sin embargo, al instante, la visión se convirtió en la Aisha suplicante que había ido a obtener la ayuda de Hamid.

—¿Y tu padre? —le preguntó.

—Se ha quedado en el castillo.

Aisha se limitó a abrir los brazos. Hernando sonrió y se adelantó hasta sentir su abrazo.

—Gracias, madre —susurró.

En aquel mismo instante notó el cansancio: las piernas parecieron ceder y todos sus músculos se relajaron. Aisha estrechó el abrazo y empezó a canturrear una canción de cuna, meciendo a su hijo en pie. ¡Cuántas veces había escuchado aquella melodía de niño! Después…, después vinieron los demás hijos de Brahim y él…

Una linterna parpadeó junto a las últimas casas del pueblo. Aisha se volvió hacia ella.

—¿Has cenado? —preguntó de repente, nerviosa, tratando de separarlo. Hernando se resistió. Prefería aquel abrazo a la comida—. ¡Vamos, vamos! —insistió—. Te prepararé algo.

Entró decidida en la casa. Hernando permaneció un momento parado, deleitándose en el aroma de aquella ropa y aquel cuerpo que tan pocas veces podía abrazar.

—¡Venga! —le espetó su madre desde dentro de la casa—. Hay mucho que hacer y es tarde.

Desaparejó los animales, les echó cebada en el pesebre y Aisha le llevó una buena ración de migas de pan, huevos y una naranjada. Mulas y mulero comieron en silencio. Aisha, sentada al lado de su hijo, le acariciaba el cabello con dulzura mientras escuchaba el relato de lo acontecido desde su partida de Juviles. Le besó en la cabeza al escucharle contar, con la voz embargada por el llanto, la muerte de Gonzalico.

—Tuvo su oportunidad —trató de consolarle—. Tú se la diste. Esto es una guerra. Una guerra contra los cristianos: todos la sufriremos, no te quepa duda.

Hernando terminó de cenar y su madre se retiró. Entonces él se dedicó a curar a las mulas. Las inspeccionó: ya saciadas, todas, incluso las nuevas, descansaban con el cuello colgando y las orejas gachas. Por un momento cerró los ojos, vencido por el cansancio, pero se obligó a levantarse; Brahim podía mandarle llamar en cualquier momento. Herró a aquella que lo necesitaba. En la noche, el martilleo resonó por cañadas y barrancos mientras rectificaba la herradura de hierro dulce sobre el yunque para lograr darle la forma casi cuadrangular propia de los berberiscos. Brahim insistía en continuar con la técnica árabe, renegando de las herraduras semicirculares de los cristianos. Y Hernando estaba de acuerdo con él: el reborde saliente que quedaba en las herraduras debido a las características de los clavos que utilizaban permitía a las caballerías andar con seguridad por caminos escarpados. Luego, una vez herrada la mula y al contrario de como lo hacían los cristianos, cortó la parte del casco que sobresalía de la herradura. Terminó de herrar, comprobó los cascos de todas las demás mulas, y al final se volcó en curar las mataduras de la que había señalado en el castillo. Le había pedido a su madre que encendiera el fuego antes de retirarse. Entró en la casa sin preocuparse por sus cuatro hermanastros que dormían revueltos en la pequeña estancia que hacía las veces de cocina y comedor. Pronto recuperarían sus habitaciones del piso superior, junto a la de su madre y Brahim, cuando los casi dos mil capullos de seda que se agarraban a las andanas de zarzos dispuestas en las paredes fueran desembojados; mientras tanto, los capullos debían cosecharse en silencio y tranquilidad, y sus hermanastros se veían obligados a cederles sus habitaciones. Calentó agua y puso a cocer miel y euforbio, que dejó en el fuego mientras iba a masajear con el agua caliente la zona herida de la mula. Volvió al fuego y mejoró la cocción con sal envuelta en un paño. Cuando consideró que el remedio estaba listo, lo aplicó a la rozadura. Aquella mula no podría trabajar en algunos días por mucho que eso disgustara a Brahim. Contempló los animales con satisfacción, llenó sus pulmones del aire helado de la sierra y llevó su mirada hacia los perfiles de las montañas que rodeaban Juviles: todos contorneados en las sombras salvo el cerro del castillo, alumbrado por el fulgor de las hogueras de su interior. «¿Qué le habrá sucedido a Ubaid?», pensó, mientras se encaminaba al cobertizo para dormir lo poco que restaba de la noche.

8

A la mañana siguiente Hernando se levantó al alba. Hizo sus abluciones y atendió a la llamada de Hamid a la primera oración del día. Se inclinó dos veces y recitó el primer capítulo del Corán y la oración del
conut
antes de sentarse en tierra apoyando el costado derecho para continuar con la bendición y terminar entonando la paz. Sus hermanastros, también levantados, trataron de imitarle, balbuceando unas oraciones que no dominaban. Luego volvió a curar las mataduras de la mula y tras desayunar se encaminó a casa de Hamid. ¡Tenía tantas cosas que contarle! ¡Tantas preguntas que formularle! Los cristianos de Juviles todavía permanecían encerrados en la iglesia a pan y agua; Hamid insistía en procurar su conversión al islam. Sin embargo, al llegar a las cercanías de la iglesia, encontró a mujeres, niños y ancianos alborotados. Se unió a un grupo que se había reunido alrededor de los restos de la destrozada campana de la iglesia.

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