En un momento determinado se giró, miró hacia la oscuridad sin ver nada y preguntó con una vocecilla vacilante:
—¿Eres tú, Prokop? Ven, ya te estaba esperando.
A Prokop no le extrañó, sólo sintió un alivio inconmensurable.
—Ya voy —suspiró—, ¡es que he tenido que correr tanto!
El abuelito se acercó a él y tocó su abrigo.
—Estás todo mojado —dijo en tono de reproche—. Encima te vas a acatarrar.
—Abuelo —soltó Prokop—, ¿sabes que Grottup ha saltado por los aires?
El ancianito meneó la cabeza apenado.
—¡Y cuánta gente mató aquella vez! Estás reventado, ¿verdad? Siéntate en el pescante, que yo te llevo. —Trotó hacia el caballo y le desató despacio el saquito de avena—. Jía, jía, ya es suficiente —siseó—. Nos vamos, ha venido un invitado.
—¿Qué es lo que lleva debajo de la lona? —preguntó Prokop.
El viejecillo se volvió hacia él y se rió.
—El mundo —dijo—. ¿Todavía no has visto el mundo?
—No.
—Entonces te lo enseñaré, espera. —Metió el saquito de avena en el carro y se puso a aflojar la lona por un lado sin prisa ninguna. La apartó, y bajo ella apareció una caja con una mirilla de cristal—. Espera —repitió, y se puso a buscar algo en el suelo; cogió una ramita, se sentó en cuclillas junto al candil y la prendió, todo ello con calma y minuciosidad—. Así, arde bien, arde —animó a la ramita, y protegiéndola con la palma de la mano corrió con pasitos cortos hacia la caja; levantó la tapa y encendió una lamparita que había en su interior—. Yo uso aceite —explicó—. Algunos ya iluminan con acetileno, pero… el acetileno te achicharra los ojos. Y además es una cosa que…, explota y la has liado; y encima puede lastimar a alguien. Y el aceite…, es como en una iglesia. —Se inclinó sobre la ventanita y guiñó sus ojos apagados para mirar el interior—. Se puede ver bastante. Es hermoso —susurró emocionado—. Ven a mirar. Pero tienes que agacharte para hacerte… pequeñito… como los niños. Así.
Prokop se agachó hacia la mirilla.
—Ése es el templo griego de Hera en Agrigento —empezó a recitar el anciano con seriedad—, en la isla de Sicilia, está dedicado a Dios, o sea, a Juno Lacinia. Mira esas columnas. Están hechas de piezas tan grandes que encima de cada una de sus piedras podría comer una familia entera. Figúrate el trabajo que acarrea eso. ¿Sigo girando? … Panorama desde la montaña Penegal, en los Alpes, cuando se pone el sol. La nieve se enciende con una luz tan hermosa y tan extraña como la de aquí. Es la luz de los Alpes, y esa montaña se llama Latemar. ¿Sigo? … Ésa es la ciudad sagrada de Benarés; ese río es también sagrado y purifica los pecados. Miles de personas han encontrado aquí lo que estaban buscando.
Eran dibujos pintados con detalle, con cuidado, y coloreados a mano; los colores habían palidecido un poco, el papel amarilleaba, pero se conservaba la alegre viveza del azul, el verde y el amarillo, y las chaquetas rojas de la gente, y el nítido color celeste del firmamento; y cada hierbecilla estaba dibujada con amor y atención.
—Ese río sagrado es el Ganges —añadió el anciano con veneración, y giró la manivela—. Y esto es Zahur, el castillo más hermoso del mundo.
Prokop se adhirió literalmente a la ventanita. Vio un castillo espléndido con gráciles cúpulas, altas palmeras y un surtidor azul. Una figurilla diminuta con una pluma en el turbante, una chaqueta color escarlata, unos pantalones bombachos amarillos y un sable tártaro saludaba con una inclinación hasta el suelo a una dama con un vestido blanco, que llevaba de las bridas a un caballo que piafaba.
—¿Dónde… dónde está Zahur? —murmuró Prokop.
El viejecito se encogió de hombros.
—Por ahí, en algún sitio —dijo ambiguamente—, en el lugar más hermoso. Algunos lo encuentran y otros no. ¿Sigo girando?
—Todavía no.
El anciano ahuecó el ala algo más allá y acarició un anca al caballo.
—Espera, sísísí espera —explicaba en voz baja—. Tenemos que mostrárselo, ¿sabes? Para que se ponga contento.
—Gire, abuelo —le pidió Prokop estremecido. A continuación vinieron el puerto de Hamburgo, el Kremlin, un paisaje polar con la aurora boreal, el volcán Krakatau, el puente de Brooklyn, la catedral de Notre-Dame, una aldea de aborígenes de Borneo, la casita de Darwin en Down, una estación de radio sin hilos en Poldhu, una calle de Shangai, las cataratas Victoria, el castillo de Pernštýn, unas torres petrolíferas en Bakú.
—Y ésta es aquella explosión en Grottup —explicó en ancianito; en el dibujo daban vueltas grandes volutas de humo rosado que eran impulsadas hasta el cénit por una llama de color azufrado. En medio del humo y de las llamas colgaban de un modo imposible cuerpos humanos destrozados—. Perecieron en ella más de cinco mil personas. Fue una gran catástrofe —dijo con un hilo de voz el anciano—. Y éste es el último dibujo. Y bien, ¿has visto el mundo?
—No, no lo he visto —refunfuñó Prokop aturdido.
El anciano meneó la cabeza decepcionado.
—Tú quieres ver demasiado. Tendrás que vivir durante mucho tiempo. —Apagó de un soplo la lamparita de la mirilla y, hablando entre dientes despacio, tiró de la lona—. Siéntate en el pescante, nos vamos. —Retiró el saco con el que estaba tapado el caballito y se lo colocó a Prokop en los hombros—. Para que no tengas frío —dijo al sentarse junto a él; cogió las riendas y silbó bajito. El caballito avanzó a un trote moderado—. ¡Jía! Sísí rocín —canturreó el abuelo.
Iba pasando una avenida de álamos y serbales, cabañas cubiertas por una colcha de niebla, un paraje durmiente y tranquilo.
—Abuelo —se le escapó a Prokop—, ¿por qué me ha ocurrido todo esto?
—¿Cómo?
—¿Por qué me han ocurrido tantas cosas?
El anciano reflexionó.
—Sólo lo parece —dijo finalmente—. Lo que uno se encuentra proviene de su propio interior. Simplemente se desenrolla fuera de ti como un ovillo.
—Eso no es verdad —protestó Prokop—. ¿Por qué me topé con la princesa? Abuelo, usted… usted quizás me conoce. Pero si yo estaba buscando… a la otra, ¿no? Y sin embargo, ocurrió. ¿Por qué? ¡Dígamelo!
El anciano caviló mientras mascullaba con sus blandos labios.
—Fue por tu orgullo —dijo pausado—. A veces le ocurren estas cosas a la gente, sin saber cómo, pero era algo que estaba en su interior. Y empieza a agitar lo que está a su alrededor… —Se lo demostró con la fusta, de tal modo que el caballito se asustó y empezó a correr—. Prrr, ¿qué?, ¿qué? —se dirigió con una vocecilla fina al caballo—. Lo ves, esto es justo lo que ocurre cuando una persona joven se revuelve; todo se desboca con él. Y tampoco hace falta realizar grandes hazañas. Siéntate y presta atención al camino; vas a llegar igual.
—Abuelo —se lamentó Prokop entrecerrando los ojos de dolor—, ¿he actuado mal?
—Mal y bien —dijo el viejo con prudencia—. Has hecho daño a la gente. Si hubieras tenido sentido común, no lo habrías hecho; se debe usar el sentido común, y uno debe pensar para qué sirve cada cosa. Por ejemplo… puedes quemar un billete de cien o pagar lo que debes; si lo quemas, parece algo más grande a primera vista, pero… Lo mismo ocurre con las mujeres —añadió inesperadamente.
—¿He actuado mal?
—¿Cómo?
—¿He sido malvado?
—… No tenías el alma pura. Uno… debe pensar más que sentir. Y tú te abalanzabas sobre todo como disparado.
—Abuelo, eso lo hizo la krakatita.
—¿Cómo?
—Yo… hice un descubrimiento… y a partir de eso…
—Si eso no hubiera estado en tu interior, tampoco habría estado en tu descubrimiento. Todo lo que hace uno sale de su interior. Espera, ahora reflexiona; ahora piensa e intenta recordar de qué está hecho ese invento tuyo y cómo se fabrica. Piénsalo bien y, sólo después, di lo que sabes. ¡Jía!, sísísí, ¡psst!
El carro traqueteaba por el camino, que se encontraba en un estado lamentable. El rocín blanco entrelazaba diligente sus patas en un trote bamboleante y ancestral. La luz bailaba por el suelo, por los árboles, por las piedras. El ancianito botaba en el pescante y canturreaba en voz baja. Prokop se frotó la frente con fuerza.
—Abuelo —susurró.
—¿Y bien?
—¡Ya no lo sé!
—¿Cómo?
—
Yo…
¡ya no sé… cómo… se fabrica., la krakatita!
—Lo ves —dijo el anciano con satisfacción—. A pesar de todo has descubierto algo.
Prokop se sentía como si viajaran a través de la apacible campiña de su infancia, pero había demasiada niebla: la lucecilla apenas alcanzaba el borde del camino con oscilaciones parpadeantes; a ambos lados de la carretera la luz era desconocida y taciturna.
—Jojojot —se oyó al abuelo, y el caballito penetró desde la carretera directamente en aquel mundo empañado, mudo. Las ruedas se hundían en la blanda hierba. Prokop distinguió una vaguada, a ambos lados un bosquecillo sin hojas y un hermoso prado entre ellos.
—Prrr —gritó el viejecillo, y se apeó despacio del pescante—. Levántate —dijo—, ya hemos llegado. —Sin prisa, desabrochó el tirante—. Sabes, nadie va a venir a buscarnos aquí.
—¿Quién?
—… Los guardias. Reconozco que tiene que guardarse un orden… pero ellos siempre andan pidiendo no sé qué papeles… y permisos… y que de dónde vienes, y a dónde vas… Si yo ni siquiera entiendo de eso. —Desenganchó al caballo y lo confortó en voz baja—: Y tú calla, te daré un trozo de pan.
Prokop, entumecido por el viaje, se bajó del pescante.
—¿Dónde estamos?
—Ahí, donde está esa cabaña —dijo el anciano de modo indefinido—. Dormirás y te levantarás como nuevo. —Cogió el farol de la pértiga e iluminó la pequeña caseta de madera: era algo así como un henar, pero viejo, ruinoso y ladeado—. Y yo voy a hacer fuego —dijo en tono cantarín—, y te haré un té, y cuando hayas sudado te encontrarás bien de nuevo. —Envolvió a Prokop en un saco y colocó delante de él el candil—. Espera a que traiga leña. Siéntate ahí. —Ya se estaba yendo, cuando se le ocurrió algo; hurgó en el bolsillo y miró interrogante a Prokop.
—¿Qué ocurre, abuelo?
—Yo… no sé… pero si quisieras… Yo soy también astrólogo. —Sacó la mano del bolsillo y le mostró algo: de entre sus dedos asomaba un ratoncito blanco con ojillos como rubíes—. Ya lo sé —balbuceó rápidamente—, tú no crees en estas cosas, pero… este ratoncillo es muy bonito… ¿Lo quieres?
—Sí.
—Eso está bien —se alegró el viejo—. Sh-sh-sh, pe-que-ña, ¡hop! —Extendió la mano, y el ratoncillo blanco subió presto, a todo correr, por la manga hasta el hombro, olisqueó suavemente su oreja peluda y se escondió en la solapa del cuello.
—Es precioso —suspiró Prokop.
El anciano estaba pletórico.
—Espera a ver lo que sabe hacer. —Y ya estaba corriendo hacia el carro, en el que anduvo rebuscando para regresar con una caja llena de tarjetas alineadas. Agitó la caja y miró al vacío con sus ojillos iluminados y abiertos como platos.
—Muéstrale, ratoncito, muéstrale cuál es su amor. —Chifló entre dientes, como un murciélago.
El ratón dio un salto, descendió por la manga y brincó a la caja. Prokop, conteniendo la respiración, no perdía detalle de cómo sus rosadas patitas buscaban entre las tarjetas. Agarró una entre sus dientecillos e intentó sacarla: por alguna razón no había forma de que saliera, así que sacudió la cabeza y cogió la que estaba justo al lado; la arrastró hasta que asomó entre las demás, se sentó sobre sus patas traseras y se empezó a morder sus diminutas zarpas.
—Pues éste es tu amor —susurró el viejo emocionado—. Cógelo.
Prokop extrajo la tarjeta que había sacado el ratón y se inclinó aprisa hacia la luz. Era la fotografía de la muchacha…, la del pelo suelto; tenía su hermoso pecho desnudo, y, ahí, esos ojos apasionados, abisales… Prokop la reconoció.
—Abuelo —sollozó—, ¡no es ésta!
—A ver —se extrañó el anciano, y le arrebató la tarjeta de la mano—. Ah-ah, es una pena —musitó pesaroso—. ¡Una chica así! Lala, Lilith, no es ésta, nanana, ¡chis, chis, pe-que-ña! —Volvió a introducir el dibujo y a silbar bajito. El ratoncillo miró hacia atrás con sus pupilas del color del rubí, agarró otra vez la misma tarjeta de antes con los dientes y sacudió la cabeza: no, imposible. Extrajo la de al lado y empezó a rascarse.
Prokop cogió el dibujo: era Anči, una imagen campestre; no sabía qué hacer con las manos, llevaba puesto su traje de domingo y estaba ahí de pie, de un modo tan bonito y tan bobo…
—No es ésta —murmuró Prokop.
El abuelo le quitó el dibujo, lo acarició y pareció que le decía algo; dirigió la vista hacia Prokop, con descontento, con tristeza, y volvió a silbar bajito.
—¿Está enfadado?
El viejo no decía nada y miraba pensativo al ratón. Intentaba extraer otra vez aquella tarjeta que estaba enganchada: no, era imposible. El ratón se sacudió y sacó la punta de la tarjeta contigua. Era un retrato de la princesa. Prokop soltó un gemido y lo dejó caer al suelo.
El viejo se agachó en silencio y recogió el dibujo.
—Lo haré yo mismo, lo haré yo mismo —dijo Prokop con voz ronca, y acercó precipitadamente la mano hacia la caja.
El abuelo detuvo su mano:
—¡Eso no está permitido!
—Pero ella… ella está ahí —dijo Prokop entre dientes—, ¡ahí está la definitiva!
—Ah-ah, ahí está todo el mundo —dijo el viejo acariciando su caja—. Y ahora te daré tu carta astral. —Emitió un leve silbido: el ratoncito se escurrió manga abajo, sacó una tarjeta verde y regresó inmediatamente, como una flecha; por lo visto Prokop la había asustado—. Léela —dijo el viejecillo mientras cerraba cuidadosamente la caja—. Mientras tanto voy a traer leña; y ya no te preocupes más. —Acarició al caballito, colocó la caja en el fondo del carro y se dirigió al bosquecillo. Su abrigo claro de tela basta flotaba en la oscuridad; el pequeño rocín lo seguía con la mirada, meneó la cabeza y salió tras él—. ¡Ijaja! —se oyó cantar al abuelo—, ¿quieres venir conmigo? ¡Ah-ah, aquí está! ¡Joti, jotijot, pe-que-ño!
Se esfumaron en la oscuridad, y Prokop recordó que tenía la tarjeta verde: «Su carta astral», leyó junto a una llama parpadeante. «Es usted una persona noble, de buen corazón, y descuella en su profesión por su erudición. Se verá obligado a soportar muchas tribulaciones, pero si se guarda de la impetuosidad y de la arrogancia, se ganará el respeto de sus vecinos y una posición destacada. Perderá muchas cosas, pero será recompensado más adelante. Sus días de mala suerte son el martes y el viernes. Saturno en conj. b. b. Martis.
DEO GRATIAS»
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