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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de las salamandras (6 page)

—¿Sepia?


Yes
, eso sería. 20 de julio: «Sergent ha matado con su cuchillo a un gran
jelly-fish»
. Es una especie de bicho como gelatina, que quema como las ortigas. ¡Un bicho repugnante! Y, ahora, atención, señor Bondy.
13 de julio
—lo tengo subrayado—:
«Sergent ha matado con su cuchillo un pequeño tiburón
. Peso: 35 kilos.» Aquí lo tiene usted —declaró solemnemente el capitán—, aquí está escrito en negro sobre blanco. Fue un día glorioso, muchacho. Precisamente, el 13 de julio del año pasado.

El capitán cerró su cuaderno de notas.

»No me avergüenza decirlo, señor Bondy. Aquel día caí de rodillas en la Bahía del Diablo y lloré de pura alegría. Entonces comprendí que mis
tapa-boys
no me decepcionarían. Como premio, Sergent recibió un nuevo arpón. El arpón es lo mejor, muchacho, si quieres cazar tiburones. Y yo le dije:
Be a man
, Sergent, y muéstrales a esos
tapa-boys
que también ellos se pueden defender.

El capitán golpeó entusiasmado sobre la mesa y continuó:

—¡Hombre!, ¿sabes que tres días más tarde nadaba el cadáver de un inmenso tiburón lleno de…?

—¿Heridas?


Yes
, lleno de heridas de arpón —el capitán bebió con avidez—. Ésta es la pura verdad, señor Bondy. Entonces fue cuando hice una especie de contrato con aquellos
tapa-boys
, es decir, les di mi palabra de honor de que, si me traían madreperlas, yo les daría arpones y
knives
, quiero decir, cuchillos para que pudieran defenderse, ¿comprende? Era un negocio justo, señor. ¿Qué remedio queda? Uno ha de ser honrado hasta con los animales. Y también les di alguna madera y dos
wheelbarrows
.

—Carretillas.

—Sí, unas carretillas para que pudiesen acarrear las piedras hasta su dique. Los pobrecitos tenían que llevarlas en las manos, ¿sabes? En fin, les di una gran cantidad de cosas, porque yo no quería estafarlos, eso no. Espera, muchacho, te voy a enseñar algo.

El capitán van Toch se sostuvo con una mano el enorme vientre y, con la otra, sacó una bolsita de tela del bolsillo del pantalón.

—Aquí las tengo —dijo, y vació el contenido sobre la mesa. Había más de mil perlas de todos los tamaños, pequeñitas como semillas, grandes, grandísimas como guisantes y, algunas, del tamaño de cerezas. Perlas perfectas como gotas de agua, perlas deformes, perlas plateadas, azuladas, color carne, amarillentas, de tonalidades oscuras y rosadas. G.H. Bondy estaba como extasiado, no podía evitarlo; necesitaba tocarlas, hacerlas rodar con las yemas de sus dedos, taparlas con sus dos manos…

—¡Qué maravilla, capitán! —exclamó—. ¡Parece un sueño!


Yes, sir
—dijo el capitán sin alterarse lo más mínimo—. Son bonitas. Y en un año que estuve con ellos, mataron 30 tiburones. Aquí está escrito —dijo golpeándose el bolsillo de la chaqueta—. ¡Hay que ver la de cuchillos que ya les he dado! Y unos cinco arpones. Esos cuchillos
me cuestan
unos dos dólares americanos la unidad. Son muy buenos cuchillos, muchacho, de ese acero que no se…

—Inoxidable.

—Eso es. Porque son cuchillos para usarlos bajo el agua, quiero decir, en el mar. Y aquellos batacos también me costaron un dineral.

—¿Qué batacos?

—Me refiero a los naturales de aquella islita. Ellos creen que los
tapa-boys
son diablos, y les temen. Cuando vieron que yo hablaba con los «diablos» me quisieron matar sin más ni más. Noches enteras estuvieron tocando una especie de campana, para alejar a aquellos diablos de su aldea. Hacían un ruido terrible, señor. Y luego, por las mañanas, querían que yo les pagase por todo el jaleo que habían armado. Según decían, por el trabajo que les daban los demonios. ¿Qué podía hacer? Los batacos son unos grandísimos ladrones. Pero con esos
tapa-boy s, sir
, con esos lagartos, se podría hacer un magnífico negocio, y muy honrado. Así es, señor Bondy, ¡un buen negocio!

G.H. Bondy creía estar soñando. —¿Comprarles perlas? —
Yes
. Pero es que en la Bahía del Diablo ya no queda ni una, y en las otras islas no hay
tapa-boys
. Y ahora entramos en el asunto, jovencito.

El capitán J. van Toch alzó su rostro triunfalmente.

—Ése es, precisamente, el negocio que tengo metido en la cabeza. Muchacho —dijo haciendo chasquear sus dedos en el aire—, ¡esos lagartos se han multiplicado enormemente desde que tienen medios para protegerse! Ahora pueden defenderse ellos solitos, ¿sabe usted? Y cada vez habrá más. ¿Qué le parece, señor Bondy? ¿No cree que sería un magnífico negocio?

—Acabo de comprender qué es lo que usted me propone —exclamó inseguro el señor Bondy.

—Llevar a los
tapa-boys
a otras islas donde haya perlas —exclamó finalmente el capitán—. He observado que esos lagartos no pueden atravesar sin ayuda las olas ni el mar profundo. Tienen que nadar un poco y andar otro rato por el fondo, pero en los lugares profundos hay demasiada corriente, ¿sabe?, y como son tan blandos… Pero si yo tuviera un barco en el que se pudiese hacer para ellos una especie de tanque, podría llevarlos donde quisiera, ¿me comprende? Ellos buscarían perlas, y yo viajaría y les llevaría cuchillos, arpones y todo lo que les hiciera falta. Esos pobrecitos de la Bahía del Diablo se dividieron… ¿cómo se dice?

—Multiplicaron.


Yes
, eso es, se multiplicaron tanto que pronto no tendrán ni qué comer. Se tragan los pececitos pequeños y los moluscos, y todos esos bichitos marinos, pero también pueden comer patatas y galletas, todas esas cosas corrientes. Por eso no sería difícil alimentarlos en esa especie de tanques de los barcos. Y yo, en un sitio apropiado donde no hubiese mucha gente, los soltaría al agua de nuevo y haría allí una especie de… granjas para mis lagartos. Me gustaría que los pobres animalitos se pudiesen ganar la vida, porque, ¡son tan simpáticos y listos, señor Bondy! Pues bien, éste es el gran negocio que yo había imaginado.

G.H. Bondy estaba confuso. —Lo siento muchísimo, capitán —comenzó a decir dudando—, pero yo… en realidad… no sé… Los ojos del capitán van Toch se llenaron de lágrimas. —Eso no me gusta, muchacho. Yo te dejaría aquí todas estas perlas como garantía por el barco, pero yo no puedo comprarlo solo. Sé de uno muy apropiado que hay en Rotterdam… con motor diesel.

—¿Por qué no le ofreció ese negocio a algún holandés?

El capitán movió la cabeza.

—Conozco a esa gente, muchacho. Con ellos no puede uno hablar de estas cosas. Yo podría, además, llevar en el barco toda clase de mercancías, señor, y las vendería por aquellas islas.
Yes
, eso podría hacerlo muy bien. Tengo allí muchísimos conocidos, señor Bondy. Y, al mismo tiempo, en esa especie de tanque transportaría a mis lagartos…

—Eso ya sería otra cosa —reflexionó el señor Bondy—. Precisamente… Sí,
tenemos
que buscar nuevos mercados para nuestra industria. Sobre este punto he hablado, últimamente, con algunas personas… Me gustaría comprar un par de barcos: uno para la América Latina y el otro para esos países orientales…

El capitán se animó.

—Harás muy bien, señor Bondy,
sir
. Los barcos están ahora baratísimos, puedes comprarte, por poco dinero, todo un puerto lleno si quieres…

El capitán van Toch comenzó a hacer una explicación técnica sobre dónde y a qué precios había barcos para la venta,
boats
y
tank-steamers
. G.H. Bondy no lo escuchaba; sólo lo contemplaba en silencio, porque G.H. Bondy sabía conocer a la gente. Ni por un momento tomó en serio los lagartos del capitán van Toch, pero él, como marino, valía la pena. Un hombre honrado a carta cabal, sí, y conocedor de las condiciones reinantes en aquellos parajes. Un loco, desde luego, pero terriblemente simpático. En el corazón de G.H. Bondy vibró una especie de cuerda fantástica. Un barco con perlas y café, un barco con especias y todos los aromas de Arabia. G.H. Bondy sentía cierta sensación, que experimentaba siempre antes de tomar alguna decisión afortunada, una sensación que no podía explicarse con palabras. «No sé por qué, pero seguramente emprenderé este negocio», se dijo. Mientras tanto, el capitán van Toch dibujaba en el aire, con sus inmensas manazas, barcos y
awning-decks
o
quarter-decks
, formidables barcos, muchacho…

—¿Sabe qué, capitán van Toch? —dijo de pronto G.H. Bondy— venga usted dentro de quince días. Volveremos a hablar sobre su barco, ¿le parece bien?

El capitán van Toch comprendió el tremendo significado que tenían aquellas pocas palabras. Se puso rojo de alegría y sólo pudo decir:

—Entonces, esos lagartos… ¿podré llevarlos también en su barco?

—¡Claro que sí! pero, desde luego, no hable de ellos a nadie, por favor, la gente creería que se ha vuelto loco… y yo también.

—¿Y puedo dejar aquí estas perlas?

—Puede.


Yes
, pero tengo que elegir dos perlas de las más bonitas para enviarlas a alguien.

—¿A quién?

—A dos redactores, muchacho. Yo… ¡caramba!, espera…

—¿Qué pasa?

—¡Mecachis!, ¿cómo se llamaban? —el capitán van Toch guiñó pensativo los ojos—. ¡Tengo una cabeza! Figúrate que no me puedo acordar del nombre de aquellos dos
boys
.

6

El capitán J. van Toch y sus lagartos amaestrados

—¡Que me muera de repente si no eres Jensen! —dijo un hombre cierto día en Marsella.

El sueco Jensen levantó la vista.

—Espera —dijo—, y no hables hasta que adivine de dónde te conozco. —Se puso una mano sobre la frente—.
Seagull
, no.
Empress of India…
no. Pernambuco, no. ¡Ya lo tengo! Vancouver. Hace cinco años en Vancouver,
Osake-Line
, Fris-co. Y te llaman Dingle, sinvergüenza, y eres irlandés.

El hombre enseñó sus amarillentos dientes y afirmó:


Rigbt
, Jensen. Y bebo toda clase de alcohol que se me presente. ¿De dónde sales?

Jensen señaló con la cabeza.

—Voy ahora en la línea Marsella-Saigón. ¿Y tú?

—Tengo vacaciones —presumió Dingle—, así que voy a casa, a ver en cuántos hijos me ha aumentado la familia mientras estaba fuera.

Jensen lo miró atentamente.

—¡Otra vez te han despedido!, ¿no es verdad? Por emborracharte en horas de trabajo y cosas parecidas… Si fueras a la YMCA
[1]
como yo, hombre…

Dingle exclamó con entusiasmo:

—¿Aquí hay YMCA?

—Sabes que hoy es sábado, ¿no? —gruñó Jensen—. ¿Y por qué mares has viajado?

—Una especie de vagabundeo —contestó Dingle evasivo—. Por todas las islas imaginables de allá abajo.

—¿Y de capitán?

—Un tal van Toch, holandés o algo parecido.

El sueco Jensen reflexionó un momento.

—El capitán J. van Toch. Con ése también navegué hace años, hermano. Barco:
Kandong Bandoeng
. Línea: del demonio al diablo. Gordo, calvo, y maldice hasta en malayo, para que surta más efecto. Lo conozco muy bien.

—¿Ya estaba entonces tan chalado?

El sueco Jensen negó con la cabeza.

—El viejo van Toch es
all rigbt
, hombre.

—¿Llevaba sus lagartos en el barco?

—No —Jensen dudó un momento—. Algo he oído hablar sobre eso, en Singapur. Un mentiroso decía no sé qué tonterías sobre eso.

El irlandés se sintió ofendido.

—No son tonterías, Jensen, es la pura verdad. Todo lo que te pueden haber contado sobre los lagartos es cierto.

—Aquél de Singapur también decía que era cierto —gruñó el sueco— y se ganó un golpe en la jeta —terminó victorioso.

—Deja que te cuente —se defendió Dingle— lo que hay de verdad en ese asunto, compañero. ¡He visto a esos bichos con mis propios ojos!

—Yo también —murmuró Jensen—. Casi negros, con un rabito, un metro sesenta de altura y andan sobre dos patas. Ya lo sé.

—Son repugnantes —se estremeció Dingle—, llenos de verrugas, oye. ¡Virgen santa! No los tocaría por nada del mundo. ¡Y deben de ser venenosos!

—¿Por qué, hombre? —respondió el sueco—. Yo he servido en muchos barcos que estaban llenitos de gente, en el
over
y
lower dock
. Hombres, mujeres y cosas parecidas, que bailaban y jugaban a las cartas. Y yo era allí fogonero… Y ahora dime tú, ¡estúpido!, ¿qué es más venenoso…?

Dingle escupió.

—Si fuesen caimanes, hombre, no diría nada. Yo también he llevado una vez serpientes a un parque zoológico, en Bandsermasin y ¡vaya si apestaban, señor mío! Pero estos lagartos, Jensen, son unos animales muy raros. Durante el día estaban en esos tanques de agua que les habían preparado, pero por las noches salían:
chap, chap, chap…
Todo el barco se llenaba de ellos. Andaban sobre sus patas traseras y volvían completamente la cabeza para mirarle a uno… —el irlandés se santiguó—. Además, nos llamaban como las putas de Hongkong:
cbiss, chiss, chiss…
Que Dios me perdone, pero yo creo que hay algo sucio en este asunto. Si no llega a ser por lo difícil que es encontrar trabajo, no hubiera durado allí ni una hora, Jensen, ¡ni una hora!

—Aja —dijo Jensen—, ¿por eso vuelves con tu mamaíta?

—En parte, sí. Uno tiene que beber como un condenado para poder soportar eso y, ya sabes, el capitán es un perro. ¡Hay que ver el escándalo que armó porque una vez le di un puntapié a un bicho de ésos! ¡Y con qué gusto, oye!, hasta le rompí el espinazo. Hubieras visto gritar al viejo… se puso azul, me agarró por el cuello y faltó poco para que me tirase al agua. Si no hubiera estado allí el compañero Gregorio, ¿lo conoces?

Jensen afirmó con la cabeza.

—«Ya tiene bastante», dijo Gregorio, y me tiró un cubo de agua a la cabeza. En Kotopo dejé el barco.

El señor Dingle escupió abundantemente.

—El viejo se interesaba más por esos bichos que por la gente. ¿Sabes que les enseñaba a hablar? ¡Te lo juro! Se encerraba con ellos y les hablaba durante horas y horas. Yo creo que los está amaestrando para el circo. Pero lo extraño es que después los suelta al agua. Se para en alguna maldita isla, va con un bote hasta la orilla y mide la profundidad, luego se mete en esos tanques, abre las esclusas y deja a esos bichos saltar al agua. ¡Muchacho! Saltan unos detrás de otros como focas amaestradas, siempre diez o doce de una vez. Y luego, por la noche, va el viejo Toch a la orilla con unas cajas. Lo que hay en ellas es un secreto. Luego continuamos el viaje. Ése es el caso del capitán van Toch, Jensen. Extraño, ¡muy extraño!

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