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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de las salamandras (2 page)

El mestizo hizo la traducción y el alcalde movió la cabeza afirmativamente, para demostrar que comprendía. Luego se volvió hacia el amplio auditorio y tuvo con su gente una conversación, con evidente éxito.

—El jefe dice —tradujo el mestizo— que toda la aldea irá con el señor capitán a pescar donde quiera.

—¿Lo ves? Diles, pues, que vamos a ir a pescar perlas a la Bahía del Diablo.

A esto siguió un cuarto de hora de agitadas discusiones en las que participó toda la aldea, principalmente las viejas. Por fin el mestizo se volvió hacia el capitán:

—Dicen, señor, que a la Bahía del Diablo no se puede ir.

El capitán empezó a enrojecer.

—¿Y por qué no?

El mestizo se encogió de hombros.

—Porque dicen que allí hay
Tapa-tapas
. Diablos, señor.

El capitán empezó a ponerse morado.

—Bien, pues diles que si no vienen… ¡les sacaré los dientes, les arrancaré las orejas, los colgaré y le prenderé fuego a todo este piojoso
kampongl
! ¿comprendes?

El mestizo lo tradujo escrupulosamente y de nuevo siguió una larga deliberación. Finalmente, se volvió hacia el capitán.

—Dicen, señor, que irán a presentar una denuncia a la policía de Padang, que usted los ha amenazado… Dicen que contra eso hay leyes… El alcalde asegura que no va a dejar las cosas así…

El rostro del capitán van Toch tomó un tinte azulado…

—Bien, pues dile —gritó— que es un…

Y habló sin parar durante once minutos.

El mestizo lo tradujo hasta donde le bastó su reserva de palabras y, después de una larga pero efectiva discusión con los batacos, tradujo a su vez al capitán:

—Dicen, señor, que estarían dispuestos a no llevar el asunto a las autoridades si el capitán paga una multa al jefe local. Dicen —titubeó un momento— que doscientas rupias, pero yo creo que es demasiado… Ofrézcales sólo cinco.

La tez del capitán van Toch empezó a llenarse de manchas oscuras. Primero ofreció asesinar a todos los batacos del mundo, después lo rebajó hasta trescientos puntapiés y, finalmente, se hubiera conformado con disecar al alcalde para el Museo Colonial de Amsterdam. Por otra parte los batacos fueron rebajando también, de doscientas rupias a una bomba de hierro con una rueda, acabando por conformarse con que el capitán, como castigo, diese al alcalde un encendedor de gasolina.

—Déselo, señor —trataba de convencerlo el mestizo—, yo tengo tres en el almacén, pero sin mecha.

Así fue restablecida la paz en Tana Masa, pero el capitán J. van Toch sabía que ahora estaba en juego el prestigio de la raza blanca.

Al atardecer salió del barco
Kandong Bandoeng
un bote en el que se encontraban el capitán J. van Toch, el sueco Jensen, el islandés Gudmundson, el finlandés Gillemainen y dos cingaleses pescadores de perlas. El bote se dirigió a la Bahía del Diablo.

A las tres, al culminar la marea baja, el capitán estaba en la playa, el bote cruzaba a unos cien metros de la costa para ahuyentar a los tiburones, y los dos buzos cingaleses esperaban, con los cuchillos preparados, la señal para sumergirse en el agua.

—Bien, ahora tú —dijo el capitán señalando al más alto de los hombres desnudos. El cingalés saltó al agua, dio unas cuantas brazadas y después se sumergió. El capitán miró su reloj.

A los cuatro minutos y veinte segundos apareció, a unos sesenta metros a la izquierda, una cabeza oscura; con un extraño, desesperado y, al mismo tiempo, rígido apresuramiento, el cingalés se aferraba a los pedruscos, en una mano el cuchillo, en la otra una madreperla.

El capitán se enfadó.

—¿Qué pasa? —dijo secamente.

El cingalés seguía resbalando por las piedras, dando gritos de horror.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó el capitán.


¡Sahib, Sahib…!
—pudo articular por fin el cingalés, y cayó desplomado en la playa. Luego, con la respiración entrecortada dijo—:
¡Sahib, Sahib!

—¿Tiburones?


¡Djinns!
—sollozó el cingalés—. ¡Diablos, señor, miles de diablos! —se tapaba los ojos con los puños—. ¡Nada más que diablos, señor!

—¡A ver esa madreperla! —dijo el capitán, y la abrió con un cuchillo. En ella había una perlita pequeña y limpia.

—¿Y no has encontrado nada más?

El cingalés sacó todavía otras tres madreperlas del saquito que llevaba colgado al cuello.

—Hay madreperlas, señor, pero los diablos las están guardando… Me observaban cuando yo trataba de despegarlas…

Sus rizados cabellos se erizaron de espanto.


¡Sahib
, aquí no!

El capitán abrió las madreperlas. Dos estaban vacías, pero en la tercera había una perla como un guisante, redonda como una gota de mercurio. La mirada del capitán van Toch iba de la perla al cingalés desplomado en el suelo.

—Oye, tú —dijo dudando—, ¿no quieres sumergirte una vez más?

El cingalés negó con la cabeza, sin pronunciar palabra.

El capitán J. van Toch sintió en la lengua un gusto fuerte que lo incitaba a maldecir, pero con sorpresa advirtió que estaba hablando silenciosamente, casi con suavidad.

—¡No tengas miedo, muchacho! Y… ¿qué aspecto tienen esos… diablos?

—Parecen niños pequeños —tartajeó el cingalés—, tienen rabo, señor, y son así de altos\1\2 Estaban a mi alrededor y miraban lo que hacía… formaban un círculo así… —el cingalés tembló—.
\Sahib, sahib
, aquí no!

El capitán van Toch reflexionó un momento.

—¿Y qué más?, ¿hacen guiños con los párpados inferiores, o cómo?

—No sé, señor —dijo con voz ronca el cingalés—. ¡Hay por lo menos diez mil!

El capitán miró al segundo cingalés. Estaba a unos ciento cincuenta metros de distancia y esperaba indiferente, con las manos cruzadas sobre los hombros. La verdad es que, cuando uno está desnudo, no tiene otro lugar en que poner las manos más que en sus propios hombros. El capitán le hizo una seña silenciosamente, y el pequeño cingalés saltó al agua. Al cabo de tres minutos y cincuenta segundos apareció agarrándose a los pedruscos con sus resbaladizas manos.

—¡Sal ya! —gritó el capitán, pero después lo miró con atención y empezó a saltar por las piedras en dirección a aquellas vacilantes manos. Uno nunca hubiese imaginado que un hombrón así pudiera saltar de esa manera. En el último momento agarró al cingalés por una mano y, ¡aupa!, lo sacó del agua. Luego lo colocó sobre las rocas y se secó el sudor. El muchacho yacía inerte; tenía una herida en la pantorrilla, probablemente causada con alguna piedra, pero, aparte de eso, estaba ileso. El capitán le levantó los párpados. Se veía solamente el blanco del ojo. No tenía ni madreperlas ni cuchillo.

En ese momento el bote con los marineros se acercó a la orilla.

—¡Señor! —gritó el sueco Jensen—, ¡hay algunos tiburones! ¿Van a seguir pescando?

—No —respondió el capitán—, vengan a recoger a estos dos.

Cuando regresaban al barco, Jensen llamó la atención del capitán van Toch.

—Mire usted, señor, qué poca profundidad hay en este lugar. Va desde aquí, directamente hasta la orilla —señalaba metiendo el remo en el agua—, como si hubiese algún dique bajo el agua.

Una vez en el barco, el pequeño cingalés recobró el conocimiento. Estaba sentado con la barbilla apoyada en las rodillas y le temblaba todo el cuerpo. El capitán despidió a la gente y se arrellanó en su asiento.

—Anda, desembucha —dijo—, ¿qué has visto?

—Diablos,
djinns, sahib
—tartajeó el pequeño cingalés—. Ahora empezaron a temblarle también los párpados y, por todo el cuerpo, se le puso la carne de gallina.

El capitán van Toch tosió un poco.

—Dime, ¿qué tipo tienen?

—Como… como…

El cingalés empezó a poner de nuevo los ojos en blanco. El capitán van Toch, con una agilidad inesperada, le dio unas bofetadas en ambas mejillas con el dorso de la mano, para hacerlo volver en sí.

—Gracias…
sahib…
—jadeó el pequeño cingalés, y en el blanco de sus ojos brillaron de nuevo las niñas.

—¿Ya estás bien?

—Sí,
sahib
.

El capitán van Toch continuó su interrogatorio con no poca paciencia y minuciosidad.

—Sí, allí hay demonios.

—¿Cuántos?

—Miles y miles. Son del tamaño de un niño de diez años, señor, casi negros. En el agua nadan, pero en el fondo andan sobre las patas traseras. En dos, como usted y yo, señor, pero, al mismo tiempo, van contoneándose, tin tan, tin tan, siempre tin tan… Sí, señor, también tienen manos como las personas. No, no son garras, más bien son parecidas a las manos de los niños. No,
sahib
, ni tienen cuernos ni son peludos. Sí, la cola un poco parecida a la de los peces, pero sin aletas. Y una cabezota redonda, como las de los batacos. No, no decían nada, señor, pero parecían masticar.

Cuando el cingalés despegaba las ostras a unos dieciséis metros de profundidad, sintió en la espalda el roce de unos dedos fríos. Se volvió y vio a su alrededor cientos y cientos de estos diablos, nadando y de pie en las rocas, todos mirando lo que hacía. Entonces tiró el cuchillo y las madreperlas y trató de salir a la superficie. En el camino tropezó con algunos que nadaban sobre él. De lo que ocurrió después, ya no sabía nada. El capitán van Toch contempló pensativo al tembloroso buzo. «Este muchacho ya nunca servirá para nada, —se dijo—, lo enviaré desde Padang a su tierra, Ceilán.» Refunfuñando y gruñendo se fue a su camarote. Una vez allí dejó caer sobre la mesa dos perlas, desde el cartuchito que las guardaba. Una era pequeñita como un grano de arena, y la segunda era como un guisante con brillo plateado, tirando a rosado. El capitán del barco holandés rezongó y sacó del armario su whisky irlandés.

A las seis se hizo llevar de nuevo en el bote a la aldea y, directamente, a aquel mestizo. «Toddy», dijo, y ésa fue la única palabra que pronunció. Sentado en la veranda, sostenía entre sus dedos rollizos el vaso de grueso vidrio, bebía y escupía, y miraba fijamente, bajo sus pobladas cejas, a las flacas y amarillentas gallinas que picoteaban Dios sabe qué en el sucio y pisoteado patio entre las palmeras. El mestizo se guardaba muy bien de hablar, limitándose a servirle vino de palma. Poco a poco, los ojos del capitán se pusieron sanguinolentos y sus dedos empezaron a moverse con dificultad. Anochecía ya cuando se levantó y se estiró los pantalones.

—¿Ya se va a dormir, capitán? —le preguntó cortésmente el mestizo de demonio y diablo.

El capitán alzó un dedo en el aire.

—¡Tendría gracia —dijo— que hubiese en el mundo diablos que yo no conociera! Oye, tú, ¿dónde está ese maldito noroeste?

—Por ahí —señaló el mestizo—. ¿A dónde va, capitán?

—¡Al infierno! —dijo con voz ronca el capitán J. van Toch—. Voy a echarle una mirada a la Bahía del Diablo.

Aquella noche comenzaron las rarezas del capitán J. van Toch. Volvió al
kampong
al amanecer y no pronunció ni una palabra. Se hizo llevar al barco, donde se encerró en su camarote hasta que anocheció. Esto todavía no extrañó a nadie, porque el
Kandong Bandoeng
tenía mucho que cargar en la bendita isla de Tana Masa (copra, pimienta, alcanfor, gutapercha, aceite de palma, tabaco y mano de obra). Pero cuando le anunciaron por la noche que la mercancía estaba ya embarcada, solamente rezongó y dijo:

—¡Un bote! ¡A la aldea!

Y volvió de nuevo al amanecer. El sueco Jensen, que lo ayudó a subir a cubierta, le preguntó solamente por cortesía:

—Entonces, ¿continuaremos hoy el viaje, capitán?

El capitán se volvió como si le hubiesen pinchado en el trasero.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Durante todo el día estuvo el
Kandong Bandoeng
con las anclas echadas, a un nudo de distancia de la costa de Tana Masa, sin hacer nada. Al anochecer salió el capitán de su camarote y ordenó—: ¡Un bote! ¡A la aldea!

El pequeño griego Zapatis lo miró con un ojo ciego y el otro bizco.

—Muchachos —tartamudeó—, o nuestro viejo tiene allá una novia, o se ha vuelto completamente loco.

El sueco Jensen frunció el ceño.

—¿A ti qué te importa? ¡Ocúpate de tus malditos asuntos!

Luego, con ayuda del islandés Gudmundson, bajó un bote pequeño y remaron en dirección a la Bahía del Diablo. Llegaron con el bote hasta los pedruscos y esperaron a ver qué iba a pasar. El capitán llegó a la Bahía; parecía que esperaba a alguien. Al cabo de un momento se paró y llamó: «Chiss, chiss, chiss…»

—¡Mira! —dijo Gudmundson señalando al mar, ahora rojo y dorado por la puesta de sol.

Jensen contó dos, tres, cuatro, seis aletas, afiladas como cuchillos, que se dirigían a la Bahía del Diablo.

—¡Caramba! —exclamó Jensen—. ¡Vaya cantidad de tiburones que hay por aquí!

A cada momento desaparecían un par de aletas, sobre el agua se agitaba una cola, formándose luego un remolino. Entonces el capitán van Toch empezaba a saltar furioso en la orilla, maldiciendo y amenazando a los tiburones con el puño. Después llegó el rápido crepúsculo tropical y la luna brilló sobre la isla. Jensen tomó los remos y acercó el bote hasta unos doscientos metros de la orilla. El capitán se había sentado sobre las piedras y hacía: «Chiss, chiss, chiss…»

Algo se movía a su alrededor, pero no se divisaba bien qué era.

—Parecen focas —pensó Jensen—, pero las focas se arrastran de otra manera.

Salían del agua por entre las piedras y se contoneaban como pingüinos. Jensen remó silenciosamente y se aproximó a unos cien metros del capitán. Sí, el capitán decía algo, pero ¡el diablo podía entenderlo! Parecía malayo o tamules. Extendía las manos como si echase algo a aquellas focas («Pero no son focas» se decía Jensen) y, al mismo tiempo, les hablaba en chino o malayo.

En ese momento se le escapó a Jensen el remo de la mano y fue a parar al agua. El capitán alzó la cabeza, se levantó, dio unos treinta pasos hacia el agua, y de pronto empezó a brillar y estallar algo. El capitán disparaba su browning en dirección al bote. Casi simultáneamente se oyó en el golfo un ligero susurro y, después, un ruido como si miles de focas se zambullesen de pronto en el agua. Pero ya Jensen y Gudmundson habían cogido los remos y, como un rayo, alejaban el bote hasta que quedó escondido tras las rocas más cercanas. Cuando volvieron al barco no dijeron a nadie ni una palabra. Esos nórdicos, desde luego, saben callar cuando es preciso. Por la madrugada llegó el capitán. Su aspecto era malhumorado y cruel, pero no habló. Sólo cuando Jensen le ayudó a subir a bordo, se encontraron dos pares de ojos azules en una mirada fría e inquisitiva.

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