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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (57 page)

—Escuchad, catalista —dijo Joram, incorporándose y librándose de un tirón de la mano del otro—. Ya lo he dicho. No me importa lo que vos hagáis o adónde vayáis mientras me ayudéis en esto. ¿Lo comprendéis?

Bajó la mirada hacia la espada que sostenía entre sus brazos. El blanco reflejo de la luna sobre los trapos hacía que aquel objeto metálico similar a un esqueleto que descansaba entre ellos pareciera mucho más oscuro por contraste. La visión del bebé Muerto, envuelto en el blanco manto de la Casa Real, le vino a Saryon a la mente y, cerrando los ojos, dio media vuelta.

Al ver la reacción del catalista, Joram hizo una mueca de desprecio.

—Si habéis concluido vuestro sermón, Padre —aquella palabra fue pronunciada con tanto veneno, que Saryon vaciló—, debemos irnos. Quiero acabar con esto.

Pasando la espada por un cinturón de piel que se había hecho y que ahora llevaba colocado alrededor de la cintura —una tosca imitación de los que había visto dibujados en los libros—, Joram se colocó una larga y oscura capa, que Simkin le había facilitado, sobre los hombros. Luego recorrió la celda, mirándose con aire crítico. La espada quedaba bien oculta. Asintiendo con la cabeza, se volvió hacia Saryon haciéndole un gesto autoritario.

—Estoy listo.

«¿Lo estoy yo?», se preguntó Saryon, angustiado. Quiso decir algo, pero no pudo hablar y, tosiendo, intentó aclararse la garganta. Era inútil. Nunca podría tragarse el miedo. El rostro de Joram se ensombreció, enojado por el retraso. Saryon pudo ver cómo los músculos se destacaban rígidos y tensos en la firme mandíbula del joven. Un ojo parpadeó nervioso, y sus manos, que colgaban a los lados, se abrieron y cerraron nerviosamente. Pero en sus ojos ardía un luz más brillante que la de la luna, más brillante y más fría.

No había nada que decir. Nada en absoluto.

Extendiendo el brazo, temblándole la mano, Saryon abrió la puerta suave y silenciosamente. Cada nervio, cada fibra de su cuerpo le aconsejaban que se diera la vuelta, que se negara, que permaneciera en el interior de la casa, pero el ímpetu de su vida pasada se empezaba a alzar a su alrededor como una ola gigantesca y arrolladora. Atrapado por aquella marea, no podía hacer más que surcar las encrespadas olas que lo arrojaban hacia adelante, a pesar de que podía ver con toda claridad las afiladas rocas surgiendo amenazadoras y siniestras ante él.

12. El Rey de Espadas

Blachloch cruzó las manos y las colocó sobre la mesa frente a él.

—De manera, Padre, que sintiéndoos desgraciado por haber cometido una acción inmoral, y aterrorizado por la idea de que podríais veros obligado a cometer otra, visteis como vuestra única alternativa cometer un acto tan atroz, tan perverso, que fue prohibido por vuestra Orden siglos atrás.

—Ya he admitido que no pensaba con claridad —murmuró Saryon, acobardado por aquella desnuda exposición de los hechos que acababa de hacer Blachloch—. Soy... soy un estudioso... Este tipo de vida me asusta... y me aturde.

—Pero ya no os sentís aturdido —dijo Blachloch con ironía—. Espantado y horrorizado sí, pero no confuso. Os disponéis a entregarme la Espada Arcana y a Joram.

—La espada debe ser destruida —lo interrumpió Saryon—. O no seguiré con esto.

—Desde luego —replicó Blachloch con un ligero encogimiento de hombros, como si sobre lo que estaban discutiendo no fuera más que una agrietada jarra de cerveza, en lugar de una espada que posiblemente podía darle el poder suficiente para gobernar el mundo. «Debe tomarme por un completo idiota», pensó Saryon amargamente. Blachloch entrecruzó las manos ante él—. Ahora, en cuanto al chico...

—Debe ser entregado al Patriarca Vanya —dijo Saryon con voz áspera.

—Así que Simkin tenía razón —observó Blachloch—. Éste es el auténtico motivo de que os enviaran a la Cofradía.

—Sí. —Saryon tragó saliva.

—Ojalá hubierais confiado en mí —dijo el Señor de la Guerra, juntando sus dos dedos índices para formar una diminuta espada, que apuntó al catalista—. La vida os hubiera resultado mucho más sencilla, Padre. Vuestro Patriarca Vanya debe de ser un imbécil —musitó, mientras una pequeña arruga aparecía en su frente y sus ojos se clavaban en un oscuro rincón de la habitación— para pensar que una persona dedicada al estudio como vos podía enfrentarse a un verdadero asesino como ese Joram...

—¿Os encargaréis de que sea conducido a El Manantial? —prosiguió Saryon, enrojeciendo—. Yo no puedo hacerlo personalmente por... por obvias razones. Imagino que vuestros contactos entre los
Duuk-tsarith
...

—Sí, eso puede arreglarse —atajó Blachloch—. Habéis dicho «por obvias razones». Supongo que queréis decir que no os atrevéis a volver al rebaño. ¿Qué va a ser de vos, Padre?

—Debería entregarme al Patriarca Vanya —respondió Saryon, sabiendo lo que se esperaba de él. Inclinó la cabeza, clavando la mirada en sus zapatos—. He cometido un grave pecado. Merezco lo que me pase.

—La Transformación en Piedra, Padre. Una forma terrible de... vivir. Lo sé. Tal como os dije, lo he visto hacer.
Ése
sería vuestro castigo por ayudar a crear la Espada Arcana, como vos mismo ya sabéis, desde luego. Es un desperdicio —dijo Blachloch, pasándose un dedo por el rubio bigote—, un gran desperdicio.

Saryon se estremeció. Sí, aquél sería su castigo. ¿Sería capaz de enfrentarse a él? ¿Vivir eternamente sabiendo lo que había hecho? No, si se llegaba a aquello, había maneras de acabar con todo. Beleño, por ejemplo.

—Sin embargo, podríais ser perdonado, considerado como algo parecido a un héroe...

Saryon negó con la cabeza.

—¡Ah! Ésta es vuestra segunda infracción. Lo había olvidado. Así que sólo podéis elegir entre una inmortalidad del tipo más horrible o quedaros aquí con la Cofradía y resignaros a cometer más acciones inmorales. —Los dedos de Blachloch se alzaron ligeramente, apuntando al corazón de Saryon—. Existe, claro está, otra opción.

Levantando los ojos con rapidez, Saryon vio lo que Blachloch quería decir expresado con toda claridad en su frío semblante y en aquellos ojos que lo miraban sin pestañear. El catalista tragó saliva de nuevo, sintiendo un amargo sabor en la boca. Resultaba inquietante cómo aquel hombre podía leer en su mente, inquietante y aterrador.

—La... la última no es ninguna opción —dijo Saryon, cambiando de posición, incómodo—. El suicidio es un pecado imperdonable.

—Mientras que ayudarme a mí a saquear y robar o ayudar a Joram a crear un arma que puede destruir el mundo no lo es —repuso Blachloch con una mueca de desdén. Sus manos se separaron, extendiéndose, boca abajo, sobre el escritorio—. Me admira esa manera tan pulcra y ordenada de pensar que tenéis vosotros, los catalistas. No obstante, a mí me es útil. Así que ¿por qué debería quejarme?

Sudando profusamente bajo sus ropas, Saryon consideró más seguro no replicar. Las cosas iban bien, demasiado bien casi. Probablemente era, tal como había dicho Joram, porque no tenía que mentir; bueno, al menos no demasiado. El suicidio era un pecado imperdonable únicamente si uno creía en un dios.

—¿Dónde está el muchacho?

Blachloch se puso en pie.

Saryon se incorporó también, contento de llevar aquellas ropas tan amplias y largas que ocultaban sus temblorosas piernas.

—En... en la forja —dijo débilmente.

No ardía ningún fuego en la fragua aquella noche. Un apagado resplandor rojizo brillaba tenuemente surgiendo de los amontonados carbones, pero era el pálido y frío brillo de la luna, que empezaba ya a ponerse, el que hería la hoja de la espada, su superficie totalmente acribillada por los golpes del martillo, sus bordes afilados, aunque irregulares.

La espada fue el primer objeto que vio Saryon, cuando él y Blachloch se materializaron en la oscuridad de la forja iluminada por la luna. El arma descansaba sobre el yunque, dejándose acariciar por la luz de la luna como una malévola serpiente.

Blachloch también la vio. Saryon lo supo inmediatamente. Aunque no podía ver el rostro del Señor de la Guerra, oculto como estaba por las sombras que proyectaba su negra capucha, pudo adivinarlo al sentir cómo contenía la respiración por unos segundos, algo que ni siquiera la autodisciplina de los
Duuk-tsarith
pudo evitar. Las manos que mantenía cruzadas ante sí se estremecieron, sus dedos se crisparon, anhelando tocarla. No obstante, el Ejecutor tenía un total autodominio de sí mismo. Alertando cada uno de sus sentidos, su mente se introdujo entre las sombras, en busca de su presa.

Saryon miró también a su alrededor casi con indiferencia en busca de Joram. El catalista había pensado que se quedaría totalmente paralizado por el miedo; sus manos habían temblado de tal manera al abandonar la residencia de Blachloch, que apenas si había sido capaz de abrir un conducto hacia el Señor de la Guerra. Sin embargo, ahora que estaba allí, el miedo lo había abandonado, dejando en su interior una deprimente y clara sensación de vacío.

De pie en la herrería, mirando a su alrededor durante los que podrían ser los últimos minutos de su vida, Saryon sintió cómo el mundo se precipitaba en su interior para ocupar el vacío. Era como si viviera cada segundo por separado, pasando de uno a otro con la uniforme regularidad de los latidos de un corazón. Cada segundo absorbía toda su atención; era literalmente capaz de verlo todo, oírlo todo, y ser totalmente consciente de todo lo que lo rodeaba en ese segundo. Luego pasaba al siguiente. Lo más curioso de todo era que ninguna de aquellas cosas tenía ningún significado para él. Se sentía aparte, un observador, mirando mientras su cuerpo llevaba a cabo su parte en aquel juego mortal. Blachloch podría haberle cortado las manos en aquel mismo instante, cortándolas a la altura de las muñecas, y Saryon no hubiera gritado, no hubiera sentido absolutamente nada. Casi podía imaginarse a sí mismo, allí de pie en aquella oscuridad iluminada sólo por la luna, mirando con calma cómo le goteaba la sangre.

«Así que esto es el valor», pensó, contemplando cómo una mano, pálida a la luz de la luna, surgía de las sombras y agarraba silenciosamente la empuñadura de la espada.

No se oyó el menor sonido y tan sólo un levísimo indicio de movimiento. En realidad, si Saryon no hubiera estado mirando directamente a la espada, nunca se hubiera dado cuenta de ello; Joram había actuado con la habilidad y la destreza de aquel arte que su madre le había enseñado de niño. Pero los
Duuk-tsarith
están entrenados para poder oír incluso a la misma noche acercándose silenciosa por detrás de ellos.

Blachloch reaccionó con tal velocidad, que Saryon únicamente vio cómo un negro viento recorría arrollador la herrería, haciendo saltar chispas de las brasas. Con un gesto y una palabra, el Señor de la Guerra lanzó un conjuro que dejaría a su oponente incapaz de moverse, actuar o pensar siquiera. Era el conjuro que eliminaba la magia, consumía la Vida.

Excepto que Joram no tenía Vida.

Saryon estuvo a punto de echarse a reír, tal era su nerviosismo, cuando sintió cómo el conjuro golpeaba al joven con una fuerza que hubiera debido de ser destructiva. En cambio, revoloteó a su alrededor como si se tratara de una lluvia de pétalos de rosa. La pálida mano siguió alzando la espada. El metal no brillaba. Era como una línea oscura que atravesara la luz de la luna, como si Joram blandiera la personificación misma de la noche.

Saliendo a la luz, Joram levantó la espada ante él, su rostro tenso y tirante, sus ojos más oscuros aún que el metal. Saryon pudo percibir el miedo y la incertidumbre del muchacho; a pesar de todo lo que había estudiado, Joram tenía tan sólo una muy vaga idea de los poderes de la espada. Pero el catalista, con todos sus sentidos alerta por vez primera —podría haber sido un niño recién nacido en aquel instante—, pudo percibir también la incertidumbre, el asombro, el temor creciente de Blachloch.

¿Qué sabía aquel
Duuk-tsarith
sobre la piedra-oscura? Probablemente no mucho más que Joram. ¿Qué pensamientos debían de agolparse en la mente del Señor de la Guerra? ¿Era la espada la que había bloqueado su conjuro de la Magia Aniquiladora? ¿Bloquearía otros? Blachloch debía tomar una decisión instantáneamente al realizar su siguiente movimiento, en una fracción de segundo. Por lo que sabía, su vida podía muy bien depender de ello.

Fríamente, con mucha calma, el
Duuk-tsarith
escogió el conjuro y lo lanzó. Sus ojos se encendieron con un fulgor verde y al instante un líquido verdoso se condensó en el aire cayendo sobre la piel de Joram, donde empezó a burbujear y silbar. Aquel conjuro se llamaba Veneno Verde. Al reconocerlo, Saryon hizo una mueca de dolor, sintiendo que se le encogía el estómago. El dolor que producía era insoportable, según le habían contado, como si cada terminal nerviosa estuviese ardiendo. Cualquier mago lo suficientemente poderoso como para protegerse de la Magia Aniquiladora caería víctima de la parálisis mágica que producía aquel veneno. Le sería imposible protegerse de los dos conjuros.

Y aparentemente afectaba a los Muertos igual que a los Vivos. Joram contrajo el rostro en una mueca de dolor e hizo esfuerzos por respirar mientras su cuerpo se doblaba hacia adelante a medida que el líquido se extendía y aquel terrible dolor le abrasaba la carne. No obstante aquél era un conjuro que agotaba rápidamente al mago que lo lanzaba.

—¡Otorgadme Vida, catalista! —exigió Blachloch, mientras sus ojos brillaban con un verde aún más brillante al contemplar al muchacho.

Éste era el momento. Saryon lo sabía. «El momento en que debo decidir. Soy la única posibilidad de Joram. Sin mí caerá. No puede controlar la espada, si es que la piedra-oscura funciona en realidad. » El catalista lanzó una veloz mirada al arma y un escalofrío de júbilo lo recorrió. El cuerpo de Joram desprendía un resplandor verde, el muchacho aullaba de dolor. Se estaba desplomando literalmente en el suelo mientras el veneno iba invadiendo su cuerpo. No obstante, sus manos sujetaban todavía la espada, manos que no estaban cubiertas por aquel líquido mortífero, e, incluso mientras Saryon lo observaba, el veneno empezó a desaparecer de los brazos de Joram y de la parte superior de su cuerpo: la Espada Arcana estaba absorbiendo el hechizo.

Sin embargo, lo estaba haciendo con demasiada lentitud. Joram estaría peor que muerto en cuestión de segundos, convirtiéndose su cuerpo en un informe montón de carne retorcida y convulsa sobre la arena que cubría el suelo de la herrería.

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