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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (53 page)

—Cuidado, estará caliente... —le advirtió Saryon, acercándose al objeto, atraído por una fascinación que se negaba a justificar ante sí mismo y que tampoco quería admitir.

—No está caliente —susurró Joram, atemorizado, sosteniendo la mano a poca distancia de él—. ¡Acercaos más, Saryon! ¡Venid a ver! ¡Ved lo que hemos creado!

En su entusiasmo, Joram olvidó su enemistad con el catalista y lo cogió del brazo obligándolo a acercarse.

¿Qué era lo que había esperado ver? Saryon no estaba seguro. Había visto dibujos de espadas en aquellos antiguos libros, dibujos detallados de gráciles hojas curvas, de empuñaduras vistosamente trabajadas, hechos recordando con cariño a aquellos que habían empuñado aquellas herramientas siniestras. Saryon se sorprendió de poder recordar aquellas ilustraciones con tal claridad, después de haberse dicho repetidamente que
eran
herramientas siniestras, instrumentos de Muerte. Sin embargo, ahora se daba cuenta, al sentirse decepcionado, que se las había estado representando en su mente, admirándolas en secreto por su delicada eficiencia. Había ansiado, quizá tanto como el muchacho, comprobar si podía emular aquella belleza.

Habían fracasado. Retrocediendo con repugnancia, Saryon se desasió de Joram. Aquella cosa que reposaba sobre el suelo de piedra no era hermosa. Era fea; una herramienta siniestra, un instrumento de Muerte, en lugar de una brillante y resplandeciente hoja de luz.

Saryon se dio cuenta de que las espadas representadas en los antiguos libros eran el resultado de siglos de esfuerzos y aprendizaje. Joram no era más que un principiante, sin experiencia, sin la técnica ni los conocimientos necesarios, sin nadie que le enseñara. La tosca espada que acababa de forjar esa noche podría muy bien haberla esgrimido, mil años antes, algún salvaje y bárbaro antepasado suyo.

Estaba hecha de un sólido pedazo de metal, empuñadura y hoja hechas de una sola pieza, sin gracia ni forma. La hoja era recta y apenas si se la podía distinguir de la empuñadura. Un corto travesaño de cantos redondeados separaba ambas partes. La empuñadura aparecía ligeramente redondeada, para encajar en la mano. Joram le había añadido una protuberancia en el extremo en un intento por equilibrarla, al haber calculado Saryon que aquello sería necesario para poder manejar el arma eficazmente.

La espada era tosca y fea. Sin embargo, Saryon hubiera podido enfrentarse a aquello de una manera lógica. Pero en aquella espada había algo aún más horrendo, algo diabólico: el pomo redondeado de la empuñadura unido al largo cuello de la empuñadura misma, junto con los cortos y toscos brazos que formaban la cruz, y el estrecho cuerpo de la hoja, convertían aquella arma en una macabra parodia de un ser humano.

La espada yacía a sus pies como un cadáver, como la personificación del pecado cometido por el catalista.

—¡Destrúyela! —jadeó con voz ronca, y tendía la mano para cogerla, con la loca idea de arrojarla en pleno corazón de aquellos carbones ardientes, cuando Joram lo apartó de un empujón.

—¿Estáis loco?

Perdiendo el equilibrio, Saryon se tambaleó hacia atrás yendo a dar contra un montón de moldes de madera.

—No, estoy cuerdo por primera vez en mucho tiempo —gritó con voz hueca, levantándose—. Destrúyela, Joram. ¡Destrúyela, o ella te destruirá a ti!

—¿Vais a entrar en el negocio de adivinar el futuro? —le gruñó Joram furioso—. ¡Le haréis la competencia a Simkin!

—No necesito cartas para ver el futuro en esa arma —dijo Saryon, señalándola con una mano temblorosa—. ¡Mírala, Joram! ¡Mírala! ¡Tú estás Muerto, pero la vida palpita y corre por tus venas! ¡Te preocupas, sientes! ¡La espada está
muerta
! Y traerá únicamente muerte.

—¡No, catalista! —le contestó Joram, sus ojos tan negros y fríos como la espada—. Porque vos le vais a dar Vida.

—No.

Saryon negó resueltamente con la cabeza. Envolviéndose en sus ropas, buscó las palabras precisas para discutir con Joram y hacerlo entrar en razón, pero no podía ver nada, ni pensar en nada, únicamente en la espada que estaba allí sobre el suelo, rodeada de los desperdicios que habían sobrado en su fabricación.

—Le daréis Vida, Saryon —repitió Joram con suavidad, levantando la espada torpemente en su mano. Algunos pedazos de arcilla estaban todavía adheridos a su superficie. De su cuerpo sobresalían delgados tentáculos de metal, en aquellos lugares donde la líquida aleación se había introducido en pequeñas grietas del molde—. Vos tenéis mucha razón al hablar de la muerte, catalista. Es verdad. Esto —agitó la espada con dificultad, casi a punto de dejarla caer, ya que su peso hacía que se le doblase la muñeca— está muerto. Reparte muerte. Pero es una hoja de doble filo, Saryon. También reparte vida. Representará la vida para Andon y su gente, sin mencionar a todos los otros que están por ahí, a quienes Blachloch planea explotar.

—¡A ti no te importa nada de eso! —le acusó Saryon, respirando pesadamente.

—Quizá no —siguió Joram, indiferente. Se enderezó, echando hacia atrás la rizada melena negra para apartarla de su rostro, y miró fijamente a Saryon, sin mostrar la menor expresión en sus oscuros ojos—. ¿A quién le importa? ¿Al Emperador? ¿A vuestro Patriarca? ¿Qué hay de su dios, también? No, sólo a vos, catalista. Y ésa es vuestra desgracia, no la mía. Y porque vos os preocupáis, haréis esto por mí.

A Saryon se le pegaba la lengua al paladar. Las palabras bullían en su cerebro pero no encontraba forma de expresarlas. ¿Cómo podía aquel muchacho penetrar las mismas tinieblas de su alma?

Al ver la expresión agonizante del catalista y su desorbitada mirada, Joram volvió a sonreír, con aquella extraña sonrisa sin brillo.

—Vos decís que hemos traído la muerte al mundo —siguió, encogiéndose de hombros—; yo digo que la muerte ya existía en el mundo, y nosotros hemos traído la vida.

La espada estaba sobre el yunque. Joram la había vuelto a colocar sobre las brasas, calentándola hasta que el metal se volvió maleable. El arma brillaba con un fulgor rojizo, tomando las propiedades del hierro que había en la aleación, más que de la piedra-oscura de fulgor blanquecino. En aquellos momentos, el joven golpeaba los cantos de la hoja para afilarlos, con estruendosos martillazos. Una vez que el arma estuviera templada, utilizaría una rueda de piedra para afilar la punta y el filo de ambos lados.

Saryon observaba cómo Joram trabajaba con la mente trastornada, y los ojos vidriosos escociéndole, mientras en su cabeza resonaba aquel martilleo que le sacudía todo el cuerpo.

Vida... muerte... vida... muerte... Cada martillazo, cada latido de su corazón, lo sacaba a relucir. Saryon había estado equivocado. La espada no estaba muerta, ahora se daba cuenta. Estaba viva, terriblemente viva, retorciéndose y sacudiéndose, pareciendo disfrutar con cada golpe. Aquel ruido destrozaba los nervios, pero cuando Joram arrojó finalmente a un lado el martillo, el silencio resultó más fuerte y más doloroso que los golpes del martillo. Cogiendo la espada firmemente con unas tenazas de hierro, Joram le echó una torva mirada al catalista. Encorvado en sus ropas, con aspecto desdichado, Saryon tiritaba con un sudor frío.

—Ahora, catalista —dijo Joram—. Otórgame Vida.

Hablaba con voz burlona, imitando a Blachloch.

Saryon cerró los ojos, pero aún podía ver el rojo fuego de la fragua grabado en sus párpados. Parecía como si su visión nadara en sangre. La imagen de Joram estaba allí, una confusa mancha oscura, mientras que el arma que empuñaba resplandecía con un llamativo color verde. Aparecieron unas imágenes en medio de las llamas y la sangre: el joven Diácono moribundo; Andon atado a un poste de madera, con el cuerpo doblándose bajo los golpes; Mosiah corriendo, pero no lo suficientemente deprisa como para sacudirse de encima a sus perseguidores.

Yo digo que la muerte está en el mundo...

Saryon vaciló. Otras imágenes pasaron por su mente: el Patriarca conduciendo al diminuto Príncipe a la muerte, todos aquellos niños a los que él mismo había enviado a la muerte «por el bien del mundo».

Quizás el mundo había existido únicamente en cada uno de aquellos niños.

Alrededor de Saryon todo era quietud y silencio. Podía oír los propios latidos de su corazón, como un martilleo ahogado, y supo que para él, el mundo existía ahora sólo en Mosiah, en Andon y en los niños de aquel poblado campesino que habían visto cómo sus casas se quemaban. Respirando profundamente, Saryon invocó la magia.

El catalista sintió cómo penetraba en su cuerpo, haciéndole sentir el Hechizo y, al mismo tiempo, exigiendo una salida. Se levantó lentamente de la silla donde había estado sentado y se acercó colocándose frente a Joram.

—Coloca la espada en el suelo delante de mí —intentó decir Saryon, pero las palabras resultaron inaudibles.

Obedeciendo más por instinto que porque lo hubiera entendido, Joram colocó la espada a los pies del catalista.

De la misma manera que se arrodillaba para la Ceremonia del Alba, de la misma manera que se arrodillaba para los Rezos Vespertinos, de la misma manera que se arrodillaba ante Almin, que estaba muy lejos, asistiendo a los oficios en El Manantial, Saryon se arrodilló sobre el pétreo suelo ante la espada. Tendiendo una mano temblorosa, sujetó la empuñadura. Su carne pareció encogerse cuando la tocó; temió que lo quemara, pero la mágica aleación se había vuelto ya fría y rígida. El frío penetrante del hierro se precipitó por su brazo, asestándole un golpe en el corazón. Saryon, sin embargo, sujetó la espada con fuerza, animado por una fuerza de espíritu que superaba la debilidad de la carne.

Con un apagado suspiro, Saryon repitió la oración que acompañaba al proceso de transferir Vida, y sintió cómo la magia fluía desde el mundo, recorriéndole todo el cuerpo hasta desembocar en aquel pedazo muerto de metal creado por el hombre.

Mientras la asía, la espada empezó a refulgir de nuevo, esta vez con el blanco fulgor de la fundida piedra-oscura. Brillaba cada vez con más fuerza, como si estuviera al rojo vivo y fuera a disolverse en cualquier momento a través de la piedra sobre la que descansaba; sin embargo, su tacto seguía siendo helado. El catalista sujetaba aún la empuñadura.

¡No podía soltarla! ¡No podía cerrar el conducto que había abierto hacia la espada! Como si de un ser Vivo se tratara, la espada absorbió la magia que había en él, dejándolo sin nada, luego lo utilizó para seguir absorbiendo la magia de todo lo que la rodeaba. Haciendo esfuerzos por respirar, sintiéndose cada vez más y más débil, Saryon intentó arrancarse la espada de la mano, pero no pudo moverla.

—¡Joram! —gritó en un susurro—. ¡Ayúdame!

Pero Joram tenía los ojos clavados en la espada, su frío y pálido resplandor era tal que parecía como si la luna se hubiera escapado de entre las nubes de tormenta y hubiera ido allí a reinar.

Perdiendo el conocimiento, Saryon cayó al suelo, su mente quedó sumida en un estupor mientras la magia penetraba en él, lo atravesaba y salía de él con una fuerza que se estaba llevando con ella su propia Energía Vital. La oscuridad se cerró a su alrededor en el mismo momento en que la luz empezaba a brillar aún con más fuerza.

Y entonces unos fuertes brazos lo levantaron y unas fuertes manos lo arrastraron por el suelo, apoyándolo contra algo que se sentía demasiado mareado y aturdido para reconocer. No podía ver. Una luz brillante lo cegaba. ¿Dónde estaba la espada? La blanca luz parecía que estaba muy lejos de él, en el centro de la cueva, y sin embargo, le parecía también como si siguiese sujetando aún aquel frío metal y fuera a seguir sujetándolo siempre, eternamente.

Saryon podía oír de nuevo el viento en el exterior, y sentir su frío aliento en la mejilla. Debía de estar tendido cerca de la entrada de la cueva, pensó confusamente, y en ese momento el sonido del viento quedó ahogado por un fuerte siseo. Abriendo los ojos, horrorizado, vio cómo Joram sumergía la fría y, a la vez, abrasadora espada en la pila del agua. Una nube de blanco y fétido vapor se alzó ante él, como un fantasma que abandona su cuerpo sin vida.

Saryon volvió a cerrar los ojos, con su mente demasiado fatigada para absorber nada más. La luz, la niebla, el rostro lívido de Joram, todo se entremezcló en un turbulento y asfixiante vórtice. Lo invadieron las náuseas, sintió un peso en el estómago y se dio cuenta de que iba a vomitar. Desplomándose totalmente sobre el suelo, apretó la febril mejilla contra la fría piedra, anhelando respirar aire fresco.

Por encima del siseo de aquella agua hirviente y burbujeante, le llegó la voz de Joram susurrando en una invocación casi reverencial:

—La Espada Arcana...

9. La jugada de Simkin

Regresaron de la forja bajo la grisácea luz del amanecer dando tropezones con aire furtivo, helados hasta la médula, y tan agotados que eran incapaces de pensar coherentemente. La tempestad había cesado; ya no soplaba el viento y la lluvia había dejado de caer. Los únicos sonidos audibles en la todavía dormida aldea eran los producidos por el agua de lluvia al gotear de los aleros de las casas y el medio adormilado ladrido de algún perro guardián que parecía tomarse sus deberes con inusitada dedicación. Pero el frío seguía siendo penetrante hasta tal punto, que incluso la prisión le empezaba a parecer a Saryon un remanso de paz y bienestar mientras se movía a trompicones por las desconocidas y oscuras calles, apoyado en el brazo de Joram. El joven llevaba también con él la Espada Arcana, bien sujeta contra su pecho, ocultándola bajo la capa.

Tanto Joram como Saryon estaban exhaustos, agotados por la excitación y el miedo. Por si esto fuera poco, se alzó ahora, para atormentarlos, el repentino temor —casi olvidado en la confusión provocada por la forja de la espada— de que algo hubiera ido mal. ¿Se habría despertado el centinela y decidido investigar? ¿Habrían descubierto a Mosiah? ¿Encontrarían a Blachloch sentado allí, esperándolos pacientemente como el gato que acecha al ratón? Aquellos temores aumentaron a medida que se acercaban a la prisión. Cuando llegaron a la calle donde se encontraba el edificio, ambos se detuvieron, ocultándose en las sombras, mirándolo fijamente antes de atreverse a seguir avanzando.

Todo parecía tranquilo. No se veía ninguna luz en la ventana del centinela, como hubiera sido el caso de hallarse levantado. Tampoco se veía ninguna luz en la ventana de la prisión.

—Todo está bien —suspiró Saryon aliviado, dando un paso hacia adelante.

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