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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (139 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Comencé a dormir en las noches. Durante el día, Juan me dejaba trabajar en el comedor o en el emparrado frente al mar. Pasaban pocas gentes y el único otro huésped en la casa trabajaba en una factoría para el montaje de aviones en Alicante, Comencé a pensar en un libro que quería escribir —mi primer libro— coleccionando historias primitivas de gente primitiva en la guerra, tales como las que había urdido para mis charlas de radio. Pero primero tenía que reparar la máquina de escribir portátil que Sefton Delme había desechado, inutilizada después de su esfuerzo de aprender a escribir a máquina. Cuando la quiso tirar, le pedí que me la diera y se rió a carcajadas con la idea de que alguien pudiera volver a utilizarla después de haberla martirizado con sus dedos enormes.

Ahora era nuestra mayor riqueza, pero no escribía aún y yo odiaba escribir a mano; era demasiado lento para seguir el curso de mis ideas.

Sobre la mesa más grande de pino fregado que había bajo el emparrado, desmonté la máquina, extendí sus mil y una piezas, las limpié y remendé y fui sin prisa reconstruyendo el mecanismo. Era un buen trabajo. Me parecía estar oyendo a mi tío José:

«Cuando yo tenía veinte años comencé a escribir. En aquel tiempo, sólo la gente rica usaba plumillas de acero. Los demás teníamos aún plumas de ave, y antes de aprender a escribir, tuve que aprender cómo cortarlas con un cortaplumas. Pero eran demasiado finas para mis dedos, y me hice una pluma gruesa de un trozo de caña.»

Yo también tenía que cortar mi pluma antes de escribir mi primer libro, aunque la mía era mucho más complicada que la del tío José. Pero yo también estaba a punto de comenzar a aprender a escribir.

En aquellos primeros días era completamente feliz, sentado al sol, envuelto en la luz, el olor y el sonido del mar, reconstruyendo y remendando un mecanismo complicado —¡cómo me fascinaba la maquinaria!—, mi cerebro embebido en el laberinto de piezas frágiles, y en la visión de un libro, el primer libro, que iba tomando forma en el fondo de mi mente.

En una noche plateada, llena de cantos de grillos y croar de ranas, oí el zumbido pesado de aviones acercándose y alejándose, para volver a acercarse. No hubo más que tres explosiones sordas, la última de las cuales sacudió la casita. A la mañana siguiente supimos que una de las bombas arrojadas por los Capronis —había visto uno de ellos brillar como una gigante mariposa de plata en la luz de la luna— había caído en Alicante en un cruce de calles, derrumbando una docena de casas de adobe, y matando a unos cuantos trabajadores pobres que vivían en ellas. La segunda bomba había caído en un campo desierto. La tercera había caído en la huerta de un viejo. Había destruido sus plantas de tomate y no había matado más que una rana que quedó despatarrada en el borde del cráter. La risa estúpida del mecánico de aviación ante la idea de una bomba matando una rana, me puso furioso. El jardín herido se había apoderado de mí. No podía concebir que fuera materia de indiferencia, y menos de burla, el herir cosa viva alguna. El total de la guerra estaba simbolizado allí en los árboles y las plantas arrancados por una bomba, en la rana muerta por la contusión. Ésta fue la primera historia que escribí con la máquina ya curada.

En la cuarta semana de nuestra estancia en San Juan de la Playa nos despertó una llamada pesada a nuestra puerta. Abrí, vi la cara asustada de Juan, y dos hombres le empujaron a un lado y llenaron el marco de la puerta:

—Policía. Aquí están nuestros carnets. ¿Es esta señora una austríaca llamada Ilsa Kulcsar? ¿Sí? Pues haga el favor de vestirse y salir.

Aún no había salido el sol y el mar estaba plomizo. Nos miramos unos a otros sin decir nada y nos vestimos de prisa. Una vez fuera, uno de los agentes preguntó a Ilsa:

—¿Tiene usted un marido en Barcelona?

—No —dijo asombrada.

—¿No? Bueno, pues aquí tenemos una orden de Barcelona para que la llevemos a su marido, Leopoldo Kulcsar, que la reclama.

—Si el nombre es Leopoldo Kulcsar, efectivamente es mi marido legal, de quien estoy separada. Ustedes no tienen derecho a obligarme a que vaya con él, si es que realmente está en Barcelona.

—Bueno, nosotros no sabemos nada más que tenemos la orden de que se venga con nosotros; y si no quiere venir, pues no tenemos más remedio que llevarla detenida. Ahora usted verá si quiere venir o no.

Antes de que Ilsa contestara, dije:

—Si la arrestan, me tienen que arrestar a mí también.

—¿Y usted quién es?

Se lo expliqué y les mostré mi documentación. Se marcharon a discutir a solas el nuevo problema. Cuando volvieron a entrar, uno dijo:

—El caso es que no tenemos órdenes...

Ilsa interrumpió:

—Me voy con ustedes, pero únicamente si él me acompaña.

El segundo agente gruñó:

—Que se venga. Si tenemos que arrestarla a ella, tendríamos que arrestarle a él también.

Nos dieron el tiempo justo para liquidar cuentas con Juan, dejarle encargado de nuestro equipaje y preparar una maleta pequeña. Después nos metieron en el coche que esperaba fuera.

—No te apures —dijo Ilsa—, como es Poldi quien ha empezado la caza, es indudable que debe haber un error estúpido.

Lo que sí era indudable era que ella no entendía lo que estaba pasando. Había leído el sello y mirado los carnets de los policías, y sabía que estábamos en manos del famoso y temible SIM (Servicio de Inteligencia Militar). Aquella historia sobre el marido de Ilsa no era más que una pantalla. El intento que había fracasado en Madrid se intentaba ahora a través de una agencia mucho más poderosa, en un sitio donde la ayuda de otros era completamente imposible. Lo único que me asombraba era que no nos hubieran registrado. Yo tenía en el bolsillo una pistola pequeña que Agustín me había dado al salir de Madrid.

Nos llevaron a lo largo de la carretera de la costa hacia Valencia. Después de la primera media hora, los dos agentes comenzaron a preguntarnos sobre nuestros asuntos, con una simpatía reservada. Discutimos la marcha de la guerra. Uno de ellos dijo que era socialista. Nos preguntaron dónde podíamos tener una comida decente y les propuse ir a casa de Miguel en el Peñón de Ifach. Con asombro mío nos llevaron allí. Miguel los miró agrio, escudriñó la cara serena de Ilsa, arrugó el entrecejo y me preguntó qué queríamos comer. Nos preparó una gallina frita con arroz a la marinera y se sentó a nuestra mesa. Fue una comida increíblemente normal. Cuando bebíamos despacio el último vaso de vino, uno de los agentes dijo:

—¿No escucháis nunca la radio? Durante días se ha dado un mensaje a la camarada para que se pusiera en contacto con su marido.

Me quedé pensando lo que hubiéramos hecho si lo hubiéramos oído, pero ¿quién escucha los mensajes de la policía al final de las noticias?

Mucho más humanizados por la comida y el sol, volvimos todos al coche. Miguel nos estrechó la mano y dijo:

—¡Salud y suerte!

Me adormilé, agotado por mis propios pensamientos y por la imposibilidad de hablar libremente con Ilsa. Ella estaba disfrutando con el viaje, y cuando llegamos a un naranjal, los agentes pararon el coche para que pudiera cortar una rama cargada de frutos en los tres colores, verde, amarillo y oro. La llevó a Barcelona. No podía entender su alegría. ¿Es que no se daba cuenta del peligro? O, si era verdad que el marido legal de ella estaba detrás de todo aquello, ¿no se daba cuenta de que podía querer sacarla a la fuerza de España y, posiblemente, deshacerse de mí también?

De pronto, cuando ya estábamos cerca de Valencia y la tarde estaba cayendo, el más rudo de los agentes dijo:

—Si entramos en Valencia antes que sea de noche, seguro que nos van a largar otro servicio. Vamos a dar la vuelta alrededor de la Albufera; a la camarada extranjera le va a gustar.

Me quedé rígido en mi asiento y no dije nada. La Albufera de Valencia es la laguna en la cual se habían arrojado los cadáveres de los asesinados en los días caóticos y violentos de 1936. Su nombre me hacía estremecer. Cautelosamente metí la mano en el bolsillo y quité el seguro de la pistola. En el momento que pararan y nos ordenaran bajar, comenzaría a disparar a través del bolsillo y no íbamos a ser los únicos muertos. Miraba los movimientos más insignificantes de los guardianes. Pero el uno iba adormilado y el otro charlaba sin parar con Ilsa, señalándole los patos, los campos de arroz, las redes de los pescadores, explicándole la vida de los pueblos y el tamaño de la laguna ancha y poco profunda, con su barro rojizo tiñendo las aguas. Y el coche seguía a un paso igual.

Habíamos pasado ya varios sitios que hubieran sido un lugar ideal para una ejecución rápida sin testigos. Si querían hacerlo, tenían que darse prisa. Estábamos ya al final de la Albufera.

Volví a echar el seguro de la pistola y la dejé caer en el fondo del bolsillo. Cuando saqué la mano la tenía agarrotada, y me estremecí.

—¿Estás cansado? —dijo Ilsa.

Cuando llegamos a Valencia era ya de noche y nos llevaron al domicilio del SIM. Nos dejaron esperando en una sala sucia, con agentes cuchicheando detrás de nosotros. Telefonearon a Barcelona, donde se había trasladado recientemente con el Gobierno la oficina central; regresaron después y comenzaron a hacernos preguntas abruptas, y volvieron a desaparecer. Al fin uno de ellos dijo, dudoso:

—Dicen que tú tienes que ir a Barcelona con ella. Pero no entiendo una palabra de qué se trata. Vamos a ver, explícamelo tú.

Traté de hacerlo, de una manera breve y simple. Se me quedaron mirando con desconfianza. Me daba cuenta de que hubieran querido retenernos en Valencia para investigar; pero cuando le pregunté si estábamos detenidos o no, me contestó:

—Libres. Sólo que tendréis que ir bajo observación, como os quieren allí tan urgentemente.

Abandonamos Valencia poco después de medianoche en un coche distinto. El agente que nos había llevado a través de la Albufera vino a despedirse y a decirnos que sentía mucho no le enviaran a él, pues hubiera sido como unas vacaciones. Pero cuando me senté en el coche me di cuenta de que nuestra cartera de mano con los documentos había desaparecido, a pesar de que nos habían afirmado que todas nuestras cosas estaban en el nuevo coche. Volví a la oficina, pregunté a los chóferes, pero todos negaron haberla visto. La cartera contenía mis manuscritos y la mayoría de los documentos que comprobaban nuestro trabajo en Madrid. Su pérdida significaba que habíamos perdido nuestra mejor arma de defensa, que podíamos necesitar urgentemente en Barcelona, el asiento ahora de las oficinas del Estado, con la nueva burocracia para la que éramos desconocidos, y con los viejos enemigos.

Cuando el coche se detuvo a la puerta del SIM en Barcelona, era tan temprano que ninguno de los jefes había llegado aún. Nadie sabía qué hacer con nosotros. Por razones de seguridad nos llevaron a otra sala y pusieron en la puerta un guardia aburrido. Ilsa estaba segura de que las cosas se iban a aclarar rápidamente. Yo no sabía qué pensar. ¿Estábamos o no estábamos detenidos? Tratamos de pasar el tiempo hablando sobre el edificio, muy pequeño para ser un palacio, demasiado grande para ser la casa de gente rica simplemente, con su patio de azulejos, sus gruesas alfombras en los pasillos, sus viejos braseros de copa y sus vitrales en colores mostrando un escudo de armas, pero modernos.

Entró un hombre bruscamente. Ilsa se levantó y gritó: «¡Poldi!». El hombre se quitó el sombrero, me lanzó una mirada sombría y besó la mano a Ilsa con un gesto exageradamente ceremonioso y cortés. Ella dijo unas cuantas palabras agrias en alemán y él se echó para atrás asombrado, casi tropezando. Más tarde ella me explicó que le había preguntado a él: «¿Por qué tienes que mandarme detener?», y que esta acusación le había desconcertado.

Únicamente entonces, Ilsa nos presentó el uno al otro, en francés, sin decir más que los nombres. Yo incliné la cabeza y él se dobló por la cintura en una reverencia teatral. No hablamos ni nos estrechamos la mano.

Su marido legal. Unos ojos febriles e intensos, hundidos en las órbitas y rodeados de ojeras profundas, me estaban mirando fijamente. La frente era amplia y alta, poderosamente abombada, más grande aún por su calva incipiente; la cabeza sentaba bien sobre unos hombros anchos; era delgado, poco más joven que yo y ligeramente más bajo de estatura. En su tipo, con buena presencia. Tenía las mandíbulas rígidamente cerradas formando una boca amargada cuyo labio superior quedaba reducido a un dibujo borroso. Sus cabellos escasos parecían muertos. Le contemplé en detalle, como él me estaba contemplando a mí.

Después se volvió a ella y se sentó a su lado en un sofá largo, forrado de terciopelo. El guardia le había saludado y se había ido. Estábamos solos los tres. Mientras ellos dos se enzarzaban en una conversación animada en alemán, me fui a la ventana y me puse a contemplar el patio, a través de los cristales del vitral, primero, a través de uno amarillo, luego de otro azul, por fin de uno rojo. Las tapias llenas de sol y las sombras bajo las arcadas adquirían, con cada color, profundidades y perspectivas inesperadas. Durante unos cuantos minutos no pensé en cosa alguna.

Era difícil para mi mentalidad española el abarcar y asimilar la situación. Para mí, aquel hombre nunca había sido real. Ilsa era mi mujer. Pero ahora, él, el marido legal, estaba en el mismo cuarto hablando con ella, y yo tenía que aquietar mis nervios. ¿Qué iba a hacer, por qué había venido a España, por qué nos había buscado a través del SIM, por qué el guardia le había saludado tan respetuosamente?

Los dos estaban hablando agriamente, aunque sus voces se mantenían en un tono bajo. Una pregunta brusca, una respuesta brusca; no estaban de acuerdo.

La pared opuesta me estaba lanzando a la cara el calor del sol. El frío que se había apoderado de mí en la madrugada se estaba disipando sin dejar detrás más que un gran cansancio, la fatiga de toda una noche sin dormir y de un viaje de veinticuatro horas, ¡vaya un viaje! La habitación se volvía ahora pesada e invitaba al sueño con sus cortinas, sus tapices y sus gruesas alfombras. No tenía parte en su conversación ininteligible. Lo que me hacía falta era un café, un coñac y una cama. ¿Había venido este hombre a reclamar a su mujer y llevársela consigo? La cuestión es si ella quiere ir con él; y no quiere. Sí, pero él es el marido legal, es un extranjero que puede reclamar la ayuda de las autoridades españolas para llevarse a su mujer; basta simplemente con que le nieguen la estancia en España y entonces, ¿qué? Protestaríamos. ¿A quién? ¿Con qué fundamentos legales? No había podido protegerla de persecuciones ni aun en Madrid.

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