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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (138 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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—Sí, aquí hay un cura y soy yo. ¿Qué pasa?

—Pues, hala, echa a andar con nosotros. Pero antes métete en el bolsillo una de tus hostias.

Sus amigos le imploraron que no saliera. Dijeron a los anarquistas que Lobo estaba garantizado por el Gobierno, que no permitirían que saliera, que iban a llamar a la policía. Al final, uno de los anarquistas dio dos patadas en el suelo, blasfemó furiosamente y dijo:

—¡Re... tales! ¡No le va a pasar nada! Lo que pasa es que la vieja, mi madre, se está muriendo y no quiere marcharse al otro barrio sin confesarse con uno de éstos. Es una desgracia para mí, pero ¿qué puedo hacer más que llevarme a éste?

Y el padre Lobo se marchó en el coche con los anarquistas, en una de aquellas madrugadas grises en las que se fusilaba a la gente contra la pared.

Mucho más tarde se fue durante un mes a vivir en las trincheras, entre los milicianos. Volvió agotado y profundamente conmovido. Muy pocas veces le oí hablar de sus experiencias en las trincheras. Una noche exclamó: «¡Qué brutos, Dios mío, pero qué hombres!».

Tenía su propia batalla mental. Lo que le hería más hondo no era la furia desatada contra las iglesias y los curas por gentes bruta

les, enloquecidas y llenas de rencores, sino el conocimiento de la culpabilidad de su propia casta, la clerecía, en la existencia de esta brutalidad y en la ignorancia y la miseria abyectas que existían en el fondo de ellos. Debía ser infinitamente duro para él el saber que los príncipes de su Iglesia estaban haciendo lo mejor para mantener a su pueblo oprimido, que estaban bendiciendo las armas de los generales y los señores, y los cañones que bombardeaban Madrid.

El Gobierno le había dado una tarea que no era precisamente una canonjía: la de investigar los casos de miseria entre clérigos escondidos. Pronto se vio confrontado con que algunos sacerdotes, cuyo «asesinato» por los rojos se había voceado en todas las propagandas, venían a ampararse en él, sanos y salvos, pidiendo ayuda.

A mí me hacía falta un hombre a quien pudiera hablar de lo más profundo de mi mente. Don Leocadio era el más humano y el más comprensivo. Sabía que no iba a contestar mis quejas con admoniciones o consuelos ñoños. Y así, volqué sobre él todos los pensamientos túrgidos que atascaban mi mente. Le hablé de la ley terrible que nos hacía herir a otros cuando no queríamos hacer daño. Aquí estaba el caso de mi matrimonio y su terminación: yo había herido a la mujer con quien no podía compartir mi vida, y había herido a los chicos porque odiaba el tener que vivir con aquella mujer que era su madre. Al encontrar a mi verdadera mujer, Ilsa, no había podido evitar hacer el daño final. Le conté que yo e Ilsa nos pertenecíamos uno al otro, nos complementábamos, sin superioridad de uno sobre otro, sin saber el porqué, sin quererlo saber tampoco, simplemente porque para los dos aquello era la única verdad de nuestra vida. Pero esta nueva vida que no podíamos rechazar, ni escapar a ella, significaba dolor, porque no podíamos ser felices sin causar daño a otros.

Le hablé de la guerra, repugnante porque enfrentaba a hombres de la misma sangre unos contra otros, en una guerra de dos Caínes. Una guerra en la cual sacerdotes eran fusilados en las afueras de Madrid y sacerdotes daban su bendición al fusilamiento de pobres labradores, hermanos del propio padre de don Leocadio. Millones como yo, que amaban sus gentes y su pueblo, estaban destruyendo, o ayudando a destruir, aquel pueblo y aquellas gentes tan suyas. Y lo peor era que ninguno de nosotros tenía el derecho de permanecer neutral.

Yo había creído, y aún creía, en una España libre con un pueblo libre. Había querido que esto llegara sin derramamientos de sangre, a fuerza de trabajo y de buena voluntad. ¿Qué podía hacer si esta esperanza, este futuro se estaba destruyendo? Tenía que luchar por ello. Y así, ¿tenía que matar a otros? Sabía que la mayoría de los que estaban luchando con las armas en la mano, matando o muriendo, no pensaban en ello, sino estaban animados por las fuerzas desatadas de su propia fe. Pero yo estaba obligado a pensar, para mí esta matanza era un dolor agudo que no podía olvidar ni calmar. Cuando oía el ruido de la batalla, no veía más que españoles muertos en ambos lados. ¿A quién tenía que odiar? ¡Ah, sí!, a Franco, a Juan March, a sus generales y monigotes partidarios y a los que cimentaban negocios sobre la sangre, a las gentes privilegiadas del otro lado. Pero entonces tenía que odiar también a ese Dios que les había dado a ellos callos en el corazón que les permitía organizar la matanza, y que me torturaba a mí con la tortura de odiar el matar, y que dejaba mujeres y niños sufrir su raquitismo y sus jornales de hambre, para acabar despedazándolos con obuses y bombas. Estábamos cogidos todos en un mecanismo monstruoso que nos trituraba entre sus ruedas dentadas; y si nos rebelábamos, toda la violencia y todo el odio se volvía en contra nuestra, arrastrándonos a la violencia.

Me sonaba en los oídos como si hubiera pensado y dicho las mismas cosas cuando era niño. Me excitaba yo mismo hasta llegar a una fiebre, hablando sin parar, con rabia, dolor y protesta. El padre Lobo me escuchaba pacientemente, diciendo sólo de vez en cuando:

—¡Despacio, despacio!

Es posible que en mi memoria estén mezcladas respuestas que yo me daba a mí mismo en las horas quietas en que me sentaba al balcón y me quedaba mirando las ruinas de la iglesia de San Sebastián, partida en dos por una bomba, con palabras que el padre Lobo me dijo. Puede ser que insensiblemente le haya convertido en el otro «yo» de mis diálogos internos sin fin. Pero así es como yo recuerdo lo que él me dijo:

—Y tú, ¿quién eres? ¿Quién te da a ti el derecho de erigirte en juez universal? Lo único que tú quieres es justificar tu miedo y tu cobardía. Tú eres bueno, pero quieres que todos sean buenos también, para que el ser bueno no te cueste ningún trabajo y sea un placer. Tú no tienes el coraje de predicar en lo que crees en medio de la calle, porque te fusilarían. Y como una justificación de este miedo, echas la culpa a los otros. Tú crees que eres decente y que piensas limpiamente, e intentas contármelo a mí y a ti mismo, afirmando que lo que pasa a los otros es culpa tuya y los dolores que tú sufres también. Todo eso es una mentira. La falta es tuya. Te has unido a esta mujer, a Ilsa, contra todo y contra todos. Vas con ella del brazo por las calles y la llamas «mi mujer». Y todos pueden ver que es verdad, que estáis enamorados uno de otro y que juntos sois completos. Ninguno de nosotros nos atrevemos a llamar a Ilsa tu querida, porque vemos que es tu mujer. Es verdad que habéis hecho daño a otros, a tus gentes, y es justo que sufras por ello. Pero ¿te das cuenta de que también has sembrado una buena semilla? ¿Te das cuenta de que cientos de gentes que desesperan de encontrar jamás lo que se llama amor os miran y aprenden a creer que existe y es verdad, y que pueden tener esperanza? Y esta guerra. Tú dices que es repugnante y sin sentido. Yo no. Es una guerra bárbara y terrible con infinitas víctimas inocentes. Pero tú no has vivido en las trincheras como yo. Esta guerra es una lección. Ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a las gentes de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias. En nuestras trincheras, los analfabetos están aprendiendo a leer y hasta a hablar y están aprendiendo lo que significa hermandad entre hombres. Están viendo que existe un mundo y una vida mejores que deben conquistar y están aprendiendo también que no es con el fusil con lo que lo tienen que conquistar, sino con la voluntad. Matan fascistas, pero aprenden la lección de que no se ganan guerras matando, sino convenciendo. Podemos perder esta guerra, pero la habremos ganado. Ellos aprenderán también que pueden someternos, pero no convencernos. Aunque nos derroten, seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad. Todos tenemos nuestro trabajo que hacer, así que haz el tuyo en lugar de hablar de un mundo que no te sigue. Sufre y aguántate, pero no te encierres en ti mismo y comiences a dar vueltas dentro. Habla y escribe lo que tú creas que sabes, lo que has visto y pensado, cuéntalo honradamente con toda tu verdad. No hagas programas en los que no crees, y no mientas. Di lo que has pensado y lo que has visto y deja a los demás que, oyéndote o leyéndote, se sientan arrastrados a decir su verdad también. Y entonces dejarás de sufrir ese dolor de que te quejas.

En las noches claras y frías de octubre me parecía a veces como si estuviera conquistando mi cobardía y mis miedos, pero encontraba muy difícil escribir lo que pensaba. Me es difícil aún. Encontré, sin embargo, que podía escribir la verdad de lo que había visto y que había visto mucho. Cuando el padre Lobo vio una de mis historias exclamó:

—¡Qué bárbaro eres! Pero sigue, es bueno para ti y para nosotros.

Una tarde llamó a nuestra puerta y nos invitó a que fuéramos a su cuarto para mostrarnos una sorpresa. En el cuarto estaba uno de sus hermanos, un obrero quieto, y un labrador de su pueblo. Yo sabía que cada vez que alguno de su pueblo venía a Madrid le traían vino para consagrar y vino para beber, y pensé que iba a invitarnos a un vaso de vino añejo. Pero nos condujo a su cuarto de baño. Un pavo enorme estaba allí, sosteniéndose torpemente sobre los baldosines, hipnotizado por la luz eléctrica. Cuando se marchó el campesino, hablamos de estas gentes sencillas que venían a ofrecerle lo mejor que tenían, sin pensar si era absurdo o no sepultar un pavo vivo en el cuarto de baño de un hotel de lujo.

—No es fácil para nosotros el entenderlos —dijo el padre Lobo—. Cuando se logra, se tiene la base de arte como el de Bruegel o Lorca. Sí, como Lorca. Escuchad. —Cogió un ejemplar de la edición de guerra del
Romancero gitano
y comenzó a recitar:

Y que yo me la llevé al río

creyendo que era mozuela,

pero tenía marido...

Leía con una voz llena de macho, sin titubear sobre las frases del amor físico crudo, sólo comentando:

—Esto es bárbaro, pero es tremendo.

A mí me pareció entonces mucho más un hombre, y mucho más un sacerdote de hombres y de Dios que nunca.

En las semanas peores, cuando hacía falta algún coraje para mostrarse con nosotros en público, prolongaba su estancia durante horas en nuestra mesa, consciente del soporte moral que nos proporcionaba. Sabía mucho más de lo que pasaba entre bastidores con referencia a nosotros que nosotros mismos, pero nunca descubrió lo que había oído a otros. Sin embargo, yo no dudé de sus palabras cuando, después de haber llegado a la crisis máxima la campaña contra nosotros, nos dijo un día:

—Ahora escucha la verdad, Ilsa. A ti no te quieren aquí. Sabes demasiado, conoces mucha gente y haces sombra a los otros. Eres demasiado inteligente y aquí no estamos aún acostumbrados a mujeres inteligentes. Tú no puedes evitar el ser como eres, así que te tienes que marchar; y te tienes que llevar contigo a Arturo, porque te necesita y porque os pertenecéis uno al otro. En Madrid ya no podéis hacer nada bueno, como no sea el estaros quietos sin hacer nada como ahora, y ¡aun así! Pero esto no es bueno para ti, porque tú quieres trabajar. Así que marcharos.

—Lo sé —replicó ella—. La única cosa que ahora puedo hacer por España es no dejar a la gente de fuera convertir mi caso en un arma contra el Partido Comunista, no porque yo quiera a los comunistas, que no los quiero aunque haya trabajado con ellos, sino porque esto sería un arma contra España y contra Madrid. Es por lo que me estoy quieta y no muevo ni un dedo por mí y por lo que digo a mis amigos que no hagan escándalo. ¡Tiene gracia! La única cosa que puedo hacer es no hacer nada.

Lo dijo secamente. El padre Lobo la miró lentamente y respondió:

—Perdónanos, Ilsa. Somos tus deudores.

Así, el padre Lobo fue quien nos convenció de que debíamos abandonar Madrid. Cuando lo acepté, quise que lo hiciéramos en seguida, para sentirlo menos. Otra vez era un día de noviembre, gris y lleno de niebla. Agustín y Torres fueron a despedirnos. El camión de guardias de asalto, con tablas desnudas por asientos, rebrincaba en el empedrado de las afueras. Aquella mañana los obuses eran escasos.

El padre Lobo nos había mandado a casa de su madre, en un pueblecito cerca de Alicante. En su carta le pedía ayudarme a mí, su amigo, y a «mi mujer, Ilsa». No quería chocar a su madre y había puesto —dijo— la verdad esencial. Cuando me enfrenté con su madre, la vieja mujer pesada ya, con los cabellos grises, que no podía leer —su marido descifró la carta del hijo—, y miré su cara sencilla y curtida, comprobé con gratitud la fe que don Leocadio había puesto en nosotros. Su madre era una mujer muy buena.

Capítulo 9

Frente a frente

La guerra allí no existía. Existían tan sólo los cerros azules al fondo, la media luna de la playa ancha y profunda a nuestros pies y el agua azul al frente. La carretera estrecha que corría a lo largo de la costa estaba alfombrada de arena fina. Al lado de la carretera, donde la tierra comienza a ser firme y las caracolas raras, habían surgido casitas de madera, mitad fonda y mitad taberna. Porque en tiempos de paz, San Juan de la Playa era un sitio de veraneo. Un kilómetro más allá estaba el pueblecito donde vivían los padres del padre Lobo con su hija inválida, envueltos en una quietud a la que prestaban calor los hijos y hermanos, todos trabajando en la guerra. Para la madre, toda la vida se encontraba alrededor de su hijo el sacerdote.

Fueron ellos quienes nos mandaron a su amigo Juan, el propietario de una de estas fondas y uno de los más famosos cocineros de arroz entre Alicante y Valencia. Nos alquiló un cuartito abierto al mar y nos dio la libertad de su casa y su cocina. De él aprendí a hacer una paella. Ilsa arregló con Juan que daría lecciones a sus dos hijas, lo cual nos permitiría vivir muy económicamente. Nos quedaba poco dinero. Secretamente, siempre he sospechado que Juan tenía la esperanza de que yo era un aristócrata disfrazado y huido, pues a pesar de sus protestas de republicano, no muy calurosas, uno de sus temas favoritos era explicarme con nostalgia los tiempos de los «señores» en que podía desplegar la cualidad de sus guisos con el mayor esplendor del servicio de mesa que daba a sus paellas el último toque.

Los días de noviembre en la costa de Alicante eran calientes, llenos de calma y de sol. En las tardes, cuando el agua comenzaba a estar fría, nos dejábamos secar en la arena cálida y contemplábamos los suaves rizos del agua sobre la playa. Algunas veces tendía cordeles, pero nunca llegué a pescar nada. Cuando comenzaba a surgir del horizonte del mar la sombra de la noche en los lentos crepúsculos, nos íbamos a lo largo del borde del mar —y los chiquillos del pueblecito también—, pescando los diminutos cangrejos de playa que denuncian su presencia por los bultos que forman en la arena recién mojada.

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