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Authors: Mario Vargas Llosa

La fiesta del chivo (6 page)

Y, por supuesto, Salvador Estrella Sadhalá, a cuya casa de la Mahatma Gandhi 21 el teniente Garc’ía Guerrero llegó esa madrugada, devastado por el odio, el alcohol y la desesperación, directamente del burdel de Pucha Vittini, alias Pucha Brazobán, en la parte alta de la calle Juana Saltitopa, donde lo llevaron, luego de aquello, el coronel Johnny Abbes y el mayor Roberto Figueroa Carrión, para que con unos cuantos tragos y un buen culo se olvidara del mal rato. «Mal rato», «sacrificio por la Patria», «prueba de voluntad», «óbolo de sangre al Jefe»: esas cosas le hab’ían dicho. Después, lo felicitaron por hacerse merecedor del ascenso. Amadito dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó a la carretera: un minúsculo fuego de artificio al estrellarse contra el asfalto. «Si no piensas en otra cosa, vas a llorar», se dijo, avergonzado ante la idea de que Imbert, Antonio y Salvador lo vieran romper en sollozos. Creerían que se había acobardado. Apretó los dientes hasta hacerse daño. Nunca había estado tan seguro de nada, como de esto. Mientras el Chivo viviera, él no viviría, sería la desesperación ambulante que era desde aquella noche de enero de 1961 en que el mundo se le desmoronó, y, para no dispararse un tiro en la boca, corrió a la Mahatma Gandhi 21, a refugiarse en la amistad de Salvador. Le contó todo. No de inmediato. Porque cuando el Turco abrió la puerta, sorprendido por esos golpes al amanecer que los sacaron de la cama y del sueño a él, su mujer y los niños, y se encontró en el umbral con la silueta desbaratada y apestando a alcohol de Amadito, éste no podía pronunciar palabra. Abrió los brazos y estrechó a Salvador. «¿Qué pasa, Amadito? ¿Quién se murió?» Lo llevaron a su dormitorio, lo echaron en la cama, dejaron que se desahogara balbuceando incoherencias. Urania Mieses le preparó una infusión de yerbabuena, que le hizo tomar a sorbos, como a niñito.

—No nos cuentes nada de lo que podrías arrepentirte —lo atajó el Turco.

Tenía sobre el pijama un kimono con ideogramas. Estaba sentado en una esquina de la cama, mirando a Amadito con cariño.

—Te dejo solo con Salvador —lo besó su tía Urania en la frente, levantándose—. Para que hables con más confianza, para que le digas lo que te daría pena contarme a mí.

Amadito se lo agradeció. El Turco apagó la luz central. La pantalla de la lamparilla del velador tenía unos dibujos que el resplandor del foco enrojecía. ¿Nubes? ¿Animales? El teniente pensó que, si estallaba un incendio, no se movería.

—Duerme, Amadito. Con la luz del día, las cosas te parecerán menos trágicas.

—Será igual, Turco. Día y noche seguiré teniéndome asco. Peor, cuando se me quiten los tragos.

Comenzó ese mediodía, en el cuartel general de los ayudantes militares, contiguo a la Estancia Radhamés. Acababa de regresar de Boca Chica, adonde el enlace del Jefe del Estado Mayor Conjunto con el Generalísimo Trujillo, mayor Roberto Figueroa Carrión, lo envió a entregar un sobre sellado al general Ramfis Trujillo, en la Base de la Fuerza Aérea Dominicana. El teniente entró al despacho del mayor a dar cuenta de su misión y éste lo recibió con expresión traviesa. Le mostró la carpeta de tapas rojas que tenía sobre el escritorio.

—¿A que no sabes qué hay aquí?

—¿Una semanita de permiso para irme a la playa, mi mayor?

—¡Tu ascenso a teniente primero, muchacho! —se alegró su jefe, alcanzándole la carpeta.

—Me quedé con la boca abierta, porque no me tocaba —Salvador no se movía—. Me faltan ocho meses para solicitar ascenso. Pensé: «Un premio consuelo, por haberme negado el permiso para casarme».

Salvador, al pie de la cama, hizo una mueca, incómodo. —¿Acaso no sabías, Amadito? Tus compañeros, tus jefes, ¿no te habían hablado de la prueba de la lealtad?

—Creí que eran habladurías —negó Amadito, con convicción, con furia—. Te lo juro. La gente no va por ahí, jactándose de eso. No lo sabía. Me tomó desprevenido.

—¿Era eso verdad, Amadito? Una mentira más, una mentira piadosa más, en esas sartas de mentiras que había sido la vida desde que entró a la Academia Militar. Desde que nació, puesto que había nacido casi al mismo tiempo que la Era. Claro que tenías que haber sabido, sospechado; claro que, en la Fortaleza de San Pedro de Macorís, y, luego, entre los ayudantes militares, habías oído, intuido, descubierto, a partir de las bromas, guaperías, aspavientos, bravuconadas, que los privilegiados, los elegidos, los oficiales a los que se confiaba los puestos de mayor responsabilidad eran sometidos a una prueba de lealtad a Trujillo, antes de ser ascendidos. Sabías muy bien que aquello existía. Pero, ahora, el segundo teniente García Guerrero sabía también que nunca quiso enterarse con detalles de qué se trataba aquella prueba. El mayor Figueroa Carrión le estrechó la mano y le repitió algo que, de tanto oirlo, había terminado por creérselo:

—Estás haciendo una gran carrera, muchacho. Le ordenó que fuera a buscarlo a su casa, a las ocho de la noche: irían a tomarse un trago para celebrar su ascenso y resolver un trámite.

—Llévate el jeep —lo despidió el mayor.

A las ocho, Amadito estuvo en casa de su jefe. Éste no lo hizo pasar. Debía haber estado espiando por la ventana, pues, antes de que Amadito alcanzara a apearse del jeep, apareció en la puerta. Subió al vehículo de un salto y sin responder el saludo del teniente, le ordenó, con voz falsamente natural:

—A La Cuarenta, Amadito.

—¿A la cárcel, mi mayor?

—Si, a La Cuarenta —repitió el teniente—. Allá nos estaba esperando ya sabes quién, Turco.

—Johnny Abbes —murmuró Salvador.

—El coronel Abbes García —rectificó, con sorda ironía, Amadito—. El jefe del SIM, sí.

—¿Seguro que quieres contarme esto, Amadito? —el joven sintió la mano de Salvador en su rodilla—. ¿No me vas a odiar después, por saber que yo también lo sé?

Amadito lo conocía de vista. Lo había divisado deslizándose como una sombra por los pasadizos del Palacio Nacional, bajando de su Cadillac negro blindado o subiendo a él en los jardines de la Estancia Radhamés, entrando o saliendo del despacho del jefe, algo que Johnny Abbes sí, y probablemente nadie más en toda la nación, podía hacer —presentarse a cualquier hora del día o de la noche en el Palacio Nacional o en la residencia privada del Benefactor y ser recibido de inmediato— y, siempre, como muchos de sus compañeros en el Ejército, la Marina o la Aviación, había tenido un secreto estremecimiento de revulsión, ante aquella silueta fofa y mal embutida en el uniforme de coronel, la negación encarnada del porte, la agilidad, la marcialidad, la virilidad, la fortaleza y apostura que debían lucir los militares —lo decía el jefe cada vez que hablaba a sus soldados en la Fiesta Nacional y en el día de las Fuerzas Armadas—, aquella cara mofletuda y fúnebre, con el bigotito recortado a la manera de Arturo de Córdova o Carlos López Moctezuma, los actores mexicanos más de moda, y una papada de gallo capón que le colgaba sobre el pescuezo encogido. Aunque sólo lo decían en la más cerrada intimidad y después de muchos tragos de ron, los oficiales detestaban al coronel Johnny Abbes García porque no era un militar de verdad. No se había ganado sus galones como ellos, estudiando, pasando por la academia y los cuarteles, sudando para trepar en el escalafón. Los tenía en pago de servicios seguramente sucios, para justificar su nombramiento de todopoderoso jefe del Servicio de Inteligencia Militar. Y descontaban de él, por las sombrías hazañas que se le atribuían, las desapariciones, las ejecuciones, las súbitas caídas en desgracia de encumbrados personajes —como la recientísima, del senador Agustín Cabral—, las terribles delaciones, infidencias y calumnias de la columna periodística El Foro Público que aparecía cada mañana en El Caribe y que tenían a las gentes en vilo, pues de lo que se dijera allí de ellas dependía su destino, por las intrigas y operaciones contra, a veces, gente apolítica, digna, ciudadanos pacíficos que, por alguna razón, habían caído en las infinitas redes de espionaje que Johnny Abbes García y su multitudinario ejército de caliés tenían tendidas por todos los vericuetos de la sociedad dominicana. Muchos oficiales —el teniente García Guerrero entre ellos— se sentían autorizados a despreciar en su fuero íntimo a ese individuo, pese a la confianza que le tenía el Generalísimo, porque pensaban, como muchos hombres del gobierno y, al parecer, el propio Ramfis Trujillo, que el coronel Abbes García, por su desembozada crueldad, desprestigiaba al régimen y daba razones a sus críticos. Sin embargo, Amadito recordaba una discusión en la que su jefe inmediato, el mayor Figueroa Carrión, a la sobremesa de una cena rociada de cerveza entre un grupo de los ayudantes militares, tomó su defensa: «El coronel puede ser un demonio; pero, al jefe le sirve: todo lo malo se le atribuye a él y a Trujillo sólo lo bueno. ¿Qué mejor servicio que ése? Para que un gobierno dure treinta años, hace falta un Johnny Abbes que meta las manos en la mierda. Y el cuerpo y la cabeza, si hace falta. Que se queme. Que concentre el odio de los enemigos y, a veces, el de los amigos. El Jefe lo sabe y, por eso, lo tiene a su lado. Si el coronel no le cuidara las espaldas, quién sabe si no le hubiera pasado ya lo que a Pérez Jiménez en Venezuela, a Batista en Cuba y a Perón en Argentina».

—Buenas noches, teniente.

—Buenas noches, mi coronel.

Amadito se llevó la mano al quepis e hizo el saludo militar, pero Abbes García le estrechó la mano —una mano blanda como una esponja, húmeda de sudor— y le dio una palmadita en la espalda.

—Pasen por aquí. junto a la garita, donde se apiñaba media docena de guardias, pasando la reja de la entrada, había un pequeño cuarto, que debía servir de oficina administrativa, con una mesa y un par de sillas. Lo mal alumbraba una sola bombilla balanceándose al final de un largo cordón lleno de moscas; en torno de ella chisporroteaba una nube de insectos. El coronel cerró la puerta, les señaló las sillas. Entró un guardia con una botella de Johnny Walker etiqueta roja («La marca que prefiero, por ser juanito Caminante mi tocayo», bromeó el coronel), vasos, un balde de hielo y varias botellas de agua mineral. Mientras servía los tragos, el coronel le hablaba al teniente, como si el mayor Figueroa Carrión no estuviera allí.

—Felicitaciones por el nuevo galón. Y por esa hoja de servicios. La conozco muy bien. El SIM recomendó su ascenso. Por sus méritos militares y cívicos. Le cuento un secreto. Usted es uno de los pocos oficiales a los que se les negó el permiso para casarse y obedeció sin pedir reconsideración. Por eso el jefe lo premia, adelantándole el ascenso un año. ¡Un brindis con Juanito Caminante!

Amadito bebió un largo trago. El coronel Abbes García le había llenado casi el vaso de whisky y echado apenas un chorrito de agua, de modo que recibió el líquido como una descarga en el cerebro.

—A esas alturas, en ese lugar, con Johnny Abbes dándote trago ¿no adivinabas lo que se te venía encima? —musitó Salvador. El joven detectó la pesadumbre empozada en las palabras de su amigo.

—Que iba a ser duro y feo, sí, Turco —repuso, temblando—. Pero, nunca lo que pasaría.

El coronel sirvió otra ronda. Los tres se habían puesto a fumar y el jefe del SIM habló de lo importante que era no dejar levantar cabeza al enemigo de adentro, aplastársela cada vez que intentara actuar.

—Porque, mientras el enemigo de adentro esté débil y desunido, lo que haga el de afuera no importa. Que Estados Unidos chille, que la OEA patalee, que Venezuela y Costa Rica ladren, no nos hace mella. Más bien, une a los dominicanos como un puño en torno al jefe.

Tenía una vocecita arrastrada y rehuía la mirada de su interlocutor. Sus ojitos pequeños, oscuros, rápidos, evasivos, estaban continuamente moviéndose y como divisando cosas ocultas a los demás. De rato en rato, se secaba el sudor con un gran pañuelo rojo.

—Sobre todo, los militares —hizo una pausa, para echar al suelo la ceniza de su cigarrillo—. Y, sobre todo, la crema de los militares, teniente García Guerrero. A la que usted pertenece ya. El Jefe quería que oyera esto.

Volvió a hacer una pausa, dio un copazo, tomó un trago de whisky. Sólo entonces pareció descubrir que el mayor Figueroa Carrión existía:

—¿El teniente sabe lo que el Jefe espera de él?

—No necesita que nadie se lo diga, es el oficial con más sesos de su promoción —el mayor tenía cara de sapo y sus rasgos hinchados se habían acentuado y sonrosado con el alcohol. A Amadito le dio la impresión de que el diálogo era una comedia ensayada—. Me imagino que lo sabe; si no, no se merece este nuevo galón.

Hubo otra pausa, mientras el coronel llenaba los vasos por tercera vez. Echó los cubitos de hielo con las manos. «Salud», y bebió y ellos bebieron. Amadito se dijo que prefería mil veces un trago de ron con Coc-ola al whisky, tan amargo. Y sólo en ese momento comprendió lo de Juanito Caminante. «Qué bruto no haberme dado cuenta», pensó. ¡Qué raro ese pañuelo rojo del coronel! Había visto pañuelos blancos, azules, grises. ¡Pero, rojos! Vaya capricho.

—Usted va a tener cada vez mayores responsabilidades —dijo el coronel, con aire solemne—. El Jefe quiere estar seguro de que está a la altura.

—¿Qué debo hacer, mi coronel? —a Amadito lo irritaba tanto preámbulo—. He cumplido siempre lo que mis superiores me han ordenado. Yo no defraudaré nunca al Jefe. ¿Se trata de la prueba de la lealtad, cierto?

El coronel, cabizbajo, miraba la mesa. Cuando levantó la cara, el teniente notó un brillo de satisfacción en esos ojos furtivos.

—Es verdad, a los oficiales con huevos, trujillistas hasta el tuétano, no se les dora la píldora —se puso de pie—. Tiene razón, teniente. Acabemos con esta bobería, para celebrar ese nuevo galón donde Puchita Brazobán.

—¿Qué tenías que hacer? —Salvador hablaba haciendo esfuerzos, con la garganta rajada y una expresión abatida.

—Matar a un traidor con mis manos. Así lo dijo: «Y sin que le tiemblen, teniente».

Cuando salieron al patio de La Cuarenta, Amadito sintió que las sienes le zumbaban. junto al gran árbol de bambú, al lado del chalet convertido en cárcel y centro de torturas del SIM, había, cercano al jeep en el que había venido, otro, casi idéntico, con las luces apagadas. En el asiento de atrás, dos guardias con fusiles flanqueaban a un tipo con las manos atadas y una toalla cubriéndole la boca.

—Venga conmigo, teniente —dijo Johnny Abbes, sentándose al volante del jeep donde estaban los guardias—. Síguenos, Roberto.

Al salir los dos vehículos de la prisión y tomar la carretera de la costa, se desencadenó una tormenta y la noche se llenó de truenos y relámpagos. Las trombas de agua los calaron.

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