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Authors: Mario Vargas Llosa

La fiesta del chivo (36 page)

—Debe encomendarse a Dios, Excelencia. La afección en la próstata es cancerosa.

Su sexto sentido le hizo saber que exageraba o mentía. Se convenció de ello cuando el urólogo exigió una operación inmediata. Demasiados riesgos si no se extirpaba la próstata, podía producirse metástasis, el bisturí y un tratamiento químico le prolongarían la vida algunos años. Exageraba y mentía, porque era un médico chambón o un enemigo. Que pretendía adelantar la muerte del Padre de la Patria Nueva, lo supo a cabalidad cuando trajo desde Barcelona a una eminencia. El doctor Antonio Puigvert negó que tuviera cáncer; el crecimiento de esa maldita glándula, debido a la edad, se podía aliviar con drogas y no amenazaba la vida del Generalísimo. La prostatectomía era innecesaria. Trujillo dio esa misma mañana la orden y el ayudante militar teniente José Oliva se encargó de que el insolente Lithgow Ceara desapareciera por el muelle de Santo Domingo con su ponzoña y su mala ciencia. ¡A propósito! El Presidente pelele no firmaba aún el ascenso de Peña Rivera a capitán. Descendió de la existencia divina al pedestre del pago de servicios a uno de los rufiancillos más hábiles reclutados por Abbes García.

—Me olvidaba —dijo, haciendo un ademán de disgusto con su propia cabeza—. No ha firmado usted la resolución de ascenso a capitán por méritos excepcionales del teniente Peña Rivera. Hace una semana que le hice llegar el expediente, con mi visto bueno.

La redonda carita del Presidente Balaguer se avinagró y su boca se contrajo; sus manitas se crisparon. Pero, se sobrepuso y volvió a adoptar la postura serena de costumbre.

—No la firmé porque creí conveniente comentar este ascenso con usted, Excelencia.

—No hay comentario que hacer —lo cortó el Generalísimo, con aspereza—. Usted ha recibido instrucciones. ¿No eran claras?

—Desde luego que sí, Excelencia. Le ruego que me escuche. Si mis razones no lo convencen, firmaré el ascenso del teniente Peña Rivera de inmediato. Aquí lo tengo, listo para la rúbrica. Por lo delicado, me pareció preferible comentárselo personalmente.

Sabía muy bien las razones que iba a exponerle Balaguer y comenzaba a irritarse. ¿Lo creía, esta insignificancia, demasiado envejecido o cansado, para atreverse a desobedecer una orden suya? Disimuló su disgusto y lo escuchó, sin interrumpirlo. Balaguer hacía prodigios de retórica para que las cosas que decía parecieran, gracias a las mullidas palabras y a la educadísima tonalidad, menos temerarias. Con todo el respeto del mundo se permitía aconsejar a Su Excelencia que reconsiderara la decisión de ascender, por méritos excepcionales además, a alguien como el teniente Víctor Alicinio Peña Rivera. Tenía un currículum tan negativo, tan manchado de acciones reprobables —acaso injustamente— que este ascenso sería utilizado por los enemigos, en Estados Unidos sobre todo, como una recompensa por la muerte de las hermanas Minerva, Patria y María Teresa Mirabal. Aunque la justicia estableció que las hermanas y su chofer murieron en un accidente carretero, en el extranjero se presentaba como un asesinato político, ejecutado por el teniente Peña Rivera, jefe del SIM en Santiago al ocurrir la tragedia. El Presidente se permitía recordar el escándalo armado por los adversarios cuando, por orden de Su Excelencia, el 7 de febrero del presente año autorizó, mediante decreto presidencial, que se cediera al teniente Peña Rivera la finca de cuatro hectáreas y la casa expropiada por el Estado a Patria Mirabal y su esposo por actividades subversivas. El griterío aún no cesaba. Los comités instalados en Estados Unidos seguían haciendo gran revuelo, exhibiendo aquella donación de tierras y de la casa de Patria Mirabal al teniente Peña Rivera, como pago por un crimen. El doctor Joaquín Balaguer exhortaba a Su Excelencia a no dar un nuevo pretexto a los enemigos para que repitieran que prohijaba a asesinos y torturadores. Aunque, sin duda, Su Excelencia lo recordaba, se permitía señalarle, además, que el lugarteniente preferido del coronel Abbes García, no sólo estaba asociado, en las campañas calumniosas de los exiliados, a la muerte de las Mirabal. También al accidente de Marrero Aristy y a supuestas desapariciones. En estas circunstancias, resultaba imprudente premiar al teniente de esa manera pública. ¿Por qué no de manera discreta, con compensaciones económicas, o algún cargo diplomático en un país alejado?

Al callar, se frotó de nuevo las manos. Pestañeaba, inquieto, intuyendo que su cuidadosa argumentación no serviría, y temiendo una reprimenda. Trujillo refrenó la cólera que borboteaba en su interior.

—Usted, Presidente Balaguer, tiene la suerte de ocuparse sólo de aquello que la política tiene de mejor —dijo, glacial—. Leyes, reformas, negociaciones diplomáticas, tramsformaciones sociales. Así lo ha hecho treinta y un años. Le tocó el aspecto grato, amable, de gobernar. ¡Lo envidio! Me hubiera gustado ser sólo un estadista, un reformador. Pero, gobernar tiene una cara sucia, sin la cual lo que usted hace sería imposible. ¿Y el orden? ¿Y la estabilidad? ¿Y la seguridad? He procurado que usted no se ocupara de esas cosas ingratas. Pero, no me diga que no sabe cómo se consigue la paz. Con cuánto sacrificio y cuánta sangre. Agradezca que yo le permitiera mirar al otro lado, dedicarse a lo bueno, mientras yo, Abbes, el teniente Peña Rivera y otros teníamos tranquilo al país para que usted escribiera sus poemas y sus discursos. Estoy seguro que su aguda inteligencia me entiende de sobra.

Joaquín Balaguer asintió. Estaba pálido.

—No hablemos más de cosas ingratas —concluyó el Generalísimo—. Firme el ascenso del teniente Peña Rivera, que se publique mañana en La Gaceta Oficial, y hágase llegar una felicitación de su puño y letra.

—Así lo haré, Excelencia.

Trujillo se pasó la mano por la cara, porque creyó que le venía un bostezo. Falsa alarma. Esta noche, respirando por las ventanas abiertas de la Casa de Caoba la fragancia de los árboles y las plantas, y divisando la miríada de estrellas en un cielo negro como el carbón, acariciaría el cuerpo de una muchacha desnuda, cariñosa, un poco intimidada, con la elegancia de Petronio, el Arbitro, e iría sintiendo nacer la excitación entre sus piernas, mientras sorbía los juguitos tibios de su sexo. Tendría una larga y sólida erección, como las de antaño. Haría gemir y gozar a la muchacha y gozaría él también, y de este modo borraría el mal recuerdo de ese esqueletito estúpido.

—Revisé la lista de los detenidos que el gobierno va a poner en libertad —dijo, con un tono más neutro—. Salvo ese profesor de Montecristi, Humberto Meléndez, no hay objeción. Proceda. Cite a las familias en el Palacio Nacional, el jueves en la tarde. Se reunirán allí con los liberados.

—Comenzaré los trámites de inmediato, Excelencia.

El Generalísimo se puso de pie e indicó al Presidente pelele, que iba a imitarlo, que siguiera sentado. No se iba aún. Quería desentumecer las piernas. Dio unos pasos frente al escritorio.

—¿Aplacará esta nueva liberación de presos a los yanquis? —monologó—. Lo dudo. Henry Dearborn sigue alentando conspiraciones. Hay otra en camino, según Abbes. Hasta Juan Tomás Díaz está metido.

El silencio que escuchó a su espalda —lo escuchó, como una presencia pesada y pegajosa— lo sorprendió. Se revolvió en el acto para mirar al Presidente fantoche: ahí estaba, inmóvil, observándolo con su expresión beatífica. No se tranquilizó. Esas intuiciones nunca le habían mentido. ¿Podía ser que esta microscópica humanidad, este pigmeo, supiera algo?

—¿Ha oído usted de esta nueva conspiración?

Lo vio negar, con enérgicos movimientos de cabeza.

—Lo hubiera reportado en el acto al coronel Abbes García, Excelencia. Como he hecho siempre que llega a mí cualquier rumor subversivo.

Dio dos o tres pasos más, frente al escritorio, sin decir palabra. No, si había uno entre todos los hombres del régimen, incapaz de verse envuelto en un complot, era el circunspecto Presidente. Sabía que sin Trujillo no existiría, que el Benefactor era la savia que le daba vida, que sin él se esfumaría de la política para siempre jamás.

Fue a pararse frente a uno de los amplios ventanales. En silencio, observó largamente el mar. Las nubes habían cubierto el sol y la grisura del cielo y el aire tenía unos celajes plateados; el agua azul oscura reverberaba a trozos. Un barquito surcaba la bahía, rumbo a la desembocadura del río Ozama; un pesquero, habría terminado la faena y regresaba a atracar. Iba dejando una estela de espuma y, aunque a esta distancia no podía verlas, adivinó a las gaviotas chillando y aleteando sin cesar. Anticipó con alegría el paseo de hora y media que daría, después de saludar a su madre, por la Máximo Gómez y la Avenida, oliendo el aire salado, arrullado por las olas. No olvidar tirarle las orejas al jefe de las Fuerzas Armadas por ese desagüe roto en la puerta de la Base Aérea. Que Pupo Román metiera la nariz en ese charco pútrido, a ver si nunca más se encontraba con un espectáculo tan asqueroso en la puerta de una guarnición.

Salió del despacho del Presidente Joaquín Balaguer, sin despedirse.

XV

—Si así estamos nosotros, acompañados, cómo estará Fifí Pastoriza, allá solito —dijo Huáscar Tejeda, apoyándose en el volante del pesado Oldsmobile 98 negro de cuatro puertas, estacionado en el kilómetro siete de la carretera a San Cristóbal.

—Qué mierda hacemos aquí —rabió Pedro Livio Cedeño—. Las diez menos cuarto. ¡Ya no vendrá!

Apretó como queriendo triturarla la carabina semiautomática M—1 que llevaba sobre las piernas. Pedro Livio era propenso a colerones; su mal carácter estropeó su carrera militar, de la que fue expulsado de capitán. Cuando ocurrió aquello ya se había dado cuenta de que, debido a las antipatías que su carácter le granjeaba, nunca progresaría en el escalafón. Salió del Ejército apenado. En la academia militar norteamericana donde estudió, se graduó con excelentes calificativos. Pero, ese humor que lo llevaba a encenderse como una antorcha cuando alguien le decía Negro y a dar puñetazos por cualquier motivo, frenó sus ascensos en el Ejército, pese a su excelente hoja de servicios. Lo expulsaron por sacarle el revólver a un general que lo amonestaba por confraternizar demasiado con la tropa siendo oficial. Sin embargo, quienes lo conocían, como su compañero de espera, el ingeniero Huáscar Tejeda Pimentel, sabían que, tras ese exterior violento, se escondía un hombre de buenos sentimientos, capaz —él lo vio— de sollozar por el asesinato de las hermanas Mirabal, a quienes ni siquiera conocía.

—La impaciencia también mata, Negro —trató de bromear Huáscar Tejeda.

—Negra será la puta que te parió.

Tejeda Pimentel intentó reírse, pero la destemplada reacción de su compañero lo entristeció. Pedro Livio no tenía remedio.

—Perdona —lo oyó disculparse, un momento después—. Es que tengo rotos los nervios, por la maldita espera.

—Estamos igual, Negro. Coño, te dije Negro de nuevo. ¿Vas a insultarme la madre otra vez?

—Esta vez, no —terminó por reírse Pedro Livio.

—¿Por qué te enfurece lo de Negro? Te lo decimos con afecto, hombre.

—Ya lo sé, Huáscar. En los Estados Unidos, en la academia, cuando los cadetes o los oficiales me decían negro, no era por cariño, sino por racistas. Tenía que hacerme respetar.

Pasaban algunos vehículos por la autopista, rumbo al oeste, hacia San Cristóbal, o al este, hacia Ciudad Trujillo, Pero no el Chevrolet Bel Air de Trujillo seguido por el Chevrolet Biscayne de Antonio de la Maza. Las instrucciones eran simples: apenas vieran acercarse ambos carros, que reconocerían por la señal de Tony Imbert —apagar y prender tres veces los faros— adelantarían el pesado Oldsmobile negro hasta cortar el paso al Chivo. Y él, con la carabina semiautomática M— 1 para la que Antonio le había dado varias municiones extras, y Huáscar con su Smith amp; Wesson de 9 mm modelo Y con nueve tiros, le echarían por delante tanto plomo como el que le estarían mandando desde atrás Imbert, Amadito, Antonio y el Turco. No pasaría; pero, si pasaba, dos kilómetros al oeste, Fifí Pastoriza, al volante del Mercury de Estrella Sadhalá, se le echaría encima, cerrándole otra vez el paso.

—¿Tu mujer sabe lo de esta noche, Pedro Livio? —preguntó Huáscar Tejeda.

—Cree que estoy donde Juan Tomás Díaz, viendo una película. Está encinta y…

Vio cruzar, a gran velocidad, un automóvil seguido a menos de diez metros por otro que, en la oscuridad, le pareció el Chevrolet Biscayne de Antonio de la Maza.

—¿No son ésos, Huáscar? —trató de perforar las tinieblas—. ¿Viste apagarse y prenderse los faros? —gritó, excitado, Tejeda Pimentel—. ¿Los viste?

—No, no hicieron la señal. Pero, son ellos. —¿Qué hacemos, Negro?

—¡Arranca, arranca!

El corazón de Pedro Livio se había puesto a latir con una beligerancia que apenas lo dejaba hablar. Huáscar hizo girar en redondo el Oldsmobile. Las luces rojas de los dos automóviles se alejaban más y más, pronto los perderían de vista.

—Son ellos, Huáscar, tienen que ser ellos. Por qué coño no hicieron la señal.

Las lucecitas rojas habían desaparecido; sólo tenían delante el cono de luz de los faros del Oldsmobile y una noche cerrada: las nubes acababan de ocultar la luna. Pedro Livio —su carabina semiautomática apoyada en la ventanilla— pensó en Olga, su mujer. ¿Cuál sería su reacción cuando se enterara que su marido era uno de los asesinos de Trujillo? Olga Despradel era su segunda mujer. Se llevaban maravillosamente, pues Olga —a diferencia de su primera mujer, con la que la vida doméstica había sido un infierno— tenía una paciencia infinita con sus explosiones de rabia, y evitaba, en esos arrebatos, contradecirle o discutir; y administraba la casa con una pulcritud que a él lo hacía feliz. Se llevaría una sorpresa descomunal. Ella creía que no le interesaba la política, pese a mantener una amistad estrecha estos últimos tiempos con Antonio de la Maza, el general Juan Tomás Díaz y el ingeniero Huáscar Tejeda, antitrujillistas notorios. Hasta hacía pocos meses, cada vez que sus amigos comenzaban a hablar mal del régimen, él callaba como una esfinge y nadie le sacaba una opinión. No quería perder su puesto de administrador de la Fábrica Dominicana de Baterías, que pertenecía a la familia Trujillo. Habían tenido una situación muy buena hasta que, debido a las sanciones, los negocios se pusieron de cabeza.

Desde luego, Olga estaba al tanto de que Pedro Livio guardaba rencor al régimen, porque su primera mujer, trujillista rabiosa y amiga íntima del Generalísimo, quien la hizo gobernadora de San Cristóbal, se había valido de esa influencia para conseguir una sentencia judicial prohibiendo a Pedro Livio visitar a su hija Adanela, cuya custodia fue confiada a su ex esposa. Tal vez Olga pensaría mañana que él se metió en este complot en venganza por esa injusticia. No, no era ésa la razón por la que estaba aquí, con su carabina semiautomática M—1 lista, corriendo detrás de Trujillo. Era —Olga no lo entendería— por el asesinato de las Mirabal.

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