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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (36 page)

—Han hablado con uno de los compañeros de Sykes —‌dijo Stone durante el trayecto‌—. Dicen que cuando Sykes contestó a la llamada se puso muy pálido y se fue corriendo al coche.

—¿Qué crees que pasó?

—No lo sé exactamente, pero tengo una idea bastante aproximada.

Llegaron a la dirección, una comunidad de casas adosadas en Chantilly, Virginia. Chapman estacionó donde Stone le indicó, pero no salió del coche.

—Esperemos —‌dijo.

Al cabo de media hora una furgoneta paró delante de una casa pequeña a cien metros de donde habían aparcado y una mujer se bajó.

Chapman la reconoció de inmediato.

—Es …

—Sí, es ella —‌afirmó Stone al tiempo que abría la puerta del coche.

Llegaron a la puerta delantera un segundo antes de que la cerrara. Stone introdujo el pie en el hueco. La mujer se giró, asustada. Stone había sacado la placa.

—¿Te acuerdas de nosotros?

Judy Donohue, que todavía llevaba el uniforme del Servicio Nacional de Parques, lo miró a él y luego a Chapman.

—Yo … sí, sí que me acuerdo. ¿Están aquí por lo del pobre señor Sykes? Me he enterado. Ha sido horrible.

—¿Podemos entrar?

—¿Por qué?

—Para hacerte unas cuantas preguntas más.

—Pero si les he dicho todo lo que sabía.

—En vista de los últimos acontecimientos se nos han ocurrido otras preguntas. —‌Stone abrió la puerta de par en par y Donohue se vio obligada a retroceder mientras él cruzaba el umbral.

—¡Oye! —‌dijo enfadada‌—. No puedes hacer eso.

—Pues acabo de hacerlo —‌dijo Stone. Chapman cerró la puerta tras de sí y Stone se internó en la casa.

—Esto es ilegal, ¿no? —‌dijo Donohue.

Stone lanzó una mirada a Chapman y luego se quedó mirando a Donohue.

—Me parece que no, pero, de todos modos, no soy abogado.

—Quiero que os marchéis ahora mismo.

—¿Por qué? ¿Tienes algo que ocultar?

Donohue estaba nerviosa.

—Por supuesto que no —‌repuso.

—Me he enterado de que te vas del Servicio de Parques. ¿Y eso? Pensaba que como te gusta tanto la naturaleza era el trabajo perfecto para ti.

—No es asunto tuyo, pero hace meses que me lo estaba planteando. Después de lo que ha pasado y de que hayan matado al señor Sykes, ha llegado el momento.

Stone se le acercó.

—¿Cuál es el destino de tu billete de avión? ¿Un lugar que no tiene leyes de extradición con este país?

—¿Qué?

—Vayamos al grano. ¿Adónde huyes? ¿Y cuánto te han pagado? Ingresaron cien mil dólares en la cuenta de Sykes. ¿Te han pagado lo mismo?

—No sé de qué coño estás hablando —‌exclamó Donohue.

—¿O sea que no te importa que echemos un vistazo para buscarlo?

—Sí, sí que me importa. Largaos.

Stone no le hizo ni caso y se le acercó más.

—¿Qué le han dicho a Sykes por el móvil para que se marchara conduciendo de esa manera? ¿Que habían tomado como rehén a uno de sus seis nietos? ¿Que no podía ponerse en contacto con nadie o matarían al niño? ¿Que tenía que conducir por una ruta determinada, una ruta que lo llevaba directo al francotirador? ¿Y luego bang, se acabó George Sykes?

—Largaos o llamo a la policía.

—Sykes no tenía nada que ver con todo esto —‌declaró Stone‌—. ¿El dinero en una cuenta secreta? Un montaje de lo más sencillo. ¿La conversación que supuestamente oíste sin querer entre Sykes y el agente Gross? Nunca se produjo. Ahora que Sykes y Gross están muertos nadie puede llevarte la contraria, pero se te escapó una cosa. Una cosa obvia. —‌Miró a Donohue de arriba abajo‌—. ¿Quieres saber de qué se trata?

A Donohue le empezaron a temblar los labios, pero no respondió.

—Voy a decírtelo de todos modos. Podemos verificar la información sobre el arborista y los motivos por los que el agujero se dejó sin tapar. ¿Por qué crees que descubriremos que todo lo que Sykes le contó al FBI es cierto? ¿Que el agujero no se podía rellenar por los motivos que dijo? ¿Y por qué crees que si cavamos tan hondo como el agujero para el árbol encontraremos agujeros incluso mayores en tu versión?

A Donohue comenzaron a flaquearle las piernas.

Stone se le acercó más.

—La bala de un rifle de largo alcance le ha atravesado la cabeza. —‌Le presionó la frente con el dedo‌—. Justo aquí.

—Para, por favor.

—Ahora que Sykes está muerto la investigación tendría que centrarse en ti. Nos pondríamos en contacto con el arborista y no habría por dónde coger tu mentira. Pero para entonces esperabas haberte marchado muy lejos, ¿no? ¿Por eso has vuelto temprano a casa? Para recoger tus cosas y emplear la documentación falsa que te han proporcionado. Te habrías esfumado en un abrir y cerrar de ojos.

—Bueno, es vuestra última oportunidad. Largo. —‌Donohue blandía el teléfono como si fuera un arma‌—. O llamaré a la policía.

Chapman dio un paso adelante.

—Ten en cuenta, Judy, que la gente con la que estás colaborando ha matado a todos los que les han ayudado. ¿Por qué crees que contigo será distinto? —‌Miró hacia la puerta‌—. De hecho, no me extrañaría que estuvieran esperando fuera a que nos marchemos para entrar y acabar con este cabo suelto.

Donohue parecía estar a punto de romper a llorar, pero recuperó la compostura.

—Por última vez, largo —‌espetó.

Stone y Chapman se marcharon.

—¿Y ahora qué? —‌preguntó Chapman.

—Una parte de mí cree que la hemos amedrentado, así que vamos a ver qué pasa.

—¿Y la otra parte?

—Me preocupa que muera antes de que consigamos que nos diga la verdad. Venga, pon el coche en marcha. Que piense que nos marchamos. Sé que nos está mirando por la ventana.

Chapman arrancó y se marcharon.

Stone le dijo que parara en un lugar alejado desde donde podían ver la casa de Donohue. Sacó el teléfono y llamó a Ashburn. Se lo explicó en un par de minutos y Stone asintió con la cabeza.

—Hazlo lo antes posible. —‌Colgó y guardó el teléfono.

—¿Y bien? —‌preguntó Chapman.

—Va a conseguir la orden para interrogarla.

—¿Y si se va de la casa?

—Tendremos que impedírselo y retenerla hasta que aparezcan los agentes del FBI.

Chapman apenas había empezado a relajarse en el asiento cuando dio un respingo.

Stone también lo había visto.

Donohue había salido de la casa. Llevaba una maleta y tenía prisa.

—Rápido, vamos a por ella antes de que se nos adelanten.

Para cuando Chapman hubo puesto la marcha, Donohue había abierto la puerta de su furgoneta.

—Impídele el paso —‌ordenó Stone.

—Vale. —‌Chapman aceleró.

El coche se encontraba a siete metros del de Donohue cuando esta arrancó.

La explosión hizo que el vehículo saltase por los aires y la onda expansiva procedente del estallido volcó el coche de Chapman. Stone y Chapman se quedaron inconscientes con la cabeza ensangrentada tras el impacto contra el metal y el cristal del coche, con los cinturones de seguridad todavía ceñidos.

72

Stone se despertó. Estaba conmocionado, aunque poco a poco fue recobrando el conocimiento. Intentó incorporarse, pero una mano se lo impidió. Vio a la agente Ashburn mirándole.

—¿Qué? —‌empezó a decir.

—No pasa nada. Tómatelo con calma —‌dijo con voz tranquilizadora.

Stone miró en derredor. Volvía a estar en una habitación de hospital. Se dispuso a cerrar los ojos, pero los abrió de golpe al recordar algo.

—¿Chapman?

—Se pondrá bien. Tiene unos cuantos chichones y morados. Igual que tú.

—Donohue está muerta —‌dijo en voz baja.

—Sí. ¿Habéis visto cómo estallaba la bomba?

Stone asintió.

—Ella estaba en la furgoneta.

—¿Tienes idea de dónde ha salido la bomba?

Se tocó la cabeza e hizo una mueca.

—O ya estaba en el vehículo cuando ha llegado a casa o alguien la ha colocado mientras estábamos dentro con ella.

—¿No habéis visto a nadie? —‌Stone meneó la cabeza lentamente. Ashburn se acomodó en una silla junto a la cama‌—. Me ha sorprendido recibir tu llamada sobre Donohue. ¿Qué te ha hecho apuntar en esa dirección?

—Una corazonada.

—¿Sobre ella?

—Más bien sobre negarme a dejar que me lleven de la oreja.

—¿Te refieres a que crees que eso es lo que está pasando?

Stone se incorporó en la cama.

—Me refiero a que creo que nos manipulan, sí.

—¿Se te ocurre quién podría ser el artífice?

—Quizás alguien que está entre los nuestros. Acuérdate de lo que dijo el agente Gross, que alguien le vigilaba.

—¿Cuál era la función de Donohue? ¿Fue ella la que estaba implicada en lo del árbol y la bomba y no George Sykes?

—Eso creo. Ha intentado que sospecháramos de él. ¿Habéis encontrado algo en casa de Donohue?

—No, pero si tenía documentación de viaje preparada para huir, estará en los restos de la explosión y todavía los estamos analizando. Aunque no suele quedar rastro de documentos tras una explosión.

—Pero llevaba una maleta. No cabe duda que la hemos asustado. Creo que pensaba huir.

—No te digo que no. —‌Ashburn se levantó‌—. Has tenido un día ajetreado. El guardia de seguridad/francotirador impostor casi te da y ahora saltas por los aires.

—¿Sabe alguien que estoy aquí?

—¿Te refieres a tus amigos? No, nos ha parecido mejor mantenerlo en secreto.

—¿Y Chapman está bien? ¿No me tomas el pelo?

—No te tomo el pelo.

—¿Puedo verla?

—Voy a preguntar. Vuelvo enseguida.

La puerta se abrió al cabo de menos de un minuto. No era Ashburn. Era Chapman impulsándose en una silla de ruedas. Llevaba una gasa en la mejilla derecha y otra en la frente.

Stone se sobresaltó y se incorporó un poco más. Se fijó rápidamente en la silla de ruedas y luego la miró.

—No te preocupes. —‌Chapman sonrió‌—. Puedo caminar, pero es la norma del hospital para los pacientes que han saltado por los aires. ¡Mira que tenéis normas los americanos!

Stone se recostó con expresión aliviada.

Chapman se paró junto a la cama.

—¿Y tú qué? ¿Estás entero?

Stone estiró los brazos y el cuello.

—Que yo sepa, sí. Dolorido pero operativo.

—Casi los pillamos.

—«Casi» no sirve de nada en nuestra profesión.

—¿Qué te ha dicho Ashburn?

—Lo básico. No hay pistas. Lo más importante que me ha dicho es que estabas bien —‌añadió con una sonrisa.

Chapman le devolvió la sonrisa.

—Me alegra saber que tienes claras las prioridades.

—Me has salvado la vida.

—Eso solo significa que estamos en paz.

—Supongo que es cierto.

—Pero Donohue era la última baza. No nos queda nadie más con quien hablar.

—Te equivocas. Nos queda Fuat Turkekul.

—Pero es intocable.

—Después de haber saltado por los aires dos veces, para mí no hay nada intocable.

Más tarde, Marisa Friedman entró y Stone intentó disimular su sorpresa, pero no lo consiguió.

Friedman llevaba una falda blanca, una blusa de seda azul y zapatos planos. Maquillaje impecable, el pelo brillante y suelto hasta los hombros. Llevaba un bolso en una mano y unas gafas de sol en la otra. Miró a Stone con ojos penetrantes y se sentó en la única silla de la habitación.

—Veo que te has llevado una sorpresa al verme —‌dijo.

—La última vez que me acerqué a ti me dejaron bien claro que no volviera a hacerlo.

—¿Qué sabes sobre mí?

—Weaver fue contundente pero informativo.

—En nuestra profesión eso es a veces bueno y otras veces no tanto.

Stone se incorporó.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Me he enterado de lo que te había pasado. Quería cerciorarme de que estabas bien.

—No te hacía falta venir aquí para saberlo. Bastaba con llamar.

Ella lo miró y luego apartó la vista rápidamente. Se levantó y se acercó a la ventana.

—Bonito día.

—Supongo. Ni lo había pensado.

Ella continuó mirando hacia el exterior.

—De niña me fascinaba el tiempo. Quería ser meteoróloga de mayor.

—¿Qué pasó?

Se giró hacia él.

—No estoy segura, la verdad. Hice todo lo que debía. Fui a las escuelas adecuadas. Luego me desvié hacia la facultad de Derecho de Harvard. Después de licenciarme tenía la intención de tomarme un año sabático, viajar a Europa, y luego acabar trabajando en un bufete de Nueva York. Pero tuve el capricho de asistir a un seminario sobre la CIA y para cuando me di cuenta ya habían pasado un montón de años. —‌Se volvió para mirar otra vez por la ventana‌—. He vivido mucho. —‌Se giró de nuevo hacia él‌—. Pero no tanto como tú, por lo que parece.

—¿Has hablado con Weaver sobre mí?

Se acercó a la cama.

—John Carr. Impresionante.

Stone se encogió de hombros con resignación.

—No había oído ese nombre en treinta años y ahora lo oigo continuamente.

Arrastró la silla más cerca de la cama y se sentó.

—Me sorprendió que me pillaras. No tenía ni idea de que me estabais siguiendo la noche que fui a ver a Fuat hasta que recibí un mensaje de los agentes de Weaver. ¿Cómo te lo montaste?

—¿Estás aquí realmente por eso? ¿Para asegurarte de que tu tapadera no tiene agujeros permanentes?

—¿Acaso no harías lo mismo?

—La verdad es que sí —‌reconoció.

—¿Y bien?

—Fue un proceso de eliminación. Aquella noche estabas en el parque. La historia de Adelphia no era creíble de ninguna de las maneras. Turkekul estaba allí porque había quedado con alguien. —‌La señaló con un dedo‌—. Tú eras la elección lógica. De hecho tardé más de la cuenta en caer, pero debo argüir en mi defensa que me han despistado con muchas estratagemas.

A Friedman se la notaba nerviosa y Stone enseguida se percató del motivo.

—¿Te preocupa que alguien más pudiera llegar a las mismas conclusiones que yo?

—Así es mi vida, agente Stone. Intentar descubrirlo antes de que me pillen.

—¿Cómo descubriste lo de Turkekul?

—Una docena de cosas nimias que no significaban nada por separado pero que resultaban muy significativas en cuanto se asociaban. Aunque me costó creerlo, la verdad, y, al comienzo, también al NIC. Pero empezaron a investigar y resultó ser verdad. La conexión afgana de Fuat selló su perdición. Rastreamos esa historia y encontramos vínculos con la ex Unión Soviética. Su principal contacto de entonces está ahora muy cerca de la cima del poder allí.

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