Read La espada de Welleran Online
Authors: Lord Dunsany
Y creo que hubo un gran festejo esa noche entre la parentela de los elfos.
T
om de los Caminos había cabalgado su última cabalgata y estaba solo ahora en la noche. Desde donde se encontraba podían verse las blancas ovejas en reposo y la silueta negra de las colinas solitarias y la línea gris de las colinas más alejadas y solitarias todavía; o en las hondonadas por debajo, llevado por el viento despiadado, podía verse el humo gris de los villorrios en los valles negros. Pero todo por igual era negro a los ojos de Tom y todos los sonidos eran silencio en sus oídos; sólo su alma luchaba por deslizarse fuera de la prisión de las cadenas para volar hacia el Sur al Paraíso. Y el viento soplaba y soplaba.
Porque esa noche Tom sólo podía cabalgar en el viento; le habían quitado su fiel caballo negro el día que le quitaron los campos verdes y el cielo, las voces de los hombres y la risa de las mujeres, y lo dejaron solo con cadenas al cuello para mecerse en el viento por siempre. Y el viento soplaba y soplaba.
Pero crueles cadenas mordían el alma de Tom de los Caminos y dondequiera que tratara de huir, era rechazada nuevamente hacia el collar de acero por el viento que sopla del Paraíso, desde el Sur. Y allí, colgado del cuello, iban cayendo escarnios salidos otrora de su boca, y burlas con que se había burlado de Dios iban cayendo de su lengua, y allí se pudrían viejos apetitos malvados de su corazón, y de sus dedos caían las manchas de las acciones que no habían sido buenas; todos caían al suelo y crecían allí en pálidos aros y ramilletes. Y cuando todas estas cosas malignas hubieron caído, el alma de Tom volvió a quedar limpia como la encontró su primer amor hace ya mucho en primavera; y se meció allí al viento junto con los huesos de Tom y junto con su viejo abrigo desgarrado y herrumbradas cadenas.
Tom de los caminos.
Y el viento soplaba y soplaba.
Y de vez en cuando las almas de los sepultados que venían de tierras consagradas pasaban batiendo el viento en dirección del Paraíso y dejaban atrás el Árbol de la Horca y el alma de Tom, que no podía liberarse.
Noche tras noche Tom miraba las ovejas en el prado con cuencas vacías hasta que su pelo muerto creció y le cubrió su pobre cara de muerto ocultando su vergüenza de las ovejas. Y el viento soplaba y soplaba.
A veces en ráfagas del viento llegaban las lágrimas de alguno que repiqueteaban y repiqueteaban sobre las cadenas de acero sin lograr horadarlas de herrumbre. Y el viento soplaba y soplaba.
Y a cada atardecer todos los pensamientos que Tom alguna vez concibiera venían en vuelo después de haber desempeñado su trabajo en el mundo, el trabajo que no tiene término, y se posaban en las ramas de la horca y trinaban para el alma de Tom, el alma que no podía liberarse. ¡Todos los pensamientos que había alguna vez concebido! Y los malos pensamientos denigraban al alma que los había engendrado porque no les era posible morir. Y los que había concebido de manera más furtiva, eran los que trinaban más fuerte y más agudamente en las ramas toda la noche.
Y todos los pensamientos que Tom había concebido acerca de sí mismo señalaban ahora los huesos húmedos y se mofaban del viejo abrigo desgarrado. Pero los pensamientos que había tenido para los demás eran los únicos compañeros de que disponía su alma para consolarse en la noche mientras se mecía de aquí para allá. Y gorjeaban para el alma y animaban a la pobre cosa muda que no podía ya soñar, hasta que llegaba un pensamiento asesino y los ponía a todos en fuga.
Y el viento soplaba y soplaba.
Paul, Arzobispo de Alois y Vayence, yacía en su blanco sepulcro de mármol de plena cara al Sur, hacia el Paraíso. Y sobre su tumba estaba esculpida la Cruz de Cristo para que su alma pudiera hallar reposo. Ningún viento ululaba allí como ululan en las copas de los árboles solitarios de los prados, sino que llegaban en suaves brisas con aromas de huertos desde las tierras bajas del Paraíso, al Sur; y jugaban con los nomeolvides y las hierbas que crecían en la tierra consagrada donde yacía el Sosegado, en torno al sepulcro de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Le era fácil al alma de un hombre abandonar un sepulcro semejante y volar bajo sobre campos recordados al encuentro de los jardines del Paraíso para hallar allí serenidad eterna.
Y el viento soplaba y soplaba.
En una taberna de mala reputación, tres hombres estaban bebiendo ginebra. Sus nombres eran Joe y Will y el gitano Puglioni; carecían de apellido porque ninguno de ellos tenía conocimiento de quién fuera su padre, sino sólo oscuras sospechas.
El Pecado había palpado y acariciado sus rostros a menudo con sus patas, pero al rostro de Puglioni el Pecado lo había besado en la boca y la barbilla. Su alimento era el robo y su pasatiempo el asesinato. Todos ellos habían incurrido en el dolor de Dios y en la enemistad de los hombres. Estaban sentados a una mesa con un juego de naipes delante, grasosos con las huellas de sus pulgares tramposos. Y se susurraban algo entre sí sobre la ginebra, pero en voz tan baja que el tabernero, al otro extremo de la estancia, sólo podía oír juramentos apagados y no le era posible saber por quién juraban o qué decían.
Los tres eran los más fieles amigos que Dios le haya nunca concedido a un hombre. Y aquel a quien su amistad había sido concedida no tenía nada más, salvo unos huesos que se mecían al viento y en la lluvia, un viejo abrigo desgarrado, cadenas de acero y un alma que no podía liberarse.
Pero cuando avanzó la noche, los tres amigos dejaron la ginebra, abandonaron furtivos la taberna y fueron al cementerio donde descansaba en su sepulcro Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Junto al cementerio, pero fuera de la tierra consagrada, cavaron deprisa una tumba; dos de ellos cavaron mientras uno vigilaba en el viento y la lluvia. Y los gusanos que se arrastraban por el terreno sin consagrar estaban desconcertados y aguardaban.
Y la terrible hora de la medianoche llegó sobre ellos con sus temores y les halló todavía junto al lugar de las tumbas. Y los tres hombres temblaron ante el horror de hora semejante en semejante lugar y se estremecieron en el viento y la lluvia que les calaba pero siguieron trabajando. Y el viento soplaba y soplaba.
Pronto llegaron al fin de su tarea. E inmediatamente dejaron la tumba hambrienta con todos sus gusanos sin alimento y se alejaron por los campos húmedos, furtivos pero deprisa; atrás quedaba el lugar de las tumbas a medianoche. Y mientras andaban se estremecían, y cada vez que se estremecían maldecían la lluvia en alta voz. Y así llegaron al lugar en que habían escondido una escalera y una linterna. Allí sostuvieron un largo debate sobre si debían encender la linterna o pasarse sin hacerlo por temor de los hombres del rey. Pero por último les pareció mejor contar con la luz de la linterna y correr el riesgo de ser capturados por los hombres del rey y ahorcados, que toparse de pronto cara a cara en la oscuridad con lo que sea que uno se tope, poco después de medianoche, cerca del Árbol de la Horca.
En los tres caminos de Inglaterra por donde no era lo usual que la gente transitara sin riesgo, los viajeros esa noche no fueron perturbados. Pero los tres amigos, andando algo apartados del camino real, se aproximaban al Árbol de la Horca; y Will llevaba la linterna y Joe la escalera, pero Puglioni llevaba una gran espada con la cual hacer el trabajo que debía hacerse. Cuando estuvieron cerca, vieron cuán penosa era la situación de Tom, pues poco quedaba de su buena estampa y nada de su gran resolución de espíritu; sólo al acercarse creyeron oír un quejido semejante al sonido de alguna criatura enjaulada que no puede liberarse.
De aquí para allá, de aquí para allá se mecían en el viento los huesos y el alma de Tom por los pecados que había cometido en el camino real contra las leyes del rey; y con las sombras y una linterna a través de la oscuridad, con peligro de sus vidas, llegaron los tres amigos que su alma había ganado antes de mecerse encadenada. Así, las semillas de la propia alma de Tom que él toda la vida había sembrado, se convirtieron en el Árbol de la Horca que, llegada la estación, dio racimos de cadenas; mientras que las descuidadas semillas que había esparcido aquí y allí, una broma bondadosa y unas pocas palabras alegres, florecieron en la triple amistad que de ningún modo abandonaba sus huesos.
Entonces los tres colocaron la escalera contra el árbol y Puglioni ascendió por ella con la espada en la mano derecha, y al llegar a lo alto, comenzó a rebanar el cuello por debajo del collar de acero. Enseguida los huesos, el viejo abrigo y el alma de Tom cayeron con ruido, y un momento después, la cabeza que había vigilado durante tanto tiempo sola, se separó limpiamente de la cadena. Todas estas cosas Will y Joe las recogieron, y Puglioni bajó deprisa la escalera y amontonaron sobre sus peldaños los restos terribles de su amigo, y se alejaron apresurados bajo la lluvia con el temor de los fantasmas en el corazón y el horror por delante de ellos en la escalera. Hacia las dos estaban nuevamente abajo, en el valle, al abrigo del viento amargo, pero pasaron junto a la tumba abierta y se dirigieron al cementerio con la linterna y la escalera cargada de la cosa terrible que su amistad mantenía todavía. Entonces estos tres, que habían despojado a la Ley de su víctima justa, siguieron pecando por quien era aún su amigo, y levantaron el mármol del sepulcro consagrado de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Y de él sacaron los huesos del mismo Arzobispo y los llevaron a la tumba ansiosa que habían abierto, los pusieron en ella y los cubrieron de tierra. Pero todo lo que yacía sobre la escalera lo colocaron, con unas pocas lágrimas, dentro del gran sepulcro blanco bajo la Cruz de Cristo, vuelto a su lugar el mármol.
De allí el alma de Tom, santificada por la tierra consagrada, bajó al amanecer al valle y, demorándose un tanto por los alrededores de la cabaña de su madre y el lugar de correrías de su infancia, siguió adelante y llegó al campo abierto más allá de donde se apiñaban las casas. Allí se encontró con todos los buenos pensamientos concebidos alguna vez por Tom, que volaron y cantaron junto a ella mientras se dirigían hacia el Sur, hasta que por fin, en medio de cantos, llegaron al Paraíso.
Pero Will y Joe y Puglioni volvieron a su ginebra y robaron y timaron otra vez en la taberna de mala reputación sin saber que en sus pecaminosas vidas habían cometido un pecado ante el que los Ángeles sonrieron.
L
a esclusa estaba atestada de botes cuando zozobramos. Me hundí unos pocos pies antes de que me pusiera a nadar y luego ascendí confundido hacia la luz; pero, en lugar de alcanzar la superficie, di con la cabeza contra la quilla de un bote y volví a hundirme. Tomé impulso casi de inmediato y ascendí, pero antes de alcanzar la superficie, mi cabeza chocó contra un bote por segunda vez y me hundí hasta el fondo. Estaba aturdido y totalmente atemorizado. Tenía una desesperada necesidad de aire y sabía que si chocaba con un bote por tercera vez, nunca volvería a ver la superficie. La muerte por ahogo es horrible por más que se haya dicho lo contrario. No se me hizo presente mi vida pasada, pero pensé en cambio en muchas cosas triviales que nunca volvería a hacer o ver si me ahogaba. Nadé hacia lo alto siguiendo una dirección oblicua en la esperanza de evitar el bote con el que me había golpeado. De pronto vi con toda claridad todos los botes en la esclusa por encima de mí y cada una de sus tablas curvadas y barnizadas y los rasguños y las melladuras de sus quillas. Vi varios espacios abiertos entre los botes por los que podría haber alcanzado la superficie, pero no parecía valer la pena intentarlo y llegar allí; me había olvidado del motivo por el que había querido hacerlo. Entonces toda la gente se inclinó por sobre sus botes: vi los trajes de franela clara de los hombres y las coloridas flores de los sombreros de las mujeres; pude observar con toda distinción los detalles de sus vestidos. Todo el mundo en los botes me miraba; entonces todos se dijeron los unos a los otros:
—Ahora debemos dejarlo.
Y partieron en sus botes y nada más había sobre mí salvo el río y el cielo; a cada uno de mis lados había algas verdes que crecían en el limo, porque, de algún modo, había vuelto a hundirme hasta el fondo. El río, al fluir junto a mí, murmuraba en mis oídos de un modo que no me desagradaba y los juncos parecían musitar muy quedo entre sí. De pronto el murmullo del río adquirió la forma de palabras y le oí decir:
—Debemos ir al mar; ahora tenemos que dejarlo.
Entonces el río partió y ambas sus orillas; y los juncos musitaron:
—Sí, ahora tenemos que dejarlo.
Y también ellos partieron y quedé en un gran vacío mirando fijamente al cielo azul en lo alto. Entonces el cielo inmenso se inclinó hacia mí y habló muy dulcemente, como una bondadosa nodriza que consuela a un pequeño tontuelo diciendo:
—Adiós. Todo estará bien. Adiós.