Read La espada de Welleran Online
Authors: Lord Dunsany
—Hace calor en la ciudad y está todo muy silencioso. Ve ahora al desierto donde está fresco bajo las montañas, pero lleva contigo la vieja espada que cuelga del muro por temor de los ladrones del desierto.
Y el dios de esa ciudad envió una fiebre sobre ella, y la fiebre cundió y las calles estaban caldeadas; y todos los que dormían despertaron de soñar que estaría fresco y placentero donde las brisas bajan por el desfiladero que corre entre las montañas; y cogieron las espadas de sus antecesores de acuerdo con lo soñado, por temor de los ladrones del desierto. Y las almas de los camaradas de Welleran y también la del joven Iraine entraron en los sueños y salieron de ellos con gran prisa así que avanzaban la noche; y uno por uno perturbaban los sueños de los hombres de Merimna y los instaban a levantarse y salir armados, a todos menos a la guardia de púrpura que, ignorante del peligro, cantaba todavía el canto a Welleran, porque los hombres en vela no pueden oír a las almas de los muertos.
—No somos sino sueños: entremos en los sueños pues.
Pero Welleran se deslizó por sobre los techos de la ciudad hasta llegar al cuerpo de Rold que yacía profundamente dormido. Por ese entonces Rold se había vuelto fuerte y tenía dieciocho años, y era de cabellos claros y alto como Welleran, y el alma de Welleran revoloteó sobre él y penetró en sus sueños como una mariposa atraviesa un enrejado para llegarse a un jardín de flores; y el alma de Welleran le dijo a Rold en su sueño:
—Ve y vuelve a contemplar la espada de Welleran, la gran espada curva de Welleran. Ve y contémplala en la noche a la luz de la luna.
Y el anhelo que sintió Rold en su sueño al ver la espada fue causa de que abandonara aún dormido la casa de su madre y fuera al recinto donde se guardaban los trofeos de los héroes. Y el alma de Welleran que inspiraba el sueño de Rold fue causa de que se detuviera ante la gran capa roja, y allí el alma le dijo en sueños:
—Tienes frío en medio de la noche; envuélvete en una capa.
Y Rold se envolvió en la inmensa capa roja de Welleran. Luego el sueño de Rold lo condujo junto a la espada y el alma le dijo en sueños:
—Anhelas sostener la espada de Welleran: cógela en la mano.
Pero Rold respondió:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Y el alma del viejo capitán le dijo en sueños:
—Es una espada hecha a la mano: coge la espada de Welleran.
Y Rold, todavía dormido, respondió:
—No está permitido; nadie debe tocar la espada.
Y Rold se volvió para irse. Entonces un inmenso grito espantable creció en el alma de Welleran, tanto más amargo cuanto no podía darle voz, y giró y giró en su alma sin encontrar puerta de emisión, como el grito evocado de algún antiguo hecho asesino en alguna vieja cámara encantada que susurra a través de las edades sin que nadie nunca lo oiga.
Y el alma de Welleran gritó a los sueños de Rold:
—¡Tus rodillas están atadas! ¡Has caído en un marjal! No te puedes mover.
Y los sueños de Rold le dijeron a éste.
—Tus rodillas están atadas, has caído en un marjal —y Rold se encontraba todavía frente a la espada. Luego el alma del guerrero se lamentó en los sueños de Rold mientras éste estaba delante de la espada.
—Welleran llora por su espada, su maravillosa espada curva. El pobre Welleran que otrora luchó por Merimna llora por su espada en la noche. No debes permitir que Welleran se quede sin su hermosa espada cuando él mismo está muerto y no puede venir por ella, pobre Welleran que luchó por Merimna.
Y Rold rompió el cofre de cristal con su mano y cogió la espada curva de Welleran; y el alma del guerrero dijo en los sueños de Rold:
—Welleran aguarda en el fondo desfiladero que penetra en las montañas llorando por su espada.
Y Rold atravesó la ciudad y subió a las murallas, y anduvo con los ojos del todo abiertos, pero todavía sumido en sueños, por el desierto hacia las montañas.
Ya una gran multitud de ciudadanos de Merimna se había reunido en el desierto ante el profundo desfiladero con las viejas espadas en la mano, y Rold pasó entre ellos mientras dormía sosteniendo la espada de Welleran, y la gente irrumpió en exclamaciones asombradas diciéndose los unos a los otros:
—¡Rold tiene la espada de Welleran!
Y Rold llegó a la boca del desfiladero y allí las voces de la gente lo despertaron. Y Rold nada sabía de lo que había hecho en sueños y miró asombrado la espada que llevaba en la mano y dijo:
—¿Qué eres tú, hermoso objeto? La luz resplandece en ti, estás inquieta. ¡Es la espada de Welleran, la espada curva de Welleran!
Y Rold besó su empuñadura, que fue salada en sus labios por el sudor de las batallas de Welleran.
Y Rold dijo:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Y toda la gente se asombraba ante Rold mientras él se estaba allí musitando:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Enseguida llegó a oídos de Rold un sonido metálico que venía del desfiladero, y toda la gente, la gente que nada sabía de la guerra, oyó el sonido metálico acercarse en la noche: porque los cuatro ejércitos venían sobre Merimna aunque no esperaban encontrar al enemigo. Y Rold asió la empuñadura de la gran espada curva y la espada pareció elevarse un tanto. Y un nuevo pensamiento se iluminó en el corazón del pueblo de Merimna mientras asían las espadas de sus antecesores. Más y más se acercaban los ejércitos desprevenidos de los cuatro reyes y viejos recuerdos ancestrales empezaron a surgir en la memoria del pueblo de Merimna en el desierto con las espadas en la mano en pos de Rold. Y todos los centinelas estaban despiertos con su lanza en ristre, porque Rollory había echado sus sueños a volar, Rollory, que otrora había echado a volar ejércitos, ahora no era sino un sueño que luchaba con otros sueños.
Y entonces los ejércitos estuvieron muy cerca. De pronto Rold dio un salto clamando:
—¡Welleran! ¡Y la espada de Welleran!
—¡Welleran! ¡Y la espada de Welleran!
Y la salvaje espada lujuriosa que había padecido sed por cien años, se elevó en la mano de Rold y se abrió camino por entre las costillas de los hombres de las tribus. Y con la cálida sangre que la bañaba hubo alegría en el alma curva de la poderosa espada, como la alegría de un nadador que sube de las aguas cálidas del mar después de haber vivido mucho en tierra seca. Cuando vieron la capa roja y la terrible espada, un grito cundió entre los ejércitos tribales:
—¡Welleran vive!
Y se elevó el sonido de la exultación de hombres victoriosos, y el jadeo de los que huían y, el quedo canto que la espada cantaba para sí mientras giraba goteante en el aire. Y lo último que vi de la batalla mientras se vertía presurosa por la profundidad y la oscuridad del desfiladero, fue la espada de Welleran que subía y bajaba, resplandeciendo azul a la luz de la luna al alzarse y después roja, para desaparecer luego en la oscuridad.
Pero al amanecer los hombres de Merimna volvieron y el sol, al levantarse para dar nueva vida al mundo, brilló en cambio sobre las cosas espantosas cometidas por la espada de Welleran. Y Rold dijo:
—¡Oh, espada, espada! ¡Qué horrible eres! Es terrible que te hayas abierto lugar entre los hombres. ¿Cuántos ojos ya no mirarán jardines por tu causa? ¿Cuántos campos permanecerán vacíos, que podrían haber lucido rubios de cabañas, blancas cabañas habitadas por niños? ¿Cuántos valles permanecerán desolados, que podrían haber dado alimento a cálidos villorrios porque hace ya mucho que degollaste a los que deberían haberlos construido? ¡Oigo llorar al viento junto a ti, espada! Viene de los valles vacíos. Hay voces de niños en él. Nunca nacieron. La muerte pone fin al llanto de los que una vez tuvieron vida, pero éstos deben llorar por siempre ¡Oh, espada, espada! ¿Por qué te dieron un lugar los dioses entre los hombres?
Y las lágrimas de Rold cayeron sobre la orgullosa espada, pero no pudieron lavarla.
Y ahora que el ardor de la batalla se había apagado, los espíritus del pueblo de Merimna empezaron a languidecer un tanto, como el de su guía, con la fatiga y con el frío de la mañana; y miraron la espada de Welleran en la mano de Rold y dijeron:
—Ya no más, ya no más, por siempre volverá ahora Welleran, porque su espada está en manos de otro. Sabemos ahora que de hecho está muerto. Oh, Welleran, tú fuiste nuestro sol, nuestra luna y nuestras estrellas. Ahora el sol ha caído y la luna se ha roto y todas las estrellas están dispersas como los diamantes de un collar arrancado del cuello de alguien muerto por la violencia.
Así lloraba la gente de Merimna en la hora de su gran victoria, pues es extraño el ánimo del hombre, mientras junto a ellos la vieja ciudad inviolada dormía segura. Pero desde las murallas y más allá de las montañas y por sobre las tierras que antaño habían conquistado, más allá del mundo, volvían al Paraíso las almas de Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine.
D
ije:
—Me pondré ahora en pie y veré Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Su edad es la edad de la tierra; las estrellas son sus hermanas. Los Faraones de tiempos antiguos al venir a la conquista de Arabia la vieron por primera vez, una montaña solitaria en el desierto, y la tallaron dando nacimiento a torres y terrazas. Destruyeron una de las colinas de Dios, pero crearon a Babbulkund. Fue tallada, no edificada; sus palacios se aúnan a sus terrazas, no tiene articulación ni juntura. La suya es la belleza de la juventud de la Tierra. Se considera el centro de la Tierra y tiene cuatro portales que dan a las naciones. Frente a un portal oriental se levanta un dios colosal de piedra. Su rostro se ruboriza a la luz de la aurora. Cuando el sol de la mañana calienta sus labios, éstos se abren un tanto y emiten las palabras:
»—Oon, Oom.
»La lengua en que habla hace ya mucho que ha muerto y todos los que lo veneraron están sepultados, de modo que nadie sabe lo que significan las palabras que emite al amanecer. Algunos dicen que saluda al sol como un dios saluda a otro en su lengua, otros dicen que proclama al día y otros, en fin, que emite una advertencia. Y ante cada portal hay una maravilla increíble en tanto no haya sido contemplada.
Y reuní a tres amigos y les dije:
—Somos lo que hemos visto y aprendido. Viajemos ahora y veamos Babbulkund para que nuestras mentes se embellezcan en su contemplación y nuestro espíritu gane en santidad.
De modo que nos embarcamos y viajamos sobre la mar curva, y nada recordamos de las cosas hechas en las ciudades de nosotros conocidas, sino que apartamos nuestros pensamientos de ellas como de la ropa sucia y soñamos con Babbulkund.
Pero cuando llegamos a la tierra de la que Babbulkund es constante gloria, contratamos a una caravana de camellos y guías árabes y nos dirigimos hacia el Sur, en la tarde, emprendiendo un viaje de tres jornadas a través del desierto que debía llevarnos a los blancos muros de Babbulkund. Y el calor del sol descendía sobre nosotros desde el brillante cielo gris, y el calor del desierto nos golpeaba desde abajo.
Al ponerse el sol hicimos un alto y atamos a nuestros caballos, mientras los árabes descargaron las provisiones de los camellos y prepararon una fogata con malezas secas, porque al ponerse el sol, el calor del desierto parte súbitamente, como un pájaro. Entonces vimos a un viajero venido del Sur que se nos acercaba montado en un camello. Cuando le tuvimos cerca, le dijimos:
—Ven y acampa entre nosotros, porque en el desierto todos los hombres son hermanos y te daremos carne para que comas y te daremos vino o, si tu fe te obliga a ello, te daremos alguna otra bebida que tu profeta no haya maldecido.
El viajero se sentó junto a nosotros en la arena, se cruzó de piernas y respondió:
—Escuchad y os hablaré de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Babbulkund se levanta justo por debajo del encuentro de los ríos, donde Oonrana, Río del Mito, fluye hacia las Aguas de la Fábula, la vieja corriente de Plegáthanees. Unidos, penetran por el portal septentrional llenos de regocijo. Desde muy antiguo fluyen hacia la oscuridad a través de la Colina que Nehemoth, el primero de los Faraones, talló convirtiéndola en la Ciudad de Maravilla. Estériles y desolados fluyen desde lejos a través del desierto, cada cual en su propio lecho, sin vida en ninguna de sus orillas, pero dan nacimiento en Babbulkund al sagrado jardín púrpura del que todas las naciones cantan. Allí se dirigen todas las abejas en peregrinación al caer la tarde por un camino secreto del aire. En una ocasión, desde su reino de luz crepuscular que rige junto con el sol, la luna vio a Babbulkund y la amó, vestida con su jardín de púrpura, y la luna la cortejó, pero fue desdeñada y se alejó llorando, porque más hermosa es Babbulkund que sus hermanas las estrellas. Sus hermanas la visitan por la noche en su cámara de doncella. Aun los dioses hablan a voces de Babbulkund, vestida con su jardín púrpura. Escuchad, porque percibo por vuestros ojos que no habéis visto a Babbulkund; hay inquietud en ellos y un interrogante insatisfecho. Escuchad. En el jardín del que os hablo hay un lago que no tiene par ni prójimo entre todos los lagos. Sus orillas son de cristal y también es de cristal su fondo. En él hay grandes peces cuyas escamas son de oro y escarlata, que lo recorren. Es costumbre del octogésimo segundo Nehemoth (que es el que hoy gobierna la ciudad) ir allí después de caída la tarde, y sentarse solo junto al lago; y a esa hora, ochocientos esclavos descienden los peldaños subterráneos de las cavernas que desembocan en las bóvedas levantadas bajo el lago. Cuatrocientos de ellos, con luces púrpuras, marchan uno detrás del otro, desde el Este al Oeste, y cuatrocientos, con luces verdes, marchan uno detrás del otro desde el Oeste al Este. Las dos filas se cruzan y vuelven a cruzarse entre sí mientras los esclavos andan en ronda y los peces atemorizados nadan de un lugar a otro.