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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

La emperatriz de los Etéreos (22 page)

En algún momento, desde algún rincón de su mente, la vocecita de su conciencia expresó su preocupación acerca de las distancias: no era posible que el mar estuviese tan lejos. Tal vez fuera sólo una ilusión.

Pero Bipa no le hizo caso y siguió andando. Tampoco escuchó al sentimiento de inquietud que le insinuaba que la luz de la
Estrella
la tenía hechizada, hipnotizada; y que, si llegaba a alcanzar el mar, no podría detenerse y perecería ahogada en sus aguas de espejo.

Por fin un extraño sonido fue sacándola lentamente de su trance. En aquel inmenso desierto de cristal, ni siquiera sus pasos resultaban audibles. Pero poco a poco fue consciente de que llevaba un buen rato oyendo un molesto sonido rítmico:
chof... chof... chof...

Aquel ruido la distraía de su estado contemplativo. Trató de ignorarlo.

Chof... chof... chof...

Por fin, pareció despertar de un sueño y se detuvo, exasperada, para descubrir el origen de la molestia.

El ruido enmudeció en el mismo instante en que ella interrumpió sus pasos.

Bipa parpadeó. La
Estrella
requería de nuevo su atención, la llamaba, como un poderoso canto de sirena, para conducirla directamente al palacio de la Emperatriz; pero la muchacha ya había girado la cintura buscando el origen de aquel sonido, y otra imagen captó su mirada y se instaló en su retina, de donde nunca más volvería a desaparecer.

Nevado.

En cuanto Bipa lo vio, volvió a la realidad de forma brusca y brutal. Se olvidó por un momento de la
Estrella
, de Aer y de todo lo demás, mientras su conciencia recomponía las piezas de un rompecabezas que no era tan difícil de resolver, y que habría completado mucho antes, de no haber estado hipnotizada por aquel astro de despiadada luz azul. El
chof... chof... chof...
era el sonido de los pasos del gólem de nieve, cuyas formas eran ya apenas reconocibles. La temperatura del ambiente había ido subiendo durante el trayecto, pero Bipa no había sido consciente de ello, o, al menos, no tanto como para darse cuenta de lo que eso supondría para su amigo.

Nevado se estaba derritiendo. Su piel mostraba una textura acuosa, como si sudase copiosamente. Sus manos eran dos muñones. Sus pies quedaban ahora a la altura de lo que habían sido sus rodillas. En su rostro ya casi no se podían apreciar los dos huecos hundidos que tenía por ojos. Parecía empequeñecido, febril y más frágil que nunca.

Y, no obstante, la había seguido hasta allí, fiel hasta el final.

Bipa dejó escapar un grito de angustia que resonó en aquel páramo desolado como el aullido de un fantasma. Con precipitación, tomó el
Ópalo
y trató de colocarlo sobre el pecho de Nevado; pero la gema se hundió en su cuerpo igual que si fuese de mantequilla.

—¡Tengo que sacarte de aquí! —gritó.

Tomó la mano de Nevado con cuidado, lo justo para retenerla sin destrozarla, y tiró de ella suavemente, para hacerle ver al gólem que quería que la siguiera.

Y emprendió una precipitada marcha en dirección contraria a la que llevaba hasta la
Estrella
, arrastrando a Nevado tras de sí. Su mente trataba frenéticamente de recordar cuándo lo había visto en perfectas condiciones por última vez. Quizá después de cruzar el Abismo... ¿Y cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Serían capaces de alcanzar de nuevo la zona en la que todavía hacía el frío suficiente como para que Nevado siguiese entero? ¿O era ya demasiado tarde?

Bipa no quería ni planteárselo. Notaba que la mano de Nevado era cada vez más blanda, y que sus propios dedos estaban cada vez más empapados.

—¡Corre, corre, corre...! —le gritaba al gólem, mientras luchaba con todas sus fuerzas para alejarlo de aquella
Estrella
que, contra todo pronóstico, había resultado irradiar un calor que era letal para él.

Pero la alocada carrera no duró mucho. De pronto, Bipa sintió un tirón, y cuando quiso darse cuenta se había quedado con la mano del gólem entre sus dedos... Una mano que ahora no era más que un bulto de nieve informe y acuoso.

Bipa la contempló un momento, conmocionada, y luego alzó la mirada. Deseó no haberlo hecho.

Nevado se había caído. Ya casi no le quedaban piernas, y trataba de incorporarse con los muñones de sus brazos. La cabeza era apenas una protuberancia amorfa entre sus hombros. Su esencia seguía fluyendo, en estado líquido, sobre lo que quedaba de su cuerpo.

Cuando miró a Bipa, con el rostro empapado, pareció que lloraba.

Ella lloró también.

Se arrodilló junto a él y trató de recomponerlo, a pesar de que sabía que era inútil. Lo que quedaba de Nevado se derretía entre sus dedos.

—Tiene que haber... una... manera... —farfullaba Bipa.

Pero cada vez había menos nieve y, por el contrario, el charco de agua sobre el que se encontraba el gólem se extendía más y más.

Por fin, la chica se rindió. Abrazó con cuidado la cintura de Nevado, que ahora era delgada y frágil, y apoyó la cabeza sobre su pecho, cada vez más blando. Se dio cuenta de que su calor corporal contribuiría a derretir el cuerpo del gólem más deprisa, por lo que trató de apartarse. Pero Nevado no se lo permitió. Bipa sintió que pasaba los restos de sus brazos sobre los hombros de ella, para retenerla a su lado. El gólem de nieve no quería quedarse solo.

—No te dejaré —le prometió entre lágrimas—. No te dejaré... —su voz se ahogó en un sollozo—. Eres... un... estúpido —balbuceó como pudo—. ¿Por qué has tenido que seguirme hasta aquí? ¿Por qué?

Furiosa, arrancó el
Ópalo
de su cuello y lo arrojó lejos de sí. Aquel objeto había revivido a Nevado y lo había rescatado de las garras del olvido, pero también era, muy probablemente, la causa de que el gólem la siguiera a todas partes, movido por una atracción similar a la que arrastraba a Aer, a Bipa y a tantos otros hacia los dominios de la Emperatriz.

Sin embargo, Nevado no mostró ningún interés en el
Ópalo
caído. Seguía abrazando a Bipa.

—Eres... un estúpido —sollozó ella, conmovida.

Estaba empapada, pero no se le ocurrió intentar apartarse otra vez.

Así, lentamente, Nevado se licuó entre sus brazos hasta que ya no fue más que un informe montoncito de nieve blanda. Pese a ello, Bipa se quedó allí, llorando, contemplando impotente cómo los restos de Nevado seguían derritiéndose sin remedio. Pronto, del leal gólem de nieve no quedó más que un charco de agua sobre el suelo de cristal.

La muchacha deseó haberse llevado una botella del taller de Lumen. Tal vez podría haber recogido un poco de agua y logrado congelarla a su regreso, quizá...

Sacudió la cabeza, abrumada por la pena. Sabía, en el fondo, que Nevado ya no existía. Se había ido, había desaparecido del todo, y aquel charco de agua era sólo agua.

Con todo, deseó poder conservar aunque sólo fuera un poco, como recuerdo. Rozó el charco con la punta de los dedos y se los llevó a los labios en un último beso de despedida.

Cerró los ojos, demasiado abatida como para seguir adelante. Y allí se quedó, tal vez una hora, tal vez dos, no habría sabido decirlo. Cuando abrió los ojos otra vez, ya ni siquiera quedaba agua. El gólem había desaparecido por completo.

Bipa se levantó y, agobiada por la pena, clavó la vista en la
Estrella
que atraía a Aer irremediablemente.

—¡Mira lo que ha pasado por culpa tuya! —gritó con voz ronca, y no sabía si se dirigía a Aer, a la
Estrella
o a la Emperatriz—. ¡Aer! —lo llamó—. ¡Cuando te encuentre te voy a llevar a casa a rastras, lo quieras o no! ¿Me oyes? ¡Y ya no me voy a molestar en preguntarte!

Se le quebró la voz. Aquel viaje había sido una locura desde el principio, Bipa lo sabía; pero ahora, tras la desaparición de Nevado, sentía que necesitaba darle un sentido. Si no encontraba a Aer, si no lo llevaba de vuelta, el sacrificio del gólem habría sido en vano.

Se secó las lágrimas, cargó con sus cosas y se puso en marcha de nuevo.

XII

EL MAR DE LOS LÍQUIDOS

C
aminó y caminó, durante varios días y varias noches. En realidad, apenas fue consciente del paso del tiempo. Ya no sentía sueño, ni hambre, ni sed, ni cansancio. Simplemente avanzaba hacia la
Estrella
, hacia el palacio de la Emperatriz.

Tan sólo se detuvo cuando alcanzó el mar por fin. La superficie cristalina sobre la que caminaba se resquebrajaba cerca de la orilla, formando enormes placas que flotaban sobre el agua. Algunas de ellas seguían unidas al suelo firme. Otras se desprendían de la orilla y se perdían en el mar.

Era un espectáculo de rara belleza: el suelo de cristal descomponiéndose en placas de todos los tamaños que navegaban por la superficie de aquel océano liso y transparente. Pero Bipa estaba demasiado ausente como para darse cuenta. Detuvo sus pasos cuando el suelo vibró bajo sus pies y el trozo de cristal sobre el que se apoyaba se separó del resto con un chasquido. Bipa se quedó inmóvil un momentó. El cristal flotó sobre el agua, lentamente al principio, luego más deprisa, alejándose de tierra firme. Pero Bipa no sintió miedo. Cayó de rodillas sobre la improvisada balsa y se dejó llevar.

El cristal flotaba en dirección a la
Estrella
, como si ésta lo atrajera también. Pronto, Bipa perdió de vista el continente; o lo habría perdido de vista si se hubiera tomado la molestia de mirar atrás.

Navegó por un océano limpio y puro, en cuya superficie lisa como un espejo no se apreciaba ni una sola ola. Navegó bajo un cielo iluminado día y noche por aquella fría luz azul.

Pero no estaba sola. Formas fluidas y cambiantes se deslizaban bajo el agua, acompañándola. Ella no les prestó atención. Si lo hubiese hecho, habría descubierto que eran demasiado
transparentes
como para ser realmente peces. Además no parecían poseer una silueta definida, sino que se alargaban, se contraían, se estiraban, se fusionaban unas con otras para formar una mayor o desaparecían, fundiéndose con el agua.

Con el tiempo, aquellas criaturas dejaron de seguir a la balsa de cristal de Bipa.

Pero aparecieron otras. Y éstas eran más grandes y consistentes. Parecían enormes peces, fusiformes, de poderosas aletas. La seguían saltando fuera del agua, y al emerger y volver a sumergirse, apenas formaban ondas en la lisa superficie del mar. Cuando Bipa, atraída por las esbeltas siluetas que saltaban a su alrededor, se volvió para mirarlas, descubrió que aquellas criaturas estaban hechas de agua pura.

Trató de tocarlas. Se retiraban, juguetonas, pero alguna de ellas se dejó acariciar. Cierto. Tenían formas de peces, grandes y esbeltos, pero eran completamente líquidas.

Aquél era el primer contacto de Bipa con el mar. No podía saber, por tanto, que aquellos peces no eran realmente peces, sino delfines, delfines de agua que seguían saltando y riendo como lo habrían hecho de haber sido sólidos aún. En cualquier caso, Bipa no trató de ahuyentarlos, porque le reconfortaba su compañía.

El viaje continuó, monótono. Los delfines de agua seguían saltando a su alrededor, pero Bipa dejó de prestarles atención.

En el horizonte, la
Estrella
azul seguía iluminando aquel océano eterno. Y pronto Bipa se dio cuenta de que, si no hacía algo, no tardaría en pasar a formar parte de él.

Porque su balsa de cristal también se estaba licuando, como si estuviera hecha de hielo. Poco a poco se fundía con el agua, volviéndose cada vez más pequeña. Bipa se encogió sobre sí misma.

Nunca había aprendido a nadar, pero, extrañamente, no era eso lo que más le preocupaba. Era aquella agua, tan pura, tan transparente. Algo en su corazón temía que ella misma llegaría a formar parte de aquel mar silencioso. Que se licuaría, igual que Nevado. Tal vez se convertiría en un pez de agua, o tal vez en millones de gotas que se fundirían con el océano.

Mientras, el cristal de su balsa seguía derritiéndose. Bipa se puso en pie para tratar de ocupar lo menos posible. Sabía, no obstante, que era inútil. Pronto, su balsa desaparecería y ella se hundiría en el agua.

Alzó la mirada para clavarla en el horizonte. Descubrió, esperanzada, que había algo más allá. ¿Tal vez tierra firme? Era difícil saberlo desde tan lejos. Bipa se inclinó hacia adelante, intentando adivinar qué era aquella extensión que se apreciaba en la lejanía, pero perdió el equilibrio y, antes de que se diera cuenta, cayó al agua.

Lanzó una exclamación de angustia cuando el mar se la tragó. Manoteó, aterrada, e intentó volver a subirse a su balsa de cristal; pero ésta era ya demasiado pequeña para sostenerla.

Instintivamente, abrió la boca para pedir ayuda; pero las aguas la envolvían, la empujaban, la succionaban; tiraban de ella como si fuesen un ente vivo.

Sintió un movimiento a su alrededor, y le entró el pánico. Pero no era el agua, o, al menos, no la del océano. Eran aquellos extraños delfines, fluidos y
transparentes
. Hacían piruetas en torno a ella, y Bipa habría jurado que se reían. Trató de aferrarse a sus lomos plateados, pero no lo consiguió. Sus cuerpos líquidos no estaban hechos para ser tocados o acariciados. Los dedos de Bipa traspasaron la piel de agua de uno de ellos, y la muchacha pataleó, tratando de recuperar el equilibrio para no hundirse todavía más. Allí no había truco. No podría caminar sobre el agua, de forma similar a como había caminado sobre el Abismo. Era demasiado
opaca
todavía, comprendió. Demasiado corpórea, demasiado pesada. Y por eso iba a morir.

A los dominios de la Emperatriz no podía llegar cualquiera.

Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente y luchó por mantenerse a flote. Sentía que el agua mordía su piel, arrancando pedazos de su esencia, si es que ello era posible.

Por fin, cuando ya estaba convencida de que no aguantaría ni un instante más, algo tiró de ella y la sacó del agua.

Bipa tosió, jadeó y pataleó en el aire, entre aliviada y aterrorizada. Sus pies rozaban la superficie del agua sin llegar a hundirse en ella, y por un momento creyó que era verdad que había aprendido a caminar sobre el mar. Pero la lógica se impuso a la ilusión para recordarle que «algo» la había sacado del agua y todavía la sostenía.

Volvió la cabeza.

Tras ella se alzaba una persona cuyos rasgos parecían cincelados en cristal. Por un instante la confundió con uno de los gólems animados por Lux; pero enseguida se dio cuenta de que era un ser de carne y hueso; sus facciones eran humanas, demasiado suaves y detalladas como para haber sido esculpidas sobre un prisma de cristal. Sin embargo, aquella persona era casi completamente transparente, y su cuerpo tenía un extraño aspecto fluido. Bipa temió que fuera un ser de agua, como los delfines que la habían acompañado hasta allí, y, en un arranque de pánico, tuvo miedo de que la dejara caer. Se aferró a su muñeca por instinto y descubrió, con alivio, que aquella persona era sólida, aunque extrañamente blanda. Se miraron un instante. Bipa no podía dilucidar si era hombre o mujer. Sus rasgos eran muy finos, al igual que su cabello, que caía a ambos lados de su rostro, ondulándose de forma similar a la cresta de una ola, y casi igual de fluido. Sus ojos parecían diamantes líquidos.

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