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Authors: Laura Gallego García
Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil
Bipa no cree en los cuentos de hadas. No le interesa nada más allá de las cuevas donde vive su gente. En cambio, su amigo Aer, el hijo del extranjero, parece que cada vez se aleja más de la realidad y va dejándose absorber por el brillo de la estrella azul... donde dicen que vive la Emperatriz de los Etéreos. ¿Por qué quiere partir si en el exterior sólo hay hielo y, al parecer, lo único que se encuentra es la muerte?
Laura Gallego García
La emperatriz de los Etéreos
ePUB v1.3
Mística22.02.12
Laura Gallego García
La emperatriz de los Etéreos
I
LA LEYENDA DEL REINO ETÉREO
C
uentan que, más allá de los Montes de Hielo, más allá de la Ciudad de Cristal, habita la Emperatriz en un deslumbrante palacio, tan grande que sus torres más altas rozan las nubes, y tan delicado que parece creado con gotas de lluvia. Dicen que la Emperatriz es tan bella que nadie puede mirarla a la cara sin perder la razón; dicen también que es inmortal y que lleva miles de años viviendo en su palacio, en el Reino Etéreo, un lugar de maravilla y misterio que aguarda a todos los que son lo bastante osados como para aventurarse hasta él. Allí, en el palacio de la Emperatriz, no existe el sufrimiento, ni se pasa frío, y no es necesario comer, porque nunca se tiene hambre...
Aquella fue la primera vez que Bipa oyó hablar del Reino Etéreo y su Emperatriz. Entonces tenía siete años. Esa noche, ajenos a la violenta tormenta de nieve que sacudía el hogar de Nuba, nueve niños escuchaban el cuento con atención. Fascinados, contemplaban a la mujer con la boca abierta y los ojos brillantes.
Todos menos Bipa, que miraba a un lado y a otro, visiblemente incómoda. Nuba suspiró para sus adentros. Resultaba muy difícil atrapar a aquella niña en la red que tejía la magia de las palabras.
—¿Qué te pasa, Bipa? —le preguntó con amabilidad—. ¿No te gusta el cuento?
Bipa dudó un instante, pero finalmente confesó:
—No mucho —detectó las miradas, entre extrañadas y hostiles, de los otros niños. Pero ya estaba lanzada y no se detuvo—: Es un cuento absurdo. No existe ese palacio de la Emperatriz, son todo mentiras. —Bipa debería haber captado entonces el brillo de tristeza de los ojos de Nuba, debería haber prestado atención a los murmullos de los otros niños; pero siguió hablando sin ser consciente de lo crueles que podían llegar a ser sus palabras—. Nadie puede vivir para siempre, ni siquiera esa Emperatriz. ¿Y cómo va la gente a volverse loca si la mira? Por muy guapa que sea, nadie se volvería loco sólo por mirar a otra persona. Además, si pasas mucho tiempo sin comer, te mueres. Eso lo sabe todo el mundo —concluyó con un cierto tono de reproche, como echándole en cara que mintiera a los niños, o que los considerara tan estúpidos como para creerse esos disparates.
Nuba no respondió. Sólo siguió mirándola, y Bipa empezó a intuir que sus palabras la habían herido, aunque no alcanzaba a comprender por qué.
—Sólo es un cuento, Bipa —intervino una de las niñas mayores.
—Pues es un cuento tonto, una pérdida de tiempo —replicó ella, molesta por el tono burlón y autosuficiente de la otra—. ¿De qué nos sirve que nos cuenten cuentos sobre cosas que no existen?
—Tú dices que no existen —intervino de pronto una voz desafiante—. ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has atravesado los Montes de Hielo?
Bipa se volvió hacia el niño que acababa de hablar; lo conocía, porque en las Cuevas todo el mundo se conocía, pero no había tratado mucho con él. Se llamaba Aer, y era el único hijo de Nuba.
Aer... Todo en él era extraño, desde su nombre hasta sus ojos, más claros que los de cualquier otra persona que Bipa conociera. A diferencia de ella, y de los otros niños, Aer era más bien delgaducho, hablaba poco y, por el contrario, se fijaba mucho en todo. Constantemente estaba desapareciendo y regresando en los momentos más inesperados. Prestaba atención a cosas sin importancia y, al mismo tiempo, parecía desdeñar lo cotidiano, lo evidente, todo aquello en lo que cualquier persona sensata debería invertir su tiempo.
Quizá por esta razón, en las pocas ocasiones en las que hablaba decía cosas extrañas.
A Bipa no le caía bien. Al resto de la gente, ni bien, ni mal.
—Sé lo que veo —replicó ella—. Es verdad que no conozco lo que hay más allá de los Montes de Hielo, pero, ¿para qué quiero saberlo? No voy a ir nunca hasta allí. ¿Qué me importan a mí la Emperatriz y su palacio?
—Pues yo iré —replicó Aer—. Cruzaré los Montes de Hielo y la Ciudad de Cristal, y veré a la Emperatriz.
Tras esta sorprendente revelación, todos quedaron mudos como estatuas; sólo se oyó el débil suspiro de Nuba, que se fundió con el sonido del viento que bramaba en el exterior.
Y entonces sonó de nuevo la voz de Bipa:
—¿Para qué?
Aer se mostró desconcertado. Abrió la boca para responder, pero no se le ocurrió nada inteligente que decir. Los francos ojos oscuros de Bipa se clavaron en los suyos, interrogantes.
Los otros niños empezaron a murmurar:
—Es verdad, ¿para qué querría nadie ir a los Montes de Hielo?
—¿Y vivir en un palacio donde nunca se come?
—Si no comen nunca, no tendrán que trabajar en los huertos ni cuidar del ganado.
—¡Es verdad! ¿Y qué hacen entonces los que viven con la Emperatriz?
—¡Jugar todo el día!
—¿Incluso los mayores?
—Además —razonó Bipa—, si te marchases de aquí, tu madre se pondría muy triste.
De nuevo, los niños enmudecieron. Todos a una, se volvieron hacia Nuba. La mujer había girado la cabeza y se había cubierto los ojos para que no la vieran llorar, pero los rastros de sus lágrimas aparecían claramente marcados en sus mejillas.
Aer se levantó, sin una palabra, y corrió a su regazo para consolarla.
Nadie dijo nada. Aunque no solían hablar de ello, porque no valía la pena ni le iba a ser de utilidad a la pobre Nuba, todos, incluso los niños como Bipa, sabían que, tiempo atrás, el padre de Aer se había marchado de las Cuevas y nunca había regresado.
Se suponía que había muerto en los Montes de Hielo.
Ésa era otra de las cosas que Bipa sabía, porque los niños de las Cuevas las aprendían a edad muy temprana: lejos de los cálidos hogares de su gente, lejos de los túneles y de sus acogedoras lumbres, el mundo era frío y hostil.
Todos aquellos que se alejaban de las Cuevas morían congelados al poco tiempo.
¿Para qué querría nadie, y menos un niño como Aer, abandonar el único lugar seguro que todos conocían? En las Cuevas había comida, abrigo y calidez. En opinión de Bipa, y de la mayor parte de la gente, ni todas las maravillas del palacio de aquella Emperatriz de leyenda podrían competir con eso.
—No vale la pena pensar en ello —le dijo Bipa a Aer en voz baja—. Nada de lo que puedas encontrar ahí fuera puede ser mejor que lo que dejarías atrás.
Y dirigió una mirada significativa a Nuba.
Aer apretó los dientes y optó por callar.
Tampoco los demás añadieron nada. Las reflexivas palabras de Bipa les habían dejado sin ganas de hablar ni de escuchar más cuentos.
Una de las niñas mayores se levantó para servirle a Nuba una infusión caliente. Otro de los niños le trajo una manta.
En un mundo como el suyo, una manta y una taza de una bebida caliente suponían mejor consuelo que las palabras. Pero a Nuba resultaba difícil consolarla. Nuba era frágil y melancólica y, aunque se esforzaba por mostrar el talante práctico y resuelto que caracterizaba a todas las mujeres de las Cuevas, a menudo la sorprendían mirando al horizonte con un brillo de nostalgia en la mirada.
Pese a su debilidad y su tendencia a fantasear, Nuba era cálida y dulce, y todos la querían. Cuidaban de ella como si fuese un niño más, o una anciana que no pudiese valerse por sí misma.
Se lo consentían todo, porque en el fondo sabían que no había ningún palacio ni existía ninguna Emperatriz, y que el padre de Aer jamás volvería. Y había sido un joven tan extraordinario que, desde el mismo instante en que sus ojos, claros y brillantes como un cristal de nieve, se habían cruzado con los de ella, años atrás, la habían condenado a no poder amar jamás a ningún otro hombre.
Los niños no estaban al tanto de todo esto. Eran demasiado pequeños como para haber asistido a la breve pero intensa relación que ambos habían compartido, y de la cual ya sólo quedaban un niño extraño e inquieto y un cúmulo de recuerdos tan frágiles e inalcanzables como el palacio de cristal de aquella mítica Emperatriz.
Los niños sólo tenían claro que había que cuidar a Nuba porque estaba sola; que había que mimarla porque estaba triste. Y que eso se debía a que el padre de Aer no iba a volver.
Quien mejor lo entendía era, precisamente, Bipa. También su familia se componía únicamente de dos miembros. Su madre había fallecido al darla a luz a ella, y su padre, aunque vivía en apariencia tranquilo y satisfecho consigo mismo y con su vida, mostraba a veces, cuando creía que Bipa no se daba cuenta, aquel brillo nostálgico en la mirada que tan a menudo alumbraba los ojos cansados de Nuba.
Por todo ello, Bipa era extraordinariamente madura para su edad. Los niños de las Cuevas eran, en realidad, sensatos y responsables a edades muy tempranas —con la probable excepción de Aer—. Pero en cuanto a pragmatismo y sentido común, sin duda Bipa los ganaba a todos. Quizá porque debía hacer de madre a la vez que de hija, o simplemente porque su padre siempre la había tratado como a una persona mayor.
Lo que sí quedaba claro era que aquella madurez prematura todavía no le había enseñado a tener tacto o un mínimo de empatía: decía las cosas tal y como las pensaba sin detenerse a considerar las consecuencias.
—Ya está, ya está —sonrió Nuba, envolviéndose en la manta y echando un vistazo a las nueve caritas preocupadas—. Ha sido sólo un desahogo. Olvidémonos del cuento, ¿de acuerdo? Podemos hacer otra cosa —añadió, mirando de reojo a Aer.
El niño había desviado la vista, sombrío.
Podría haber tomado las historias de su madre como lo hacían el resto de personas de las Cuevas: cuentos infantiles para entretener a los niños, bellos y emocionantes, pero sin ninguna base real.
Pero no lo hacía, en primer lugar, porque su madre sí creía en la Emperatriz y en su palacio, y en un reino legendario más allá de los Montes de Hielo. En segundo lugar, porque aquellas historias se las había enseñado su padre. Y en tercer lugar, porque aceptar que no había nada más allá suponía darlo por muerto. Y, dado que su madre no lo hacía, a Aer le resultaba imposible dejar de creer que un día podría regresar, o, incluso, que los estaba esperando en el palacio de la Emperatriz.
Pero su madre nunca tendría valor para abandonar las Cuevas. ¿Sería capaz él de partir y dejarla atrás?
«Nada de lo que puedas encontrar ahí fuera...»
De pronto sonaron unos golpes en la puerta.
Los niños, que habían estado ordenando la habitación y armando un revuelo considerable, en un intento de ayudar a Nuba, callaron y prestaron atención.
Se oyó una voz desde fuera:
—¿Nuba? ¿Niños?
—¡Es mi padre! —exclamó alguien.
—La tormenta debe de haber amainado ya —dijo Nuba, con un suspiro—. Es hora de que volváis a casa.