—¿Y cuánto tiempo tardaremos en tener los linfocitos? —pregunté.
—Eso depende de cuánto tarde en traerme a Anna —me respondió el doctor Chance.
Cuando las puertas del ascensor se abren sólo hay una persona dentro, un mendigo con gafas de sol azules y seis bolsas de plástico llenas de harapos.
—Cierra la puerta, joder —grita tan pronto como entramos—. ¿No te das cuenta de que soy ciego?
Aprieto el botón de recepción.
—Puedo traer a Anna después de la escuela. El jardín de infancia termina mañana a mediodía.
—No toques mi bolsa —gruñe el mendigo.
—No la he tocado —contesto manteniendo la distancia con educación.
—No creo que tengas que hacerlo —dice Brian.
—¡No estoy cerca de él!
—Sara, me refiero a la transfusión. No creo que tengas que traer a Anna para que dé sangre.
El ascensor se abre en la planta undécima sin motivo y luego se vuelve a cerrar.
El mendigo comienza a hurgar en las bolsas de plástico.
—Cuando tuvimos a Anna —le recuerdo a Brian—, sabíamos que iba a ser una donante para Kate.
—Una vez. Y no lo recuerda.
Espero que mire.
—¿Darías sangre para Kate?
—Por el amor de Dios, Sara, qué pregunta…
—Yo también. Le daría mi corazón, por Dios, si eso la pudiese ayudar. Haces lo que haga falta cuando se trata de aquellos a los que amas, ¿no?
Brian baja la cabeza, asintiendo.
—¿Qué te hace pensar que Anna sienta algo distinto?
Las puertas del ascensor se abren, pero Brian y yo permanecemos dentro, mirándonos. El mendigo nos empuja por detrás para pasar, con su botín crujiendo entre los brazos.
—Dejad de chillar —grita a pesar de que estemos en completo silencio—. ¿No veis que no estoy sordo?
Para Anna es una fiesta. Su madre y su padre están pasando tiempo con ella a solas. Nos coge de la mano por todo el garaje. ¿Qué más da si vamos a un hospital?
Le he explicado que Kate no está bien, y que los médicos necesitan sacar algo de Anna y dárselo a Kate para que se sienta mejor. Supuse que era información más que suficiente.
Esperamos en la sala de exámenes, coloreando dibujos de pterodáctilos y del tiranosaurius rex.
—Hoy, en el descanso, Ethan ha dicho que los dinosaurios murieron porque se resfriaron —dice Anna—, pero nadie se lo ha creído.
Brian sonríe.
—¿Por qué crees que murieron?
—Pues… porque tenían un millón de años —dice mirándolo—. ¿Hacían fiestas de cumpleaños entonces?
La puerta se abre y la hematóloga entra.
—Hola a todos. Mamá, ¿quieres sostenerla en el regazo?
Me subo a la mesa y sostengo a Anna en los brazos. Brian se queda detrás de nosotras para coger el hombro y el codo de Anna y mantenerla inmóvil.
—¿Estás lista? —le pregunta la doctora a Anna, que continúa sonriendo.
Entonces saca una aguja.
—Es sólo un pinchacito —promete la doctora.
Todo lo que no tenía que decir. Anna empieza a revolverse. Me coge de la cara y la barriga. Brian no puede sujetarla. Por encima de sus gritos, Brian me dice:
—¡Pensaba que se lo habías dicho!
La doctora, que ha salido de la habitación sin que me haya dado cuenta, regresa con varias enfermeras.
—Niños y flebotomía no son amigos —dice mientras las enfermeras sacan a Anna de mi falda y la consuelan con caricias suaves y palabras más suaves—. No se preocupe, somos profesionales.
Es un
déjà vu
, como el día que diagnosticaron a Kate. «Ten cuidado con lo que deseas», pienso. Anna es su hermana.
Estoy pasando la aspiradora por la habitación de las chicas cuando el asa de la Electrolux golpea la pecera de
Hércules
y lo lanza volando. El cristal no se rompe, pero me lleva un tiempo encontrar el pez, que ahora está retorciéndose sobre la alfombra bajo la mesa de Kate.
—Espera, amigo —susurro devolviéndolo a la pecera.
La lleno de agua en el fregadero del lavabo. El pez flota. «No —pienso—. Por favor».
Me siento en el borde de la cama. ¿Cómo puedo decirle a Kate que he matado a su pez? ¿Se dará cuenta si voy corriendo a la tienda y compro otro?
De pronto Anna está a mi lado. Acaba de llegar del jardín de infancia.
—Mamá, ¿por qué
Hércules
no se mueve?
Abro la boca a punto de confesar. Pero entonces el pez se sacude, se hunde y vuelve a nadar.
—Mira —digo—, está bien.
Cuando cinco mil linfocitos no son suficientes, el doctor Chance pide diez mil. La cita de Anna para una segunda extracción de linfocitos coincide con la fiesta de cumpleaños de una chica de su clase de gimnasia. La dejo ir un rato, con la condición de llevarla luego del gimnasio al hospital.
La niña es una princesita preciosa con pelo de hada blanca, una copia en pequeño de su madre. Mientras me quito los zapatos para pasar por el suelo acolchado, intento recordar los nombres con desesperación. La niña es… ¿Mallory? Y la madre es… ¿Mónica? ¿Margaret?
Veo a Anna a lo lejos, sentada en el trampolín mientras un instructor las hace rebotar como palomitas. La madre se me acerca, con una sonrisa dibujada en la cara como una tira de luces de Navidad.
—Debes de ser la madre de Anna. Soy Mittie —dice—. Me sabe mal que tenga que irse, pero claro, lo entendemos. Tiene que ser increíble ir a un lugar adonde nadie consigue ir.
«¿El hospital?», pienso.
—Bueno, espero que nunca tengas que hacerlo.
—Oh, lo sé. Me mareo en ascensor.
Se da la vuelta hacia el trampolín.
—¡Anna, bonita! ¡Tu madre está aquí!
Anna echa a correr por el suelo acolchado. Eso es exactamente lo que quería hacer en el comedor cuando mis hijos eran pequeños: acolchar las paredes, el suelo y el techo por seguridad. Pero, al final, por más que hubiese puesto a Kate en una burbuja, el peligro estaba ya bajo su piel.
—¿Qué se dice? —pregunto, y Anna le da las gracias a la madre de Mallory.
—Oh, de nada —contesta dando a Anna una pequeña bolsa de regalos—. Que tu marido nos llame cuando quiera. Estaremos muy contentos de pasar el rato con Anna mientras estés en Texas.
Anna se me queda mirando mientras se ata los zapatos.
—¿Mittie? —le pregunto—. ¿Qué te ha dicho Anna exactamente?
—Que tenía que irse pronto para que toda la familia pudiese acompañarte al aeropuerto. Porque, cuando el entrenamiento haya empezado en Houston, no los volverás a ver hasta después del vuelo.
—¿El vuelo?
—En el transbordador espacial…
Me quedo de piedra. Anna se ha inventado una historia absolutamente ridícula y esa mujer se la ha creído.
—No soy astronauta —le confieso—. No sé por qué Anna te habrá dicho eso.
Pongo en pie a Anna con el zapato todavía desatado. Arrastrándola fuera del gimnasio, llegamos al coche sin decir nada.
—¿Por qué le has mentido?
Anna frunce el ceño.
—¿Por qué tengo que dejar la fiesta?
Porque tu hermana es más importante que el pastel y el helado; porque yo no puedo hacerlo; porque lo digo yo.
Estoy tan enfadada que no puedo abrir la camioneta a la primera.
—Deja de comportarte como si tuvieses cinco años —le espeto.
Pero entonces recuerdo que ésa es su edad.
—Hacía tanto calor —dice Brian— que un juego de té de plata podía derretirse. Los lápices estaban doblados.
Aparto los ojos del periódico.
—¿Cómo empezó todo?
—Con un gato y un perro persiguiéndose cuando los propietarios estaban de vacaciones. Encendieron un horno Jenn-Air —dice despegándose los téjanos con una mueca de dolor—. Me he hecho quemaduras de segundo grado con sólo arrodillarme en el techo.
Tiene la piel pelada, con ampollas. Lo observo mientras se aplica Neosporin y una gasa. Sigue hablando, diciéndome algo sobre un novato apodado Caesar. Acaba de entrar en la compañía. Pero tengo los ojos pegados a un artículo del periódico:
Querida Abby:
Cada vez que mi suegra me visita, quiere limpiar la nevera. Mi marido dice que sólo pretende ayudar, pero me siento como si me estuviese juzgando. Me hace la vida imposible. ¿Cómo puedo detener a esa mujer sin destrozar mi matrimonio?
Sinceramente
Fuera de fecha
Seattle
¿Qué tipo de mujer considera que ése es su problema principal? Me la imagino garabateando una nota a Querida Abby en papel con mezcla de lino. Me pregunto si ha sentido alguna vez a un hijo girando en su interior, con manos y pies pequeños caminando en círculos lentos, como si el interior de una madre fuese un lugar totalmente señalizado.
—¿A qué estás enganchada? —pregunta Brian, poniéndose a leer el artículo por encima de mi hombro.
Sacudo la cabeza, incrédula.
—Una mujer cuya vida se viene abajo por tarros de mermelada.
—Qué pena —apostilla Brian riéndose entre dientes.
—La lechuga se le pudrirá. Por Dios, ¿cómo podrá seguir viviendo?
Entonces nos ponemos a reír. Es contagioso. Cuanto más nos miramos, más reímos.
Entonces, tan súbitamente como había empezado a ser gracioso, deja de serlo. No todos vivimos en un mundo donde el contenido de la nevera es el barómetro de nuestra felicidad. Algunos trabajamos en edificios ardiendo. Algunos tenemos hijas pequeñas que se están muriendo.
—Puta lechuga podrida —digo con voz entrecortada—. No es justo.
Brian se me acerca con rapidez y me abraza.
—Nunca lo es, amor mío —contesta.
Un mes después vamos a una tercera donación de linfocitos. Anna y yo nos sentamos en la oficina de la doctora, esperando que nos llame. Tras unos minutos, me tira de la manga.
—Mami —dice.
La miro. Anna está moviendo los pies. En las uñas lleva el esmalte de Kate, que cambia de color con el estado de ánimo.
—¿Qué?
Me sonríe.
—Por si me olvido de decírtelo después: no fue tan malo como pensaba.
Un día mi hermana llega sin avisar, y con el permiso de Brian se me lleva a una suite del Ritz Carlton de Boston.
—Podemos hacer lo que quieras —me dice—. Museos de arte, paseos por el Freedom Trail, cenas al aire libre en el puerto.
Pero lo que de verdad quiero hacer es olvidar, así que tres horas más tarde estoy sentada en el suelo a su lado, terminando nuestra segunda botella de vino de 100 dólares.
Levanto la botella por el cuello.
—Podría haberme comprado un vestido con esto.
Zanne suspira.
—Quizá en el sótano de Filene.
Tiene los pies sobre una silla tapizada con brocados y el cuerpo tendido en la alfombra blanca. Por la televisión, Oprah nos enseña a no dramatizar la vida.
—Además, cuando cerréis la cremallera de un gran Pinot Noir, no pareceréis gordas.
Me la quedo mirando, sintiendo súbitamente pena de mí misma.
—No. No vas a llorar. Llorar no va incluido en el precio de la habitación.
Entonces me pongo a pensar en lo estúpidas que parecemos las mujeres cuando habla Oprah, con los Filofaxes llenos y los armarios repletos. Me pregunto qué ha hecho Brian para cenar. Si Kate está bien.
—Voy a llamar a casa.
Ella se incorpora sobre un codo.
—Puedes tomarte un descanso, ¿sabes? Nadie tiene que ser un mártir veinticuatro horas al día siete días a la semana.
Pero no la oigo bien.
—Creo que cuando aceptas ser madre, es el único turno que ofrecen.
—He dicho «mártir» —dice Zanne riendo—, no «madre».
Sonrío un poco.
—¿Hay alguna diferencia?
Me quita el teléfono de las manos.
—¿Querías ser la primera en sacar la corona de espinas de la maleta? Escúchate a ti misma, Sara, y deja de ser la reina del drama. Sí, te ha tocado un mal número en la tómbola. Sí, jode que seas tú.
Se me encienden las mejillas.
—No tienes ni idea de cómo es mi vida.
—Ni tú —dice Zanne—. No estás viviendo, Sara. Estás esperando que muera Kate.
—No estoy esperando que… —empiezo a decir, pero me detengo. El caso es que sí lo estoy esperando.
Zanne me acaricia el pelo y me deja llorar.
—Es tan difícil a veces —confieso con palabras que no he dicho a nadie, ni siquiera a Brian.
—Mientras no sea todo el rato —dice Zanne—. Bonita, Kate no va a morir antes porque te tomes otro vaso de vino, porque pases la noche en un hotel o porque te pongas a reír con un mal chiste. Así que vuelve a aposentar tu culo aquí, sube el volumen y compórtate como una persona normal.
Echo una ojeada a la lujosa habitación, al decadente desorden de botellas de vino y fresas con chocolate.
—Zanne —digo secándome los ojos—, esto no es lo que hace la gente normal.
Ella sigue mi mirada.
—Tienes toda la razón.
Coge el mando de la tele y se pone a cambiar de canal hasta que encuentra a Jerry Springer.
—¿Está mejor?
Me pongo a reír y ella también, y pronto la habitación está dando vueltas. Nos caemos de espaldas y nos quedamos mirando el diseño con forma de corona que ribetea el techo. De pronto recuerdo que, cuando éramos pequeñas, Zanne solía ir delante de mí a la parada del autobús. Podía correr para alcanzarla, pero nunca lo hice. Sólo quería seguirla.
Las risas se elevan con fuerza, atravesando las ventanas. Después de tres días de lluvia, los niños están contentos de salir a la calle. Patean una pelota de fútbol con Brian. Cuando la vida es normal, es demasiado normal.
Me meto en la habitación de Jesse, intentando navegar entre piezas de Lego y cómics esparcidos para dejar la ropa limpia en la cama. Luego voy a la habitación de Kate y Anna para ordenar la ropa plegada.
Cuando pongo las camisetas de Kate en el tocador, veo que
Hércules
está nadando al revés. Meto la mano en la pecera y le doy la vuelta, sujetándolo de la cola. Respira un poco y flota despacio hacia la superficie, con la barriga blanca, sofocado.
Recuerdo que Jesse dijo que, con cuidado, un pez puede vivir siete años. Éste ha durado siete meses.
Después de dejar la pecera en mi dormitorio, llamo a información.
—Petco —digo.
Cuando me pasan, pregunto a una dependienta acerca de
Hércules
.
—¿Quiere comprar otro pez? —pregunta.
—No, quiero salvar éste.
—Señora —dice la chica—, estamos hablando de un pez de colores, ¿verdad?