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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (19 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—¿Ves aquello? ¿Verdad que no parece más que un tronco inofensivo? Pues mira y verás —dijo, arrojando el corazón de la manzana hacia el objetivo.

El agua comenzó a revolverse y la criatura, que efectivamente resultó ser un cocodrilo, atrapó el bocado con voracidad.

Larissa se asustó, y, un instante después, las aguas se arremolinaron de nuevo. Un tentáculo había apresado al cocodrilo a gran velocidad, y el reptil se debatía con frenesí para no ser arrastrado hacia el fondo. Unas cuantas burbujas rompieron la superficie durante unos instantes más, y al fin las aguas recobraron la calma.

Larissa miró a Sardan, que estaba pálido como un muerto y se sujetaba con tanta fuerza a la barandilla que tenía los nudillos blancos. Al darse cuenta de que la joven lo miraba, aflojó los tensos dedos.

—Creo —dijo con una serenidad admirable— que no voy a tirar comida nunca más a los cocodrilos.

Las sombras comenzaron a alargarse demasiado temprano para la aprensiva Larissa. Las orillas del pantano, inhóspitas incluso a la luz del día, adquirieron un aire aún más siniestro en el crepúsculo. Tan pronto como las tinieblas cubrieron la superficie del agua, los tambores empezaron a sonar, igual que todas las noches desde el primer día. Ahora sonaban con más fuerza, más difíciles de apartar de la mente, como si estuvieran sólo a unos cuantos metros. Y tal vez fuera así, pero, al parecer, ella seguía siendo la única que oía sus ritmos primitivos.

Larissa hizo un esfuerzo por engullir la cena, diciéndose que quién sabía cuándo volvería a encontrar comida de verdad, y se quedó con el atento Sardan todo el tiempo que le fue posible; finalmente, y de mala gana, se dirigió a su camarote.

Pocas veces se había quitado el collar de raíces que Fando le había regalado el día en que se conocieron, y la noche anterior el joven le había dado más provisiones de hierbas protectoras y unas bolsitas que llamó «bolsas de conjuros». Siguiendo sus instrucciones, las había colocado en los rincones de su habitación, donde sabía que estaban más seguras que en cualquier otra parte del hermoso bajel, que ya comenzaba a ser una especie de prisión.

Tomó una de las bolsitas, se arrodilló delante de la puerta y derramó una raya de tierra grumosa sobre el suelo.

—Nada maligno cruza esta raya, ni siquiera una criatura perversa —le había dicho Fando. En esos momentos rogó porque fuera cierto.

Se levantó y comenzó a guardar algunas de sus pertenencias en un saco, además de las bolsitas que le quedaban. Al revolver en los cajones, encontró el relicario y se sentó en la cama a contemplarlo. Dumont le había demostrado que no podía confiar en su palabra, y lo único que sabía sobre su padre era lo que su tutor le había contado. ¿Qué habría sucedido en realidad entre Dumont y su padre?

Se sobresaltó al oír un golpe en la puerta; con el corazón acelerado, respondió temblorosa:

—¿Quién es?

—Soy Casilda.

Sintió un gran alivio que la privó de las fuerzas y tuvo que apoyarse para ponerse en pie y llegar a la puerta. Al abrir se encontró con Casilda, que la miraba con los mismos ojos vacíos.

—Vamos, Cas, entra —la invitó; la debilidad que sentía la obligó a sentarse en la cama otra vez—. No creo que… —Calló horrorizada.

Casilda no podía cruzar el umbral; la cantante tenía las manos extendidas y trataba de pasar, pero sólo conseguía golpear sobre un muro invisible. Lo intentó una y otra vez con expresión inmutable, y la tierra de Fando la rechazaba con la misma insistencia.

Larissa se quedó mirando el desagradable espectáculo. Casilda no había sufrido una enfermedad; le habían hecho algo, algo que había afectado su mente. Recordó de pronto las palabras de Fando: «Nada maligno cruza esta raya, ni siquiera una criatura perversa».

Cinco minutos después, Casilda cesó en sus intentos y miró a Larissa sin parpadear; ésta, que apenas respiraba, no podía apartar los ojos de aquella mirada perdida. Después, la cantante se dio media vuelta y se alejó despacio.

La bailarina se puso en pie como un rayo, cerró la puerta de golpe y se quedó allí apoyada unos minutos, hasta que por fin recogió el fardo con la ropa. Fando y ella habían decidido esperar hasta un poco antes del alba, pero, tras comprobar el estado a que había sido reducida su amiga, no quería pasar un momento más a bordo de
La Demoiselle
; de pronto, los marjales le parecían más benignos que el navío.

Con tanto sigilo como pudo, abrió la puerta y se asomó al exterior. Al no ver a nadie, respiró hondo y salió desbaratando la línea de tierra protectora. Mientras descendía los dos tramos de escalera que la separaban de la cubierta principal, tenía la impresión de que sus pisadas resonaban, pero no se cruzó con nadie en el camino.

Pensaba apoderarse de una yola; aunque nunca había navegado en aquellas pequeñas balsas impulsadas por pértiga, lo había visto hacer en tantas ocasiones que supuso que podría conseguirlo.

«Rápido, rápido», se decía, mientras dejaba el saco en la yola. Luego bajó ella, y la embarcación se balanceó un poco al recibir el peso, pero enseguida se enderezó. Procedió a soltar la cuerda que ataba la yola al barco.

Era un nudo fuerte que el agua había apretado aún más, y se partió las uñas y se despellejó los dedos bregando con él.

De repente, oyó unos pasos en la cubierta de encima. Lanzó una maldición y siguió trabajando con frenesí sobre el nudo, que ya comenzaba a aflojarse.

—Vamos,
vamos
—susurró. Y por fin lo soltó: la cuerda estaba libre.

Gritó al sentir una mano férrea que le aprisionaba la muñeca; miró aterrorizada hacia arriba y vio a su guardián con el rostro contraído por la furia. Se debatió, pero los dedos que la inmovilizaban eran inquebrantables y tiraban de ella hacia arriba; el liviano cuerpo no representaba carga alguna para su fuerza, aumentada por la ira. Larissa pataleaba con vigor y tanteaba con la mano izquierda, hasta que topó con la cuerda de la yola y la asió con desesperación.

Un golpe traidor en la muñeca la hizo gritar de dolor y soltar la maroma. La yola fue arrastrada al momento por la corriente y se alejó. Le sangraba la mano, y un martilleo intenso palpitaba en la muñeca. Miró hacia arriba y vio la sonrisa despiadada de Ojos de Dragón; le había golpeado la mano con la punta del arpón.

Un instante después, el semielfo gruñó a su vez, sorprendido y dolorido por el furioso puñetazo que Dumont descargó sobre él con la mano libre, mientras que con la otra retenía a Larissa.

—¡No quiero que sufra ningún daño! —rugió el capitán—. ¡Dioses! ¡Estoy rodeado de ineptos!

—Tal vez no, capitán —replicó una voz fría.

Lond acababa de aparecer al lado del capitán y observaba a Larissa. Lo único que la joven bailarina veía de él bajo la sombra de su capucha eran los ojos, pequeños, brillantes y fríos. Poco a poco, a medida que la alzaban, Lond sacó una mano enguantada, en cuya palma llevaba un montoncito de polvos.

Dumont aflojó súbitamente los dedos, y Larissa dio un fuerte tirón y se soltó. Apenas tuvo tiempo de llenar los pulmones de aire antes de desaparecer en las fangosas profundidades del agua marrón verdosa.

ONCE

Dumont dio un manotazo a Lond para apartarlo de Larissa.

—¡No! ¡A
ella
no la conviertas! —gritó angustiado el capitán.

El polvo salió despedido de la palma del mago y fue a parar al rostro de Ojos de Dragón.

El tripulante lanzó un grito agudo y cayó de espaldas arañándose la cara y los ojos.

—¡Raoul! —logró pronunciar, y clavó en Dumont una mirada de agonía.

Las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras los polvos quemaban sus rasgados ojos dorados; la expresión de desengaño que se reflejaba en su cara era un espectáculo difícil de soportar, y el propio Dumont lo miraba estupefacto. Sin darse cuenta, y en su deseo de hacer algo, cualquier cosa, por ayudar al único hombre del barco al que podía llamar amigo, había soltado a Larissa.

Después, las toses fueron en aumento, hasta que Ojos de Dragón apenas podía respirar. Se aferraba la garganta y abría y cerraba la boca, pero no emitía sonido alguno; se retorcía y pataleaba como un pez fuera del agua y, al cabo, el semielfo se quedó inmóvil con una violenta sacudida.

Dumont estaba atónito, y se volvió con ansiedad hacia el mago.

—¿Hay algún antídoto?

El encapuchado negó con la cabeza.

—No —dijo—; no os sintáis tan afectado, capitán Dumont, pues no perdéis sus servicios, aunque me temo que sí acabáis de perder los de la chica.

—¡No! ¡Larissa…!

El capitán corrió a asomarse por la borda, pero no halló rastro de la bailarina. Recorrió la barandilla profiriendo juramentos, lamentando la doble pérdida de su querida protegida y del mejor miembro de la tripulación.

—¡Capitán! —llamó Tañe. Había oído la conmoción y se encontraba en la cubierta, semidesnudo y con los ojos adormilados—. ¿Qué…? ¡Ojos de Dragón!

—Se ha desmayado —mintió Dumont con rapidez, tratando de contener el dolor que lo embargaba—. Ha caído víctima de las fiebres del pantano; dentro de un momento lo llevaré a su camarote. Tañe, escúchame con atención: Larissa ha saltado del barco y hay que encontrarla. Brynn y tú botad la otra yola y salid a buscarla. Haced correr la voz y que todo el mundo abra bien los ojos. El que primero la vea gana treinta monedas de oro, y cien el que la traiga… sana y salva —añadió, al tiempo que lanzaba una mirada asesina a Lond.

Tañe se apresuró a cumplir las órdenes del capitán, pero no sin antes echar una ojeada al compañero caído. Cuando desapareció, el capitán se dirigió al mago.

—¿Qué pensabais hacerle a Larissa? —inquirió, exigente—. Quería que se enamorara de mí, ¡desgraciado! No que se convirtiera en un maldito pedazo de carne muerta y sin inteligencia.

—Mis zombis no carecen de inteligencia… —replicó Lond en tono sereno—. La conservan casi en su totalidad, además de numerosas habilidades físicas. Ni siquiera técnicamente se los puede considerar muertos, ya que yo mantengo sus almas bajo control. De haberme sido permitido completar el encantamiento con Larissa, dispondríais en estos momentos de una mujer bella, inteligente y sumisa. Estoy seguro de que el resultado del embrujo os habría complacido.

En vez de responder al comentario, Dumont volvió a interrogarlo.

—¿Qué vais a hacer para ayudarme a encontrarla?

—No os ofrezco garantías —respondió el mago tras un instante de vacilación—, pero haré lo que esté en mi mano. Aquí en los marjales, capitán Dumont, habitan poderes que no admiten el espionaje, y dudo que me consientan… a mí o a vos, utilizar medios mágicos para localizarla. Determinemos, en primer lugar, las razones de su huida; tal vez así demos con la clave de su paradero.

Dumont, abatido de pronto, sintió un dolor sordo en el pecho.

—Tal vez la haya acosado con demasiado ardor y le haya inspirado temor.

—Podría ser una razón suficiente —sentenció Lond—, pero es posible que haya algo más. ¿Me permitís ver su camarote?

Dumont posó la mirada en la yerta figura de Ojos de Dragón.

—Primero quiero llevarlo a su habitación —dijo, empujando el cuerpo con la puntera de la bota—. ¡Maldición! ¡Ojalá no hubiera recibido él vuestra magia en la cara! —murmuró con el corazón acongojado—. Ojos de Dragón era un gran navegante.

—Aún lo es, capitán. —La voz de Lond tenía un matiz de regocijo—. Aún lo es.

El registro de la habitación de Larissa puso en evidencia que no se había llevado casi nada más que ropa; las escasas chucherías que había adquirido a lo largo de los años estaban allí, incluido el mechón de cabello. Dumont tomó el relicario y, al abrirlo, recordó la primera vez que la había visto. Sólo tenía doce años, y la sencilla cajita de plata que le colgaba del estilizado cuello parecía captar la luminosidad de su blanco cabello…

—Permitidme verlo —dijo Lond mientras tomaba el dije de manos de Dumont con sus dedos enguantados. Lo abrió y examinó el rizo dorado—. ¿De quién es? —preguntó, al tiempo que lo acariciaba.

—De Larissa, cuando era niña.

Dumont oyó el silbido del aire al entrar bruscamente en los pulmones de Lond.

—¿No ha tenido el cabello siempre blanco?

—No —repuso el capitán con el entrecejo fruncido—. Ella no recuerda cómo sucedió, pero al parecer se le volvió blanco de repente, cuando vivía en Souragne, por algo relacionado con el pantano.

—¡Idiota! —lo increpó Lond con un graznido—. ¡Cómo no me lo habéis dicho antes!

El susto por haber perdido a Larissa y el dolor por el fin de Ojos de Dragón sucumbieron a la ira creciente del capitán.

—¿Por qué tenía que habéroslo dicho? ¿Qué importa el color de sus cabellos?

—Importa muchísimo. —El delgado cuerpo del mago se estremecía de cólera—. Tendría que haberlo sabido. ¿Cómo no me habré dado cuenta? Lo tomé por una simple exigencia del papel, y no… Dumont, por la vida de nosotros dos, rogad porque Larissa muera a manos de las criaturas del pantano. Si sobrevive, puede acabar con nosotros.

Larissa era una nadadora experta, pero se hundió como una piedra en el momento en que tocó el agua. Por fortuna, la profundidad no era mucha, y emprendió el ascenso tras impulsarse ligeramente en el fango resbaladizo del fondo. Buceó a ciegas, a ras de la superficie, hasta que sus pulmones se lo permitieron, y por fin salió al aire jadeando y frotándose los ojos; para su desesperación, se hallaba a sólo unos pocos metros de
La Demoiselle
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