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Authors: James Ellroy

La dalia negra (38 page)

—Correcto. Papá consiguió una tarifa especial porque conocía al detective del hotel.

—Y a Liz Short también la conociste en el Biltmore, ¿no?

El rostro de Johnny se agitó en una serie de movimientos espásticos: tics en los ojos, el labio torcido, venas que sobresalían en su frente. Me recordó a un boxeador noqueado que intentara levantarse de la lona.

—Eh... sí, eso es.

—¿Quién te la presentó?

—¿Cómo se llama...? La zorra.

—¿Y qué hicisteis tú y Liz después, Johnny? Háblame de ello.

—Luego... luego nos metimos en la camita durante tres horas y jugamos. Yo le di el Gran Schnitzel. Jugamos a «Caballo y jinete» y Liz me gustaba, así que la azoté muy suave. Era mejor que la zorra rubia. No se quitaba las medias, porque decía que tenía una marca de nacimiento que nadie podía mirar. Le gustaba el Schnitzel y me dejó que la besara sin haber hecho gárgaras con Listerine como hacía la rubia, y con ella el gusto me daba náuseas.

Pensé en la señal que Betty tenía en el muslo y contuve el aliento.

—Johnny, ¿mataste a Liz? —preguntó Russ.

Chico Gordo se removió en su silla.

—¡No! ¡No no no no! ¡No!

—Chiiist. Tranquilo, hijo, tranquilo. ¿Cuándo te dejó Liz?

—¡Yo no la maté!

—Te creemos, hijo. Ahora, ¿cuándo te dejó Liz?

—Tarde. Tarde, el sábado. Quizá las doce, quizá la una.

—¿Te refieres a la madrugada del domingo?

—Sí.

—¿Dijo adónde iba?

—No.

—¿Mencionó el nombre de algún tipo? ¿Novios? ¿Hombres que iba a ver?

—Eh... un tipo con el que estaba casada.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Volviste a verla?

—No.

—¿Conocía tu padre a Liz?

—No.

—¿Hizo que el detective del hotel cambiara el nombre en el registro después de que el cuerpo de Liz fue encontrado?

—Eh... sí.

—¿Sabes quién mató a Liz Short?

—¡No! ¡No!

Johnny empezaba a sudar. Yo también...; anhelaba encontrar hechos con los cuales crucificarle, porque ahora empezaba a parecerme que su relación con la
Dalia
había sido cosa de una noche tan sólo.

—Le contaste a tu padre lo de Liz cuando ella salió en los periódicos, ¿verdad? —dije.

—Eh... sí.

—¿Y él te habló de un tipo llamado Charlie Issler? ¿Un tipo que había sido proxeneta de Liz Short?

—Sí.

—¿Y te dijo que Issler estaba detenido porque había confesado?

—Eh... sí.

—Bueno, imbécil, ahora cuéntame lo que él te dijo que haría al respecto. Cuéntamelo, muy despacito y con mucho detalle.

Chico Gordo, siempre amante de las atrocidades, se sintió motivado por ese desafío.

—Papá intentó que el judío Ellis soltara a Issler pero él no quería hacerlo. Papá conocía a un ayudante del depósito de cadáveres que le debía un favor, y él tenía ese fiambre sin identificar y convenció al judío para que aceptara su idea. Papá quería al tío Bill para el asunto, pero el judío dijo que no, que te llevara. Papá dijo que servirías porque sin Blanchard para decirte lo que debías hacer eras como gelatina. Papá dijo que eras una hermanita de la caridad, un blando, un dientes de caballo...

Johnny empezó a reírse con carcajadas histéricas al tiempo que sacudía la cabeza y nos rociaba de sudor, haciendo sonar la esposa de su muñeca igual que un animal del zoológico con un nuevo juguete. Russ se acercó a mí.

—Haré que firme una declaración. Necesitaremos una media hora para que se calme. Le daré café y cuando vuelvas pensaremos en lo que debemos hacer luego.

Fui hasta la salida de incendios, me senté en ella y dejé colgar las piernas en el vacío. Estuve mirando los coches que subían por Wilcox hacia Hollywood y pensé en el precio que esto me exigiría cuando todo hubiera terminado. Después, me puse a jugar al
black jack
con los números de las matrículas, los que iban hacia el sur contra los que se dirigían al norte; con los coches que no eran del Estado como
jokers
. Los del sur me representaban a mí, la casa; los del norte, a Lee y Kay. El sur se quedó con un miserable diecisiete; el norte consiguió un as y una reina para un
black jack
puro. Con mi dedicatoria del jaleo a nosotros tres, volví a la habitación.

Johnny Vogel estaba firmándole la declaración a Russ, la cara roja y sudorosa, con unos temblores realmente malos. Leí la confesión por encima de su hombro: explicaba limpiamente lo de Biltmore, Betty y la paliza que Fritzie le dio a Sally Stinson, de forma sucinta y lista para ser bailada con música de cuatro faltas y dos delitos graves.

—Quiero mantener esto en silencio por el momento —dijo Russ—, y deseo hablar con alguien del departamento legal.

—No, padre —dije y me volví hacia Johnny—. Estás arrestado por pagar a una prostituta, ocultar pruebas, obstruir la acción de la justicia y ser cómplice de una agresión en primer grado.

—Papá —farfulló Johnny, y miró a Russ.

Éste me miró... y me alargó la declaración. La guardé en mi bolsillo y le esposé las muñecas a Johnny por detrás de la espalda mientras que él sollozaba muy bajito.

El padre suspiró.

—Vivirás entre la mierda hasta que te jubiles.

—Lo sé.

—Nunca volverás a la Central.

—Ya he probado la mierda, padre, y me voy acostumbrando a ella. No creo que sea tan malo.

Llevé a Johnny hasta mi coche y conduje las cuatro manzanas hasta la comisaría de Hollywood. En los escalones delanteros había periodistas y cámaras; cuando vieron a un tipo de paisano que llevaba a un poli uniformado y esposado se volvieron locos. Los
flashes
empezaron a estallar, los sabuesos de la prensa me reconocieron y gritaron mi nombre y yo les respondí «Sin comentarios», también a gritos. En el interior, policías uniformados de azul contemplaban boquiabiertos el espectáculo. Llevé a Johnny de un empujón hasta el mostrador y, en un murmullo, le hablé al oído:

—Dile a tu papaíto que estoy enterado del negocio de extorsión que tiene montado con los informes federales, y que sé lo de la sífilis y el burdel de Watts. Dile que mañana iré a los periódicos con todo eso.

Johnny empezó a sollozar de nuevo sin hacer ruido. Un teniente de uniforme se acercó a nosotros.

—Por Dios, ¿a qué viene todo esto? —balbuceó. Un
flash
hizo explosión casi en mis ojos; ahí estaba Bevo Means, con su cuadernillo preparado.

—Soy el agente Dwight Bleichert y éste es el agente John Charles Vogel. —Le entregué la declaración al teniente y le guiñé el ojo—. Enciérrelo.

Almorcé un bistec enorme y luego fui a la comisaría Central y a mi patrulla de costumbre. Cuando me dirigía a los vestidores oí ladrar el intercomunicador:

—Agente Bleichert, vaya de inmediato a la oficina del comandante de turno.

Cambié de dirección y llamé a la puerta del teniente Jastrow.

—Está abierto —me respondió él.

Entré y saludé igual que si fuera un recluta lleno de ideales. Jastrow se puso en pie, ignoró mi saludo y se ajustó las gafas como si me estuviera viendo por primera vez.

—A partir de ahora tiene dos semanas de permiso, Bleichert. Cuando vuelva, preséntese al jefe Green. Será asignado a otro departamento.

—¿Por qué? —pregunté, con la intención de sacarle todo el jugo a ese momento.

—Fritz Vogel acaba de volarse la tapa de los sesos. Ése es el porqué.

Mi saludo al despedirme fue dos veces más rígido que el primero; Jastrow volvió a ignorarlo. Crucé el vestíbulo y, entretanto, pensaba en las dos putas ciegas y me preguntaba si acabarían enterándose de eso o si les importaría algo. La sala común estaba llena de policías que esperaban el reparto de los turnos..., el último obstáculo antes de llegar al estacionamiento y a casa. Me enfrenté a él muy despacio, tieso como un soldado, mirando a los ojos que buscaban los míos y obligándoles a bajar la vista. Todos los siseos de «traidor» y «bolchevique» me llegaron cuando yo ya les daba la espalda. Casi había cruzado el umbral cuando oí aplausos y me volví para ver a Russ Millard y Thad Green, que me despedían de esa forma.

24

Exiliado a la casa de la mierda y orgulloso de ello; dos semanas que matar antes de que empezara a cumplir sentencia en algún pútrido puesto avanzado de la policía de Los Ángeles. Al arresto-suicidio Vogel le dieron una capa de barniz con el fin de que pasara como unas cuantas faltas contra los reglamentos y la vergüenza de un padre ante la ignominia. Cerré mis días de gloria de la única forma que me parecía decente: persiguiendo al hombre que había desaparecido.

Empecé a reconstruir su acto de escamoteo en Los Ángeles.

Repetidas lecturas del libro de arrestos de Lee no me proporcionaron dato alguno. Durante mi interrogatorio a las lesbianas del Escondite de La Verne, les pregunté si el señor Fuego había aparecido una segunda vez para molestarlas...; sólo conseguí respuestas negativas y unas cuantas burlas. El padre me pasó a hurtadillas una copia de todo el archivo de arrestos hechos por Blanchard: no me dijo nada nuevo. Kay, feliz y contenta con nuestra monogamia, me dijo que yo estaba haciendo algo peor que una estupidez... y supe que tenía miedo.

Desenterrar la conexión Issler/Stinson/Vogel me había convencido de una cosa: yo era un detective. Pensar como tal en lo concerniente a Lee era otro asunto, pero me obligué a ello. Ese ímpetu temerario que siempre había visto en él, y que yo había admirado en secreto, hizo que mi preocupación por Lee fuese aún más clara. También me preocupaban los hechos a los cuales volvía siempre:

Lee desapareció cuando la
Dalia
, la Benzedrina y la inminente libertad condicional de Bobby de Witt convergieron sobre él.

Fue visto por última vez en Tijuana, cuando De Witt se dirigía hacia allí y el caso Short estaba centrado en la frontera con México.

De Witt y su compinche en el asunto de las drogas, Félix Chasco, fueron asesinados entonces, y aunque dos mexicanos cargaron con el muerto quizá sólo se trató de una tapadera, con los Rurales limpiando un homicidio que no deseaban en sus libros.

Conclusión: Lee Blanchard podía haber asesinado a De Witt y Chasco, y tenía su motivo: el deseo de protegerse a sí mismo de cualquier intento de venganza y a Kay de los posibles abusos del viejo Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: los motivos no me importaban.

Mi siguiente paso fue estudiar la transcripción del juicio a De Witt. En los archivos encontré más datos.

Lee dio el nombre de los informadores que le habían proporcionado la pista sobre De Witt como el «cerebro» del trabajo Boulevard-Citizens y luego dijo que se habían marchado de la ciudad para evitar represalias de los amigos de aquél. Mi llamada a los de Investigación no me dejó muy tranquilo: no tenían ningún dato sobre eso. De Witt afirmó en el juicio que todo había sido una trampa policial debida a sus antiguos arrestos por tráfico de drogas; el fiscal basó su acusación en el dinero marcado procedente del robo que fue encontrado en la casa de Bobby de Witt y en el hecho de que éste no tenía coartada para el momento del atraco. De los cuatro hombres de la banda, dos murieron en la escena del crimen, De Witt fue capturado y el cuarto seguía suelto. De Witt afirmó ignorar de quién se trataba... a pesar de que delatarle podría haberle proporcionado una reducción de sentencia.

Conclusión: quizá todo fue una trampa de la policía de Los Ángeles, quizá Lee estaba metido en ella, quizá había puesto todo eso en marcha para ganarse los favores de Benny Siegel, cuyo dinero había sido robado por los auténticos atracadores y de quien Lee estaba aterrorizado por una buena razón: había estado muy duro con su contrato de las peleas. Entonces Lee conoció a Kay en el juicio a De Witt, se enamoró de ella a su manera casta-culpable y aprendió a odiar realmente a Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: Kay no podía saber nada de eso. De Witt era un canalla que, por fin, había recibido su merecido.

Y la conclusión final: tenía que oírle en persona, que él me lo confirmara o negara todo.

Cuando llevaba ya cuatro días de mis «vacaciones» partí hacia México. En Tijuana distribuí pesos y monedas de diez centavos, enseñé fotos de Lee y me guardé las monedas de veinticinco centavos para adquirir «información importante». Conseguí varias cosas: rodearme de gente, ninguna pista y la certeza de que si continuaba enseñando dinero, me pisotearían. A partir de entonces me limité al tradicional intercambio confidencial de un dólar entre el poli gringo y el poli mexicano.

Los policías de Tijuana eran buitres vestidos con camisas negras que hablaban muy poco inglés... pero que entendían muy bien el lenguaje internacional. Detuve a unos cuantos «patrulleros» por la calle, les enseñé mi placa y mis fotos, metí billetes de dólar entre sus dedos y les hice preguntas en el mejor inglés-castellano del que fui capaz. Los tipos no tardaron en comprender lo que deseaba y obtuve meneos de cabeza, tacos bilingües y una extraña serie de historias que sonaban a ciertas.

En una de ellas figuraba «el blanco explosivo» que lloraba en una sesión clandestina de cine pomo celebrada en el Club Chicago a finales de enero; en otra, aparecía un tipo alto y rubio que le había dado una gran paliza a tres camellos, y se había quitado a la policía de encima con billetes de veinte sacados de un gran fajo. La mejor de todas fue una en la que Lee le regalaba doscientos dólares a un sacerdote leproso que había conocido en un bar, pagaba rondas y se iba después en coche a Ensenada. Esos datos le ganaron cinco dólares al que me los dio y que le pidiera más explicaciones.

—El sacerdote mi hermano —dijo el policía—. Se ordenó él mismo. Vaya con Dios. Guarde su dinero en el bolsillo.

Tomé por la carretera de la costa para hacer los 130 kilómetros a Ensenada, en el sur, y por el camino me preguntaba de dónde había sacado Lee tanto dinero para repartir. El trayecto resultaba muy agradable; colinas y valles de espeso follaje a mi izquierda. El tráfico era escaso, con un continuo flujo de peatones que iban hacia el norte: familias enteras llevando maletas, con rostros en los que el miedo y la felicidad se entremezclaban, como si no supieran lo que les traería su aventura al otro lado de la frontera, pero con el convencimiento de que sería algo mejor que chupar polvo mexicano y pedirles calderilla a los turistas.

Cuando me acercaba a Ensenada anochecía y el flujo de peatones se convirtió en una auténtica migración. En el lado del camino que llevaba al norte había una fila continua de personas, con sus pertenencias envueltas en mantas y suspendidas de los hombros. Cada cinco o seis de ellas, había una con linterna o antorcha, y los niñitos iban sujetos sobre la espalda de sus madres, al estilo indio. Al rebasar la última colina anterior a los límites de la ciudad, vi Ensenada, una borrosa mancha de neón extendida a mis pies, con puntos de antorchas en la oscuridad hasta que la fluorescencia general se las tragó.

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