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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (8 page)

No obstante, Aurelia había hallado en la
insula
una ocupación que la entretenía, y en cuanto César abandonó Italia y ella dio a luz, se dedicó con todo entusiasmo a su papel de casera, despidió a los administradores, comenzó ella misma a llevar los libros y pronto los inquilinos fueron amigos suyos además de clientes. Era una mujer competente, razonable, a quien nada atemorizaba, fuese crimen o vandalismo, y que incluso había metido en cintura a los miembros de la cofradía del cruce con sede en el edificio. Se trataba de una asociación formada por hombres del barrio cuya encomienda —por sanción oficial del pretor urbano— era mantener en condiciones el altar dedicado a los lares en el cruce existente en el vértice de la
insula
triangular de Aurelia, así como la fuente, la calzada y las aceras. El encargado de la cofradía y jefe de sus miembros era Lucio Decumio, romano de Roma, aunque sólo de la cuarta clase.

Cuando Aurelia asumió la administración de la
insula
, descubrió que Lucio Decumio y sus secuaces dirigían bajo cuerda una agencia de protección que sembraba el terror entre tenderos y porteros de una milla a la redonda. Ella había puesto coto a aquello y además había hecho amistad con Lucio Decumio.

Como no tenía leche, a sus hijos los habían amamantado las mujeres que vivían en la ínsula, abriendo a los tres pequeños patricios aristócratas las puertas de un mundo cuya existencia, en circunstancias normales, ellos ni habrían soñado. Con el resultado de que, mucho antes de alcanzar la edad de ir a la escuela, los tres hablaban —en diversos niveles— griego, hebreo, sirio, varios dialectos galos y tres variantes de latín: el de sus antepasados, el de las clases bajas y la jerga particular del Subura. Habían visto con sus propios ojos cómo vivía la gente romana del arroyo, habían probado toda una serie de comidas que los extranjeros consideraban buenas, y llamaban por su nombre de pila a los facinerosos de la taberna de la cofradía de Lucio Decumio.

Aurelia estaba convencida de que todo aquello no podía hacerles mal alguno. Aunque no debe pensarse que era iconoclasta ni reformista; ella mantenía inflexible los principios de su ascendencia. Pero además de todo eso, era una mujer con auténtica pasión por las cosas bien hechas, con una profunda curiosidad y un gran interés por la humanidad. Mientras que en su protegida juventud se había aferrado al ejemplo de Cornelia, madre de los Gracos, considerando a aquella heroica y desventurada matrona romana la mujer más grande de la Historia, en su madurez se aferraba a algo más tangible y valioso: su reserva de buen sentido común. Por ello no veía nada malo en la charla políglota de sus tres pequeños patricios aristócratas y juzgaba que para ellos era una experiencia sin par haber aprendido a asumir el hecho de que las gentes del barrio a las que trataban nunca podrían aspirar a conocer la diferencia abismal que los separaba por su cuna.

Lo que Aurelia temía era el regreso de Cayo Julio César, esposo y padre, que en realidad no había sido ni esposo ni padre. La asiduidad habría podido infundirle cierto grado de aptitud en ambos papeles, pero Cayo Julio César no se había criado en la facilidad, y menos en la asiduidad. Como romana de su clase, Aurelia tampoco sabía nada, ni le importaba, de las mujeres a las que indudablemente recurriría de vez en cuando para satisfacer sus necesidades básicas, aunque sí sabía, por su conocimiento de las vidas de los ínquilinos, que las mujeres de otras clases llegaban a caer en ataques histéricos y a matar por amor o por celos. Un estado inexplicable para ella, pero hecho bien real. Daba gracias a los dioses por haber sido educada en la aptitud para discernir y mejor disciplinar sus emociones, y no se la ocurría pensar que muchas mujeres de su clase sufrieran también el terrible tormento de los celos y la frustración.

No, cuando César volviera a casa, seguro que habría problemas. Pero ella hacía abstracción del día en que eso sucediera, entreteniéndose sin reparos y sin preocuparse por los tres pequeños patricios ni por el lenguaje que les diera por hablar. Al fin y al cabo, ¿no sucedía lo mismo en el Palatino y la
Carinae
, cuando las mujeres entregaban sus hijos al cuidado de nodrizas de todas las regiones del mundo? Sólo que en tales casos se ignoraban las consecuencias, que quedaban como ocultas bajo un mueble, pues hasta los niños se volvían consumados conspiradores y ocultaban lo que sentían por las muchachas y mujeres a quienes conocían mucho mejor que sus madres.

Sin embargo, el pequeño Cayo Julio era un caso especial y muy difícil; hasta la capaz Aurelia sentía una invisible amenaza en la nuca siempre que se detenía a pensar en aquel hijo y en su futuro. Sí, en la cena de Julia, había confesado a ésta y a Elia que a veces casi la volvía loca; y ahora se alegraba de haber tenido aquella debilidad, porque Elia la había sugerido poner al pequeño César en manos de un pedagogo.

Aurelia había oído hablar de niños de una extraordinaria inteligencia, naturalmente, pero se imaginaba que procedían de familias más pobres y humildes que las de clase senatorial; y fue a Marco Aurelio Cota, su tío y padrastro, en una visita que había hecho a sus padres, a quien había solicitado los medios para dar a aquel niño singular una mejor alternativa social de la que ellos podían darle, a cambio de hacerse ellos y el hijo clientes a su servicio para el resto de sus días. A Cota siempre le había complacido ayudarlos y le encantó la idea de que cuando el niño fuese mayor, tanto él como sus hijos pudiesen contar con los servicios de alguien tan excepcionalmente dotado. Pero Cota era también un hombre práctico y razonable, como Aurelia le había oído decir a su esposa Rutilia en cierta ocasión.

—Desgraciadamente, esos niños no siempre responden a las expectativas y su fuego se quema rápidamente, volviéndose grises, fríos e inertes, o acaban siendo excesivamente engreídos y pagados de sí mismos y se pierden. Sí, algunos resultan estupendos y son muy útiles y valiosos. Por eso me gusta ayudar a los padres en lo que pueda.

Lo que Cota y Rutilia pensaron de su superdotado nieto César, Aurelia no lo sabía porque les había ocultado la precocidad de su hijo impidiendo que lo vieran. En realidad había procurado que nadie conociese al pequeño. En cierto sentido, su inteligencia la emocionaba, despertando en ella toda clase de ilusiones respecto a su porvenir; pero en otros muchos aspectos la deprimía profundamente. Si hubiese conocido sus debilidades y defectos habría sido capaz de corregirlos. Pero ¿quién podía, aunque fuese madre, conocer las debilidades y los defectos de carácter de un niño que aún no había cumplido dos años? Antes de mostrarlo a la curiosidad de los demás quería estar mejor informada respecto a él, encontrarse más identificada. Pero no se le disipaba aquella reserva mental amenazadora de que el pequeño no poseyera la fortaleza e imparcialidad para asumir las dotes que la naturaleza le había dado.

Era sensible, de eso estaba segura, y era fácil ganárselo, pero también era reacio al afecto, animado por una extraña e incomprensible alegría existencial que ella no había conocido. Era de un entusiasmo desbordante y con una inigualable avidez mental para captar datos. Lo que más preocupaba a Aurelia era su candidez, su anhelo por hacerse amigo de todos, su inquietud cuando ella le aconsejaba pararse a pensar, que no diese por sentado que todo el mundo estaba al servicio de sus propósitos, que comprendiera que había mucha gente mala.

De todos modos, ¡qué absurdas resultaban aquellas indagaciones anímicas en el caso de un niño! Que los procesos mentales fuesen extraordinarios, no significaba que los acompañase la experiencia. De momento, el pequeño César no era más que una esponja que absorbía todos los líquidos con que se tropezaba, y si no le bastaba, él mismo la estrujaba para embeberse más. Claro que tenía debilidades y defectos, pero ella no sabía si eran permanentes o simples fases pasajeras del extraordinario proceso de aprendizaje. Por ejemplo, era arrasadoramente encantador, lo sabía y se valía de ello expresamente con los demás, como hacía con su tía Julia, más que predispuesta a someterse a sus caprichos.

Ella no quería criar a un niño viciado en semejantes prácticas reprobables. La propia Aurelia carecía de encanto y despreciaba a los que lo tenían, porque sabía la facilidad con que conseguían lo que se les antojaba y lo poco que lo apreciaban una vez conseguido. El encanto era indicio de un carácter débil, no de un dirigente. El pequeño César tendría que renunciar a algo que no iba a favorecerle en el contacto con otros hombres, en asuntos en que lo que más importaba era la seriedad y las auténticas virtudes romanas. Además, era un niño muy guapo; otro don adverso. Pero ¿cómo eliminar esa belleza del rostro, y más cuando es herencia de los padres?

Como consecuencia de todas estas preocupaciones, que sólo el tiempo podría disipar, había adquirido el hábito de ser severa con el pequeño y hallar muchas menos excusas a su comportamiento que a las transgresiones de sus hermanas, de echar sal en lugar de bálsamo en sus heridas y de aprestarse mucho más a censurarle y regañarle. Como todos los que le conocían tendían a apreciarle mucho y sus hermanas y primos le mimaban manifiestamente, su madre se sentía en la obligación de que alguien desempeñase el papel de hermanastra mala. Y tenía que ser ella, su madre. Cornelia, madre de los Gracos, no lo habría dudado.

El hallazgo de un pedagogo adecuado para hacerse cargo de un niño que, por derecho, habría debido estar en manos de mujeres durante sus años venideros, no fue tarea que agobiase a Aurelia, sino más bien la clase de reto que a ella le complacía. Elia, la esposa de Sila, la había prevenido muy seriamente respecto a la compra de un esclavo pedagogo, lo cual dificultaba aún más el asunto. Claudia, la esposa de Sexto César, la tenía sin cuidado, por lo que no se molestó en pedirle consejo. Si el hijo de Julia hubiese estado al cuidado de un pedagogo sí la habría
consulta
do, pero el pequeño Mario, hijo único, iba a la escuela para que se divirtiera con los niños de su edad, como había sido la intención de Aurelia de hacerlo con el suyo cuando tuviese la edad. Pero ahora se daba cuenta de que la escuela era una alternativa a descartar. Su hijo se habría encontrado en la situación de ser el blanco de todos los abusos y el ídolo de todos, condiciones nada buenas para él.

Así que Aurelia acudió al único hermano de su madre, Publio Rutilio Rufo. El tío Publio la había ayudado muchas veces, incluso en el asunto de su matrimonio; había sido él, cuando la lista de pretendientes tanto había crecido con apellidos ilustres, quien había aconsejado que la permitiesen casarse con quien más le gustase. De ese modo, había comentado él, sólo ella sería responsable de una mala elección y quizá podría evitarse la futura enemistad de sus hermanos menores.

Así pues, Aurelia llevó a los tres niños escaleras arriba hasta la planta de los judíos, su refugio preferido en aquel hogar tan habitado y ruidoso, y se dirigió en una litera a casa de su padrastro, acompañada de su criada gala Cardixa. Naturalmente, cuando saliera de la mansión de Cota, en el Palatino, la estarían aguardando Lucio Decumio y algunos de los suyos, porque ya oscurecería y los depredadores del Subura estarían al acecho.

Tan bien había ocultado Aurelia el extraordinario talento de su hijo, que le costó convencer a Cota, a Rutilia y a Publio Rutilio Rufo de que el niño, que aún no tenía dos años, necesitaba con toda urgencia un pedagogo. Pero después de dar paciente respuesta a numerosas preguntas comenzaron a creerla.

—Yo no conozco ninguno adecuado —dijo Cota, pasándose la mano por el escaso pelo—. Tus hermanastros Cayo y Marco están en manos de cuidadores y el joven Lucio va a la escuela. En mi opinión lo mejor sería acudir a un buen vendedor de esclavos pedagogos, Mamilio Malco o Duronio Postumio. Pero si tú quieres un hombre libre, no sé qué decirte.

—Tío Publio, llevas un buen rato ahí sentado sin decir nada —dijo Aurelia.

—¡Así es! —exclamó malicioso el ilustre Rufo.

—¿Quiere eso decir que sabes de alguien?

—Quizá. Pero primero quisiera ver en persona al pequeño y en circunstancias en que pueda formarme una opinión. Lo has mantenido muy oculto, sobrina, y no sé por qué.

—Es un niño encantador —dijo Rutilia con gran afecto.

—Un niño problemático —añadió la madre sin afecto alguno.

—Bien, creo que ya es hora de que todos veamos a ese pequeño César —dijo Cota, que había engordado y respiraba con esfuerzo.

Pero Aurelia juntó sus manos desesperada, mirándolos a todos sucesivamente tan apenada, que los tres, sorprendidos, permanecieron quietos. La conocían bien desde pequeña y nunca la habían visto amilanarse ante una dificultad.

—¡No, por favor! —exclamó—. ¡No! ¿Es que no lo entendéis? ¡Lo que vosotros proponéis es precisamente lo que no puedo consentir! ¡Mi hijo tiene que creerse corriente y eso es imposible si llegan tres personas a hacerle preguntas y llenarle la cabeza con falsas ideas de importancia!

—Querida hija —terció Rutilia, con dos manchas purpúreas en las mejillas y los labios prietos—, ¡es mi nieto!

—Sí, mamá, lo sé y le verás para preguntarle lo que quieras, ¡pero aún no! ¡En grupo, no! ¡Es muy listo! Lo que a otros niños de su edad ni se les ocurre preguntar, él ya sabe la respuesta. De momento, por favor, deja que venga sólo el tío Publio.

—Buena idea, Aurelia —dijo Cota con gran afabilidad, dando un codazo a su esposa—. Al fin y al cabo pronto cumplirá dos años, a mediados de Julio, ¿no? Mira, Rutilia, que Aurelia nos invite a la fiesta de cumpleaños y veremos por nosotros mismos cómo es el niño sin que sospeche que nuestra presencia es por un motivo especial.

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