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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (7 page)

Al igual que en todas las demás etapas en la Via Appia, Mario y los personajes principales de la localidad se reunieron para hablar de Roma, de Italia y de las tirantes relaciones que existían entre Roma y sus aliados itálicos. Tarentum era una colonia con derechos latinos y sus magistrados principales —los dos llamados
duumviri
— tenían derecho a plena ciudadanía romana para ellos y su descendencia, pero sus raíces eran griegas y la ciudad era tan antigua o más que la propia Roma, pues había sido una avanzadilla de Esparta, y por cultura y costumbres era bastante espartana.

Mario comprobó que existía un gran resentimiento contra el nuevo Brundisium, lo que a su vez había suscitado enorme simpatía entre las clases más bajas de la ciudad hacia los ciudadanos de los aliados itálicos.

—Muchos soldados de los aliados itálicos han muerto sirviendo en ejércitos de Roma al mando de militares ineptos —dijo el acalorado
etnarca
a Mario—. Sus granjas están abandonadas y no se engendran hijos. Y en Lucania, Samnium, Apulia, no hay dinero. Los aliados itálicos se ven obligados a equipar sus legiones de tropas auxiliares y pagarlos para que sigan en el campo de batalla al servicio de Roma. ¿Y para qué, Cayo Mario? ¿Para que Roma mantenga abierta una carretera entre la Galia itálica e Hispania? ¿De qué les sirve eso a los de Apulia o Lucania, que nunca han de usarla? ¿Para que Roma pueda traer el trigo de Africa y de Sicilia y alimentar bocas romanas? En tiempo de hambruna, ¿cuánto trigo se procura a los samnitas? Hace muchos años que los romanos de Italia no pagan un impuesto directo a Roma, ¡pero los de Apulia, Calabria, Lucania y Bruttium no cesamos de pagarlos! Supongo que deberíamos agradecerle a Roma la Via Appia, o Brundisium cuando menos… Pero, ¿en cuántas ocasiones nombra Roma un intendente que la mantenga en condiciones decentes? Hay un tramo, habréis pasado por él, en el que una inundación arrastró el balasto hace ¡veinte años! ¿Y se ha reparado? ¡No! ¿Lo repararán? ¡No! Sin embargo, Roma nos impone diezmos y tasas y se lleva a nuestros jóvenes a luchar en guerras en el extranjero; son hombres que mueren, y acto seguido un romano se nos mete en casa y se queda con nuestras tierras; se trae esclavos que apacienten sus enormes rebaños, los encadena para que trabajen, los encierra en barracas para dormir y cuando mueren compra más. No gasta ni invierte nada en nosotros. No vemos un solo sestercio del dinero que se embolsa, ni da trabajo a los nuestros. Más que incrementar, lo que hace es disminuir nuestra prosperidad. ¡Ha llegado el momento, Cayo Mario, de que Roma sea más generosa con nosotros o deje de
domina
rnos!

Mario había escuchado impasible aquel largo y apasionado alegato, una versión más coherente de lo que había oído durante el recorrido de la Via Appia.

—Yo haré cuanto pueda, Marco Porcio Cleónimo —dijo con gravedad—. En realidad hace años que intento hacer algo; que haya tenido poco éxito se debe principalmente a que muchos de los miembros del Senado, los más ilustres del gobierno en Roma, nunca viajan como hago yo, no hablan con la gente del lugar, ni, ¡Apolo los ayude!, tienen ojos para ver. No ignoraréis que yo me he pronunciado infinidad de veces en contra del despilfarro de vidas en nuestros ejércitos, y creo que, en términos generales, ha pasado la época en que nuestros ejércitos los mandaban militares ineptos. Si no por otro, por mí sí lo sabe el Senado de Roma. Desde que Cayo Mario, el hombre nuevo, enseñó a esos aficionados de Roma lo que es el generalato, he advertido que el Senado está más predispuesto a dar el mando de sus ejércitos a hombres nuevos de probada valía militar.

—Eso está muy bien, Cayo Mario —replicó afable Cleónimo—, pero no sirve para resucitar a los muertos ni para que haya hijos en las granjas abandonadas.

—Lo sé.

Mientras el barco zarpaba, abriendo su gran vela cuadrada, Cayo Mario se acodó en la borda, contemplando Tarentum difuminándose cada vez más pequeño en la neblina azul. Y volvió a pensar en las quejas de los aliados itálicos. ¿Era porque con mucha frecuencia le habían llamado itálico o no romano? ¿O era porque, pese a todos sus defectos y debilidades, poseía el sentido de la justicia? ¿O sería porque, en definitiva, no aguantaba la ineptitud desastrosa que todo ello suponía? Una de las cosas de las que estaba firmemente convencido era de que llegaría un día en que los aliados itálicos de Roma exigirían ser reconocidos y pedirían plena ciudadanía romana para todos los habitantes de la península y, quizá, incluso de la Galia itálica.

Lanzó una carcajada mental, se apartó de la borda y se dio la vuelta para ir a buscar a su hijo; pudo demostrar su experiencia marinera, pues el barco cabeceaba a impulsos de una fuerte brisa y cualquier persona no acostumbrada ya habría vomitado irremediablemente.

Julia tenía buen aspecto y estaba tranquila.

—Casi toda mi familia se ha criado en el mar —dijo al acercársele Mario—. Mi hermano Sexto es el único que se marea, seguramente por culpa del asma.

El paquebote de Patrae hacía siempre la misma travesía y ganaba lo mismo con los pasajeros que con la carga mercantil, por lo que Mario disponía de una especie de camarote en cubierta; sin embargo, era indudable que Julia estaría deseando desembarcar en Patrae.

Puesto que Mario pretendía cruzar después el golfo hasta Corinto, ella se negó a moverse de Patrae sin antes hacer un viaje por tierra en peregrinaje a Olimpia.

—Es muy raro —comentó, mientras se dirigían allá montados en burro— que el santuario de Zeus más famoso del mundo esté perdido en el Peloponeso. No sé por qué, pero siempre pensé que Olimpia estaba en la falda del monte Olimpo.

—Tu influencia griega… —comentó Mario, que ansiaba llegar a la provincia de Asia lo antes posible, pero no tenía el valor de negarle a Julia aquellos caprichos. Viajar con una mujer no se avenía con su concepto de pasarlo bien.

Sin embargo, en Corinto se alegró. Cincuenta años antes, Mummio la había saqueado, enviando todos sus tesoros a Roma, y la ciudad no se había recuperado. Recogida al pie de un imponente peñón, llamado el Acrocorinto, muchas de sus casas se veían abandonadas y en ruinas, con las puertas fantasmagóricamente batidas por el viento.

—Éste es uno de los lugares en que yo quería asentar a mis antiguos soldados —dijo con cierta añoranza mientras recorrían las desiertas calles—. ¡Mira! ¡Está pidiendo a gritos nuevos pobladores! Hay mucha tierra de cultivo y tiene puerto en el Egeo y en el Jónico. Reúne todas las condiciones para convertirse en un emporio. ¿Y qué es lo que me hicieron? Derogar la ley agraria.

—Porque la había promulgado Saturnino —dijo el pequeño Mario.

—Exacto. Y porque esos imbéciles del Senado no supieron ver lo importante que es conceder un pedazo de tierra a los soldados del censo por cabezas que se licencian. Hijo, yo permití a los proletarios el acceso al ejército y di a Roma sangre nueva en la modalidad de una clase de ciudadanos que anteriormente eran inútiles, Y esos soldados sin fortuna del censo por cabezas demostraron su valía en Numidia, en Aquae Sextiae y en Vercellae; combatieron tan bien o mejor que los antiguos soldados, por muy ricos que fuesen. ¡Pero no se les puede licenciar y dejar que vuelvan al arroyo de Roma! Hay que darles tierras para que se asienten. Yo sabía que la primera y la segunda clase nunca habrían consentido que se asentasen en tierras públicas romanas dentro de Italia, por eso promulgué leyes para que se estableciesen en sitios como éste que necesitan repoblación. Aquí, ellos habrían traído Roma a las provincias, estableciendo perennes relaciones de amistad. Pero, desgraciadamente, los personajes del Senado y los dirigentes de los caballeros consideran que Roma es algo suyo en exclusiva, con unas costumbres y un modo de vida que no deben esparcirse por el orbe.

—Quinto Cecilio Metelo el Numídico —dijo el pequeño Mario con cierto tono de aborrecimiento, pues se había criado en un hogar en el que aquel nombre jamás se pronunciaba con agrado, y generalmente se le añadía el epíteto de «el Meneítos»… aunque ya se libraría él de hacerlo delante de su madre.

—¿Y quién más? —inquirió Mario.

—Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, y Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, y Quinto Lutacio Catulo César, y Publio Cornelio Escipión Nasica…

—Muy bien; basta. Sí, movilizaron a sus clientes y organizaron una facción demasiado poderosa, incluso para mí. Y así, el año pasado borraron de las tablillas casi toda la legislación de Saturnino.

—La ley del trigo y las leyes agrarias —dijo el pequeño Mario, que ya se entendía muy bien con su padre ahora que estaban lejos de Roma, y al que complacía que su progenitor aprobase sus comentarios.

—Salvo la primera ley para el asentamiento del censo por cabezas en las islas africanas —añadió Mario.

—Lo que me recuerda, esposo mío, una cosa que quería decirte —terció Julia.

Mario dirigió una mirada significativa a la cabeza del pequeño, pero Julia no se contuvo.

—¿Cuánto tiempo piensas tener a Cayo Julio César en esa isla? ¿No podría volver a Roma? —inquirió—. Debería hacerlo por el bien de Aurelia y de los niños.

—Le necesito en Cercina —contestó Mario, lacónico—. No es un dirigente nato, pero ningún comisionado ha trabajado nunca tan bien en mi proyecto agrario como Cayo Julio. Mientras él esté en Cercina sé que los planes van adelante, las quejas son mínimas y los resultados inmejorables.

—¡Pero lleva allí mucho tiempo! —replicó Julia—. ¡Hace tres años que está!

—Y es muy posible que esté tres años Más —contestó Mario, inflexible—. Ya sabes lo despacio que van esas encomiendas agrarias, con tanto como hay que hacer: vigilar, entrevistarse con gente, dictaminar las compensaciones, aclarar las numerosas confusiones y… vencer la resistencia local. Cayo Julio lo hace todo admirablemente. No, Julia. ¡No vuelvas a repetírmelo! Cayo Julio debe permanecer allí hasta que acabe su misión.

—Pues lo siento por su esposa y sus hijos.

Pero la preocupación de Julia era injustificada, porque Aurelia se hallaba contenta con su suerte y apenas echaba de menos a su marido. Y no es que fuese por falta de cariño o por negligencia de sus deberes de esposa; se debía al hecho de que mientras él estaba lejos, ella podía realizar su trabajo sin temor a desaprobación, críticas o —¡ojalá nunca se diera el caso!— la prohibición de hacerlo.

Al casarse y trasladarse al mayor de los dos pisos de la planta baja del edificio de la
insula
recibida como dote, Aurelia había descubierto que su esposo esperaba que ella llevase la misma vida que le habría caído en suerte de haber vivido en un
domus
privado del Palatino. Una vida muelle, elitista y bastante inútil. El tipo de vida que ella tanto criticaba en sus conversaciones con Lucio Cornelio Sila; tan vacía y carente de estímulos, que hacía inevitable que una mujer sucumbiera a alguna historia amorosa. Espantada y desilusionada, Aurelia se había percatado de que César desaprobaba que tratase en persona con los numerosos inquilinos de las viviendas de aquellos nueve pisos y fuese ella misma, y no un administrador, quien cobrase los alquileres y llevase toda la tarea desde su casa.

Pero es que Cayo Julio César era un noble de estirpe antigua y aristocrática y eso pesaba. Vinculado a Cayo Mario por su matrimonio y su falta de fortuna, César había iniciado la carrera pública al servicio de aquél como tribuno de los soldados y después como tribuno de sus ejércitos, para finalmente —tras llegar a cuestor y acceder al Senado— ser nombrado delegado del reparto de tierras en la isla de Cercina de la Sirte Menor africana a los antiguos combatientes del censo por cabezas que habían servido con Mario. Todos estos empleos le habían alejado de Roma, el primero de ellos inmediatamente después de su boda con Aurelia. Había sido una pugna de amor, bendecida con dos hijas y un varón, pero el padre no había asistido al nacimiento de ninguno de ellos ni los había visto crecer. Una breve visita al hogar se transformaba en un nuevo embarazo y él volvía a estar ausente meses y a veces años.

En la época en que el gran Cayo Mario se había casado con Julia, la hermana de César, la familia de Julio César estaba arruinada, aunque la providencial adopción del hijo mayor había servido para que los otros dos tuviesen asegurados los fondos para acceder al consulado. El hijo adoptado se llamaba ahora Quinto Lutacio Catulo César, Pero el padre de César (el abuelo César, como se le conocía en aquella época, mucho después de que hubiera muerto) tenía dos hijos y dos hijas a quienes garantizar el porvenir y sólo disponía de dinero para uno solo de sus cuatro retoños. Sin embargo tuvo la luminosa idea de ofrecer una de sus hijas al acaudalado —aunque, por desgracia, de baja cuna— Cayo Mario. Y el dinero de Cayo Mario había sido el instrumento para la dote de las hijas y la adquisición de las seiscientas
iugera
de tierra próximas a Bovillac, más que suficientes para producirle a César las rentas necesarias para inscribirse en el censo senatorial. Con el dinero de Cayo Mario se habían allanado todos los obstáculos en el camino de los jóvenes César —los hijos del abuelo César— de la casa de Julio César.

El propio César había heredado la gracia y la rectitud mental para mostrar su sincera gratitud, mientras que su hermano mayor Sexto se había sentido atormentado y poco a poco se había ido apartando de la familia después de casarse. César sabía muy bien que sin el dinero de Cayo Mario no habría accedido al Senado y poco porvenir habrían tenido sus previsibles hijos. Y de no haber sido por el dinero de Mario, César nunca habría podido aspirar a casarse con la hermosa Aurelia, hija de una noble y rica familia, codiciada por numerosos pretendientes.

No cabía duda de que si hubiesen presionado a Mario habrían conseguido una casa en el Palatino o en la
Carinae
, ya que Marco Aurelio Cota, padrastro de Aurelia, les había instado a que utilizasen la importante dote para comprar una casa privada; pero la joven pareja había optado por seguir el consejo del abuelo de César, renunciando al lujo de vivir solos, y habían invertido la dote de Aurelia en la compra de una
insula
, una casa de viviendas populares en la que vivirían los recién casados hasta que la carrera de César, apenas comenzada, les permitiese adquirir un
domus
en un sector más elegante de Roma; cosa nada difícil, dado que la
insula
de Aurelia estaba en pleno corazón del Subura, el barrio de Roma más poblado y más pobre, situado entre el declive del monte Esquilino y la colina Viminal, una bulliciosa aglomeración de gentes de todas las razas y credos, a la que se mezclaban romanos de la cuarta y quinta clase y del censo por cabezas.

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