—El Anunciador dispone, forzosamente, de varios grupos armados —prosiguió el general Nesmontu—. Se desplaza con frecuencia e intenta federar las tribus para formar un ejército dispuesto a enfrentarse a nosotros.
—¿Por qué no consigues detenerlo? —preguntó el visir.
—Conoce el terreno mejor que nosotros lo conoceremos nunca, y algunos espías le informan del menor despliegue de nuestras fuerzas. Sin embargo, he logrado una información fundamental: el mercader superviviente había oído ya al Anunciador predicando la guerrilla contra Egipto. Su verdadero nombre es Amu, y manda una antigua tribu cananea, famosa por su crueldad y su violencia.
—¡Basta con localizarlo, pues!
—Las familias que componen esta tribu nómada entraron en la clandestinidad tras la insurrección de Siquem. Formularon una promesa que toda la región se toma muy en serio: quien denuncie a un partidario del Anunciador al ejército o a la policía será ejecutado con el máximo salvajismo.
—¿Qué propones? —preguntó Senankh.
—Necesito un hombre muy valeroso, que disponga de la entera confianza de su majestad y sea capaz de ganarse la de Amu y sus íntimos. Tendrá que identificar las distintas ramas de la organización terrorista e informarnos con la mayor prudencia. Nosotros intervendremos en el momento propicio y aniquilaremos al enemigo de un solo golpe. Excluyo de antemano a un militar de carrera; son muy fáciles de descubrir.
—Yo soy, pues, el indicado —dijo Sekari.
—De ningún modo —objetó Iker—, sólo yo poseo los argumentos decisivos. ¿Acaso no intenté asesinar al rey?
Sobek dio un respingo.
—Majestad, os recomiendo una vez más que desconfiéis de este escriba.
—Bina y los asiáticos de Kahun no estarán muy lejos del lugar donde se oculte el Anunciador —prosiguió Iker—. No cabe duda de que han abandonado Menfis y preparan desde la región sirio-palestina los próximos atentados. Yo conseguí engañar a las autoridades, pero no a Sobek el Protector. A punto de ser detenido sólo tenía una única solución: huir, reunirme con mis cómplices, comunicarles lo que he sabido sobre palacio y reanudar con ellos el combate contra el tirano.
—¡Por fin confiesas! —exclamó Sobek.
Iker miró al jefe de todas las policías del reino.
—Puesto que no consigo convencerte de mi lealtad, mis actos hablarán por mí. O me reúno con mis cómplices, y acabarás matándome con absoluto júbilo, o me infiltro entre el adversario y transmito valiosas informaciones que permitan a su majestad extirpar el mal.
—Hay una tercera hipótesis que me parece mucho más realista —indicó Sekari—: fracasas y el Anunciador te da muerte entre atroces sufrimientos.
—Soy consciente del peligro que corro —admitió el hijo real—. Pero debo pagar una deuda y quiero ganarme la total confianza de los amigos de su majestad, incluida la de Sobek, cuya actitud no me sorprende. Cometí una grave falta, y ahora debo lavar mi corazón y llenarlo de justicia. Por eso imploro al faraón que me confíe esta misión.
Sesostris se levantó, indicando así el final del consejo.
Todos salieron en silencio, a excepción de Iker.
—Majestad, ¿puedo solicitar un favor antes de mi partida? Desearía volver a ver a Isis y hablar con ella por última vez.
Gergu sollozaba, hundido en un sillón.
—Salgamos en seguida de Menfis… Pero ¿dónde podemos ocultarnos? ¡Sesostris nos perseguirá hasta en pleno desierto!
—Deja de decir estupideces y bebe más cerveza. Eso te tranquilizará.
—¡No tengo sed!
—Sobreponte, ¡maldita sea!
Gergu aceptó vaciar su copa como si fuera la última.
—No tenemos en absoluto nada que temer —aseguró Medes—. Según los rumores, del único del que Sobek sospecha es del hijo real, Iker. El Anunciador y la mayoría de los suyos están a cubierto. La organización del libanés sigue operativa.
Gergu se sintió algo menos inquieto.
—¿Estáis seguro de que no seremos detenidos?
—No hemos cometido ningún error, todas las pistas que hubieran permitido llegar hasta nosotros están cortadas.
Esta vez, Gergu vació la jarra.
—¡Sesostris parece indestructible! Ningún intento de asesinato tendrá éxito. Retirémonos de esa peligrosa alianza, Medes, y gocemos de nuestra fortuna.
—Eso sería una reacción infantil. En primer lugar, el Anunciador no admite traiciones ni defecciones. Si hiciéramos lo que tú dices, firmaríamos así nuestra sentencia de muerte. Luego, seguiremos enriqueciéndonos gracias al libanés. Finalmente, acabaremos dominando el país entero. ¿Realmente crees en el infierno, Gergu?
—¡Los condenados arden allí en unos calderos y nada atenúa su sufrimiento!
—Fábulas idiotas —estimó Medes—. Yo sólo creo en el mal, en la mentira y en la rapacidad. Negarlas es una estupidez; combatirlas es irrisorio. El Anunciador me fascina, pues utiliza con suprema habilidad las fuerzas del mal. Y lo más asombroso es el número de adeptos que lo obedecen ciegamente. ¿Cómo tantos imbéciles pueden admitir que Dios haya hablado con un individuo y le haya encargado que imponga una verdad absoluta y definitiva? La estupidez domina a la multitud, y debemos aprovecharlo al máximo. Es la más formidable arma política. Me importa un comino la religión que el Anunciador predica, pero estoy convencido de que conseguirá conquistar el mundo. Asociándonos con él nos haremos extraordinariamente ricos y poderosos.
La sangre fría de Medes tranquilizó a Gergu, y la cerveza acabó de relajarlo.
—La Casa del Rey vive sumida en el temor —añadió su secretario—. Tras la inesperada llegada del general Nesmontu no he tenido que redactar decreto alguno. Nada se ha filtrado de sus entrevistas con el rey, pero, al parecer, Iker ha sido convocado. Intentaré averiguar algo más. Por tu parte, interroga discretamente al entorno de Nesmontu. Acabarás encontrando algún charlatán, orgulloso de revelarte las razones de la visita del general.
El sol se ponía en Abydos. Isis subió lentamente la escalera de piedra que llevaba a lo alto del templo donde pasaría la noche estudiando el cielo.
El rey le había encargado que descubriera cualquier actitud sospechosa por parte de los sacerdotes permanentes o temporales, pero la muchacha había comprobado, no sin alivio, que todos cumplían rigurosamente con su función. Más ardua era otra misión que reclamaba su energía: buscar en los archivos de la Casa de Vida los elementos, aunque fueran ínfimos, útiles para la curación de la acacia.
Y precisamente porque un texto recomendaba explorar el cosmos, Isis pensaba interrogar a las estrellas, a los planetas y a los decanatos.
La diosa Isis había colocado los astros en su justo lugar, las siete Hator orientaban el destino. Por lo que a la lectura de la hora se refiere, al horóscopo, éste seguía siendo un secreto de Estado que se transmitía de faraón en faraón. Los iniciados, sin embargo, conocían el mensaje de las treinta y seis candelas, los decanatos, también llamados «los vivientes». Nacían y se regeneraban en el
duat
, la matriz estelar, al tiempo que ritmaban el año ritual.
Con la ayuda de un visor formado por una hoja de palma cortada por el medio y una regleta provista de una plomada, Isis calculaba la posición de los cuerpos celestes. Observó el Horus-toro-del-cielo, Saturno, potencia decisiva que no dejaba lugar alguno a las debilidades humanas; el Horus-que-revela-el-secreto, Júpiter; el Horus-rojo, Marte, dispensador de fuerza; la doble estrella, la matutina y la vespertina, Venus, asimilada al fénix, portador del fulgor de la piedra primordial; Sobeg, en la proa de la barca solar, y Mercurio, el que abría todos los caminos. Juntos, estos planetas tocaban una música que era necesario aprender a percibir para comprender cómo la partitura del universo, cuyos eternos intérpretes eran, hechizaba la tierra de Egipto.
Ninguna de ellas presentaba ningún signo alarmante. En cambio, Isis se preguntaba por qué la acacia no vivía ya en armonía con las fases de la luna. Tras la fase ascendente de su energía, el decimocuarto día, el ojo celestial era repescado, reconstituido, y brillaba en la barca como sol de la noche, luz en el corazón de las tinieblas, capaz de ampliar las formas ocultas en la oscuridad.
Ciertamente, la luna seguía cumpliendo su función, pero el árbol de vida no se beneficiaba ya de ella. Ahora bien, según los textos, una sola potencia podía degradar ese sol nocturno e impedir que irradiase: Seth, el asesino de Osiris. Seth el trasgresor, el violento, el borracho, el tormentoso, el que separaba, dividía, y sembraba la confusión y el desorden.
Isis sabía dónde encontrarlo: en la pata anterior del toro, en el cielo del norte
(25)
.
Dirigiendo hacia él su pequeño cetro «Magia» de marfil, la sacerdotisa lo interrogó, consciente del peligro. Importunar a Seth el imprevisible podía desatar su cólera, pero deseaba descubrir por qué razón y de qué modo perjudicaba a su hermano Osiris encarnizándose con el árbol de vida.
Las circumpolares, estrellas indestructibles, seguían idénticas a sí mismas. Sierras de Osiris, mantenían el poder sethiano en el seno de la armonía del universo. En cambio, los demás cuerpos celestiales comenzaron a brillar con insólitos fulgores.
(1) La Osa Mayor.
De pronto, Isis tuvo la visión de la realidad oculta de esa inmensidad que tan a menudo había contemplado, admirada, sin discernir su verdadera naturaleza. Contra el fondo de lapislázuli brillaban metales y piedras preciosas, alimentados por la claridad que emanaba de la barca solar. El cosmos parecía un gigantesco laboratorio alquímico donde se efectuaba sin cesar la transmutación de la luz en vida, proyectada sobre cada ser, comenzando por la tierra. En el vientre de las montañas renacían los metales y los minerales procedentes del cielo. Osiris-luna, sol en el corazón de las tinieblas, los hacía crecer. Un genio del mal, manipulador de las fuerzas cósmicas, intentaba interrumpir ese crecimiento.
Isis fue presa del vértigo. Lentamente, volvió a bajar la escalera apoyándose con frecuencia en el muro. Era demasiado pronto para obtener las enseñanzas de ese descubrimiento, pero tal vez le procurara nuevas armas contra el adversario.
En la penumbra del templo, una presencia.
—¿Quién está ahí?
—Vengo a empezar mi servicio —dijo Bega con voz ronca—. El Calvo me ha pedido que os sustituyera y prosiguiese las observaciones. ¿Habéis notado alguna anomalía en el movimiento de los astros?
—No —respondió Isis sin mentir.
No era el desplazamiento ni la posición de los cuerpos celestes lo que había abierto su conciencia, sino su propia calidad. Podría haberle hablado de ello al sacerdote permanente Bega, afamado matemático y geómetra, especialista en efemérides, pero la muchacha, trastornada, prefirió guardar silencio sobre su experiencia.
A la luz de las candelas, Bega advirtió que la sacerdotisa parecía agotada.
—¿Cómo os sentís, Isis?
—Algo cansada.
—¿Deseáis que os acompañe hasta vuestra habitación?
—No será necesario.
—No pretendo daros órdenes, pero tendríais que descansar.
—Como a todos, las circunstancias me lo impiden.
—¿Acaso creéis que arruinando vuestra salud preservaréis la de la acacia?
—Si mi vida pudiese salvar la suya y la de nuestro país, no vacilaría ni un solo instante en ofrecérsela.
—Los permanentes comparten ese noble pensamiento, y ninguno escatima esfuerzos —afirmó Bega—. El resultado no es tan desesperante, puesto que la acacia sobrevive.
—Estamos librando la más temible de las guerras y no la hemos perdido aún.
Mientras la veía alejarse, diversos sentimientos se apoderaron de Bega. ¿Cómo no envidiar su belleza y su inteligencia? Con prudencia y habilidad, habría que impedir que ascendiera por la jerarquía y se volviera molesta. Isis era tan radiante ya que muchos le auguraban las más altas funciones. Afortunadamente, desprovista de ambición y preocupada sólo por las búsquedas espirituales, ella no pensaba en el poder. ¿No acababa de efectuar un descubrimiento que, visiblemente, la había conmovido? Interrogarla hubiera sido imprudente, pues una excesiva curiosidad le habría extrañado. Con obstinación, tal vez Bega consiguiera domeñarla, transformarla incluso en una presa para el Anunciador.
La salida del sol fue un esplendor.
Isis advirtió el excepcional brillo del halo rojo que precedía a la reaparición del disco de oro, vencedor de nuevo de las tinieblas surcadas durante aquella noche que la sacerdotisa había concluido en la biblioteca de la Casa de Vida. Consultando el tratado de alquimia de Imhotep, cuyas riquezas estaba muy lejos de haber agotado, la muchacha pensaba en una primera aplicación, siempre que el Calvo estuviera de acuerdo.
Cuando vio en la mano de Isis un espejo de cobre, éste no dejó de mostrar su descontento.
—¿Acaso olvidas nuestro primer deber?
—No, tranquilizaos. Vamos a regar el pie de la acacia con agua y leche, pero me gustaría obtener vuestra autorización para efectuar un nuevo rito.
—¿Con este objeto?
—¿No lo sacralizó la diosa Hator en los ritos de iniciación femenina? Es el más sencillo de que dispongo, y su facultad de irradiación sigue siendo limitada. Sin embargo, tengo esperanzas.
—¿De dónde procede esta idea?
—De la percepción de la naturaleza metálica del cielo.
—¡Ah!… Has superado esa etapa ya. Decididamente, el rey no se ha equivocado.
Gruñendo, el Calvo se dirigió hacia la acacia, rodeada por cuatro árboles jóvenes. Plantados en los puntos cardinales, formaban un recinto protector que impedía que las ondas maléficas alcanzaran de nuevo a aquel enfermo grave.
Tras haber alimentado al árbol de vida, Isis colocó el espejo de modo que la luz de la mañana iluminase una pequeña parte del follaje.
Ante la atenta mirada del Calvo, algunas hojas comenzaron a reverdecer. Luego, el color se atenuó pero no desapareció por completo.
—Explícate, Isis.
—El enemigo turbó la circulación de la energía entre el cielo y la tierra. Una sola y mínima potencia hace crecer los metales y que broten los vegetales, cuyo soberano es la acacia, pues participa, a la vez, del aquí y del más allá. Debido a esta intervención maléfica, no desempeña ya su doble papel de emisor y receptor. Sólo una terapéutica alquímica lo curará.
—Por eso resulta indispensable el oro de los dioses —recordó el Calvo.