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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (41 page)

BOOK: La conspiración del mal
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—El tipo no está solo, jefe —le dijo un policía a Sobek—. Hay al menos dos más en la terraza. Y, sin duda, otros en el interior. Hemos dado con un nido de cananeos.

El crepúsculo facilitaría el arresto.

Sobek mandó a un explorador.

Cuando se acercaba a la casa sospechosa, una piedra lanzada por una honda le dio en el hombro.

—-¡Esos bandidos nos esperaban! —advirtió el Protector—. Que los rodeen. Yo regresaré a palacio y os mandaré refuerzos. En cuanto lleguen, iréis al asalto.

Sobek experimentaba la penosa sensación de haber sido engañado. Si seguía dirigiendo la operación, permanecería demasiado tiempo lejos del rey. Y su instinto lo empujaba a reunirse con él lo antes posible.

—El mensaje, sin embargo, indicaba esa casa —confirmó Iker.

—Parece abandonada —advirtió Sekari.

—En Kahun me reunía con Bina en una choza como ésa.

—Dicho de otro modo: probablemente te ha tendido una trampa. Quédate aquí.

—Sekari…

—No temas, estoy acostumbrado.

Iker no comprendía nunca cómo Sekari, aparentemente tan pesado, se transformaba en un genio volador al que ningún obstáculo molestaba. Desapareció con increíble agilidad y no tardó en salir de nuevo.

—La choza está vacía. El mensaje era sólo una trampa. Han querido alejarnos. ¡Pronto, volvamos a palacio!

Una decena de incendios se iniciaron al mismo tiempo en los alrededores de palacio. La leña ardía a las mil maravillas, y las llamas llegaban hasta muy arriba y sembraban el pánico.

Uno de los focos amenazaba un edificio administrativo y varios guardias, apostados en el exterior, corrieron a echar una mano a los insuficientes aguadores.

—Vamos allá —ordenó Jeta-de-través a sus quince comandos armados con espadas cortas.

A pesar de su valor, el centinela que permanecía ante la entrada principal fue aniquilado muy pronto.

En el interior, el veneno de Bina se revelaba eficaz. La mayoría de los soldados yacían por el suelo del refectorio, y otros, en los pasillos. Algunos seguían de pie aún, medios dormidos; sólo un puñado, que no habían comido, se hallaban en condiciones de combatir.

Frente a la oleada no resistirían largo rato.

Sesostris acababa de tenderse en la cama.

Fueran cuales fuesen las múltiples ocupaciones que llenaban su interminable jornada de trabajo, el monarca no dejaba de pensar en el árbol de vida. Eje que unía la tierra al cosmos y columna vertebral de Osiris resucitado, preservaba los valores fundamentales utilizados como materiales por una cofradía de sabios durante la construcción de Egipto.

Gobernando con rectitud, el rey contribuiría a la salvaguarda de la acacia. Cada acto justo producía un alimento, cada celebración ritual emitía un poder capaz de rechazar las fuerzas del mal.

De pronto se oyeron gritos y ruido de armas que chocaban.

El rey se levantó, tomó una espada y abrió la puerta de su habitación.

En el corredor, el último guardia sucumbía. Sólo dos de los comandos de Jeta-de-través habían caído.

Se hizo un pesado silencio.

Todas las miradas convergieron en el gigante, cuya tranquilidad dejó pasmados a sus agresores.

Incluso Jeta-de-través, que no sabía lo que era el miedo, retrocedió.

—¡Es él —murmuró—, es el faraón!

Los asiáticos inclinaron sus armas.

—¡No es más que un hombre! Está solo, y nosotros somos muchos, no tiene posibilidad alguna de vencernos. ¡Al ataque!

Tras un largo instante de vacilación, uno de los agresores se decidió. Aunque el brazo del faraón apenas se había movido, un sangriento surco se abrió en el pecho del asiático, que cayó pesadamente de espaldas.

Otro asaltante, deseoso de vengar a su compañero, corrió la misma suerte.

Con una cólera mezclada con desdén, Sesostris contemplaba a sus enemigos.

—¡Todos juntos! —aulló Jeta-de-través.

Sus hombres le habrían obedecido si dos de ellos no hubieran sido derribados por Sekari e Iker, que manejaban garrotes tomados de los cadáveres de los guardias.

—¡Larguémonos! —gritó un asiático, convencido de que llegaban refuerzos.

Sin embargo, no fue muy lejos, pues se topó con un Sobek enfurecido cuya lanza lo atravesó de parte a parte.

Jeta-de-través decidió abandonar a su equipo, tomó por un corredor vacío y saltó por una ventana.

Y, aprovechando la confusión general, desapareció en la noche.

48

El faraón estaba sano y salvo.

Levemente herido en el brazo izquierdo, Sekari recuperaba el aliento.

Sobek el Protector dirigió su jabalina hacia Iker, apoyado en la pared del corredor donde se amontonaban los cadáveres de los asiáticos.

—Acuso al hijo real de haber organizado ese atentado.

—¡Has perdido la cabeza! —protestó Sekari.

—¿Quién nos hizo creer que los terroristas habían abandonado Menfis? Iker y el cananeo… ¡Cómplices, ésa es la verdad!

El muchacho palideció.

—Por el nombre del faraón, juro que soy fiel al rey, y estoy dispuesto a dar mi vida para defenderlo.

Temiendo la violencia de Sobek, Sekari se interpuso.

—Como tú, somos víctimas de una manipulación. Nos han alejado de palacio, se han provocado incendios, los guardias han sido drogados. En cuanto hemos sospechado que era una trampa hemos regresado a toda prisa. Iker ha combatido con valor, podría haber muerto.

El furor del Protector remitió. Las explicaciones de Sekari no carecían de peso. Pero anteriormente Iker había intentado ya acabar con el monarca… ¿No sería éste un segundo intento, mejor organizado que el primero?

—La conducta del hijo real y su juramento deberían disipar tus sospechas —afirmó Sesostris—. Los verdaderos culpables yacen a tus pies.

—Asiáticos —advirtió Sobek—. Hemos eliminado a algunos, pero ¿cuántos quedan aún decididos a hacer daño?

El Anunciador tranquilizó a sus fieles.

—El atentado ha fracasado —reconoció—, pero ninguno de nuestros valerosos combatientes ha hablado. De lo contrario, la policía estaría ya aquí. Esos héroes irán al paraíso, podemos estar orgullosos de su valor y de su abnegación. Gracias a ellos, el tirano no se sentirá ya seguro en ninguna parte, ni siquiera en su propio palacio. Ya es hora de abandonar esta ciudad depravada. Shab, forma los grupos. Cada uno partirá en una dirección distinta para no llamar la atención del enemigo. Luego nos reuniremos en algún lugar seguro y distribuiré nuevas tareas. Nuestra lucha por la instauración de la verdadera fe no dejará de intensificarse.

Los adeptos, tranquilizados, recibieron sus consignas.

El Anunciador subió al piso y sacó de su escondrijo el cofre de acacia. Las armas que contenía no habían podido expresarse aún con todo su poder.

—Señor, lamento no haber participado en el combate —deploró Bina—. A Jeta-de-través le ha faltado sangre fría. Conmigo eso no hubiera ocurrido.

—Tendrás otras oportunidades para probar tu valor. Sesostris es un adversario excepcional, tiene grandes poderes. Sus dioses lo dotaron de extraordinarias cualidades, y sólo la superioridad del nuestro lo reducirá a la nada. El camino será largo, Bina, pues el enemigo es valeroso.

—Más hermosa será, así, la victoria.

—Sobek no consigue localizarnos. Pero no siempre gozaremos de esta ventaja. Debes aprender a mostrarte prudente, reina de la noche. Envuelve en tinieblas cada uno de tus actos.

A Shab
el Retorcido
no le llegaba la camisa al cuerpo. Con el cofre sobre su hombro izquierdo seguía al Anunciador, que hubiera tenido que abandonar Menfis con los demás en vez de dirigirse a casa del libanés. Pero tenía que obedecer a su maestro, aunque éste corriera riesgos desmesurados.

El Retorcido
temía ser detenido en cualquier momento por una patrulla de policía. El Anunciador, en cambio, caminaba con pasos tranquilos, como cualquier ciudadano con la conciencia inmaculada. Hasta llegar a la morada del libanés no se produjo incidente alguno.

Cuando el Anunciador entró en el salón, el comerciante y Medes se levantaron.

—¡Sesostris sigue vivo! —exclamó Medes.

—Lo sé, amigo mío, lo sé.

—¡Van a detenernos a todos!

—Claro que no.

—Sobek interrogará a los heridos y hablarán.

—No lo creo —replicó el Anunciador.

—¿Cómo estar seguros de eso?

—A excepción de Jeta-de-través, lo que habían tomado los brutos que debían encargarse de acabar con el faraón les concedía muy poca vida. Aun en caso de éxito, todos habrían muerto una hora después.

Medes contempló aterrorizado al Anunciador.

—Habéis… habéis…

—La posibilidad de tener éxito era ínfima, pues el entorno mágico de Sesostris sigue siendo eficaz. Sin embargo, el resultado buscado se ha conseguido: ese régimen impío se sabe vulnerable. Y nada ni nadie le permite prever de dónde llegarán los golpes ni en qué momento se propinarán.

—¿Debo regresar en seguida a mi país? —preguntó el libanés.

—De ningún modo, mi buen amigo. Varios fieles se han marchado ya hacia el norte, pero tú vas a quedarte aquí, igual que los miembros de la organización principal, compuesta por comerciantes, peluqueros y mercaderes ambulantes. La dirigirás en mi nombre y me proporcionarás las informaciones con ejemplar lealtad, ¿no es cierto?

—¡Contad conmigo, señor! —exclamó el libanés, cuyas cicatrices, dolorosas de pronto, le recordaron la imperiosa necesidad de obedecer al Anunciador.

—Tu papel y el de nuestro aliado Medes son particularmente importantes. Me informaréis de lo que ocurre en Menfis y de las intenciones de Sesostris.

—Haremos lo que podamos, pero… ¿Podemos proseguir nuestras operaciones comerciales con el Líbano?

—No veo inconveniente alguno, siempre que nuestra causa se beneficie de ello.

—¡Así lo tenía yo entendido!

—¿Pensáis hacer una pausa antes de atacar de nuevo al faraón? —preguntó Medes.

—Debo desplegar mis fuerzas de modo distinto, pero no habrá pausa alguna. Por tu parte, obtén toda la información que puedas sobre Abydos. Mientras la acacia de Osiris tenga un soplo de vida, ninguna de nuestras victorias será decisiva. Pero muy pronto alcanzaremos el primer objetivo: lograr que ningún egipcio duerma tranquilo.

Cuando entraba en la sala de interrogatorios del cuartel principal de Siquem, el general Nesmontu recibió una carta de Sehotep en la que éste narraba los dramáticos acontecimientos de Menfis.

Las noticias caldearon la sangre del viejo militar y fortalecieron su deseo de descubrir a los cabecillas de la sedición cananea. Aunque estuviese aparentemente dominada, Nesmontu sentía que el fuego seguía ardiendo bajo las cenizas.

Frente a él, sentado en un taburete con las manos atadas a la espalda, un chiquillo de ojos coléricos.

—¿Por qué lo habéis detenido? —preguntó el general al soldado que lo vigilaba.

—Ha intentado clavarle un cuchillo por la espalda a un centinela. Se han necesitado tres hombres para dominarlo.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó Nesmontu al prisionero, mirándolo directamente a los ojos.

—Trece años.

—¿Hablaste de tus intenciones con tus padres?

—Mis padres han muerto. El ejército egipcio los mató. Yo mataré a los egipcios. Siquem se rebelará porque tenemos un jefe.

—¿Cómo se llama?

—El Anunciador.

—Fue condenado y ejecutado.

—¡Tonterías! Nosotros, los cananeos, sabemos que eso es falso. Y tendréis pruebas de ello.

—¡Ah, caramba! ¿Y cuándo?

—En estos mismos momentos, el Anunciador desvalija una caravana al norte de Siquem.

—Pareces muy bien informado, bribonzuelo. Pero mientes como si respiraras.

—¡Veréis como no!

—Una temporada en la cárcel te pondrá la cabeza en su sitio.

—Sólo es un chiquillo —recordó el soldado.

—¡Un chiquillo dispuesto a matar! Aquí se aplica la ley egipcia, que estipula que, a partir de los diez años, un individuo es enteramente responsable de sus actos.

Cuando el general regresaba a su cuartel, su ayuda de campo le entregó un mensaje.

—Ha sido agredida una caravana al norte de la ciudad.

—¿Víctimas?

—Por desgracia, sí, pero también hay supervivientes.

—Tráemelos sin tardanza.

En cuanto llegó a Menfis, Nesmontu solicitó audiencia al faraón, que lo recibió de inmediato. Dada la importancia de las informaciones, Sesostris convocó al visir Khnum-Hotep, al Portador del sello Sehotep, al gran tesorero Senankh, a Sobek el Protector, al hijo real Iker y al agente especial Sekari.

—La investigación realizada por el general Nesmontu ha obtenido unos resultados inquietantes —declaró el rey—. Que exponga las circunstancias de su descubrimiento. Luego, tendremos que tomar decisiones.

—Una caravana acaba de ser atacada cerca de Siquem —revelo Nesmontu—. Los soldados que la escoltaban se han defendido valientemente, pero han sido vencidos por el número. Una patrulla ha ayudado a tiempo a dos supervivientes, un soldado y un mercader.

—El nuevo drama demuestra que es preciso reforzar nuestra presencia militar en toda la región sirio-palestina —estimó Senankh.

—Propongo también que se doblen las escoltas —dijo Sobek—. Eso disuadirá de organizar expediciones mortíferas a los merodeadores de las arenas, que se alían de buena gana con los cananeos.

—Son medidas necesarias —reconoció Nesmontu—, pero lo que los supervivientes me han comunicado podría hacerlas insuficientes. A su entender, el jefe de la banda de forajidos era un hombre de gran talla al que llamaban el Anunciador.

—El Anunciador ha muerto —recordó Sehotep—. Según tu propio informe, la población de Siquem acabó con él, rebelándose contra aquel falso profeta.

—Así lo creí, en efecto, pero es evidente que me equivoqué. El Anunciador parece muy vivo. Comparando los indicios recogidos durante los interrogatorios, tengo la sensación de que se va convirtiendo en el alma de la revuelta cananea. Incluso los niños parecen serle adictos y quieren combatir en su nombre.

—Si existe, se encuentra sin duda en la región sirio-palestina —advirtió Iker, cuya intervención provocó la incendiaria mirada de Sobek.

El jefe de todas las policías del reino nada había podido obtener del cananeo y de sus acólitos, enviados para atraerlo hacia una trampa. Todos habían sucumbido a sus heridas, recibidas durante el asalto.

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