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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (37 page)

Dorian se alejó callejón abajo en busca del marinero decadente. Ignatius miró hacia la Calle Royal y se preguntó qué habría sido del club artístico de señoras. Bajó hasta el pasaje donde tenía escondido el carro, se preparó un bocadillo y rezó para que apareciese algún cliente antes de terminar el día. Consideró con tristeza lo bajo que Fortuna había hecho girar su rueda. Nunca había supuesto que rezaría un día por que la gente le comprase bocadillos de salchichas. Pero en fin, al menos tenía un nuevo plan majestuoso que podría lanzar en seguida contra Myrna Minkoff. La idea de aquella asamblea política fundacional le alegraba muchísimo. Esta vez, Myrna Minkoff se quedaría absolutamente estupefacta.

IV

Era cuestión de almacenaje. George tenía que cargar con los paquetes todas las tardes, desde casi la una hasta las tres. Una tarde se había ido al cine, pero ni siquiera allí, en la oscuridad, viendo un programa doble de dos películas de colonias nudistas, se sentía cómodo. Le daba miedo dejar los paquetes en el asiento de al lado, sobre todo en un cine como aquél. Se los puso en el regazo, con lo que tuvo un recordatorio constante de su carga durante las tres horas de carne bronceada llenando la pantalla. Los otros días había vagado con ellos aburrido por la zona comercial y por el Barrio Francés.

Pero a las tres estaba tan cansado de aquel vagabundeo maratoniano, que apenas le quedaban ya ánimos para gestionar los demás negocios del día. Y después de dos horas de transporte, el envoltorio de los paquetes se humedecía y empezaba a romperse. Si se le rompía en la calle uno de aquellos paquetes, ya podía ir pensando en pasar varios años en un reformatorio de delincuentes juveniles. ¿Por qué habría intentado detenerle aquel poli en la sala de espera de la estación de autobuses? El no había hecho nada. Aquel agente debía tener una especie de percepción detectivesca extrasensorial.

Por último, George cayó en la cuenta de que había un lugar que le garantizaría al menos algún descanso y una posibilidad de sentarse: la catedral de San Luis. Se sentó en uno de los bancos que quedaban junto a un grupo de velas de vigilia y se decoró las manos, dejando a un lado los paquetes. Cuando terminó con las manos, cogió un misal del estante que tenía delante y lo hojeó, refrescando sus escasos conocimientos de la mecánica de la misa, estudiando los dibujos del oficiante mientras realizaba los diversos ritos. La misa era, en realidad, muy simple, pensó George. Estuvo hojeando el misal hasta que fue hora de irse. Recogió entonces los paquetes y salió a la calle Chartres.

Un marinero que estaba apoyado en una farola le hizo un guiño. George respondió al saludo con un gesto obsceno de sus manos tatuadas y siguió calle abajo. Cuando pasaba por el Callejón del Pirata, oyó gritos. Allí en el callejón, el enloquecido vendedor de bocadillos de salchichas estaba intentando acuchillar a un marica con un cuchillo de plástico. Aquel vendedor era demasiado. George se paró un segundo a mirar el aro de la oreja y el pañuelo que subía y bajaba y se balanceaba mientras el marica chillaba. Aquel vendedor probablemente no supiera qué día era, ni qué mes, ni siquiera qué año. Debía creerse que era Martes de Carnaval.

Justo en ese momento, George vio al policía secreta de la estación de autobuses venir calle abajo tras el marinero. Parecía un
beatnik
. George se escondió corriendo en una de las arcadas del antiguo edificio del gobierno español, el Cabildo, y pasó por la misma arcada a la Calle St. Peter, donde siguió corriendo hasta llegar a Royal, donde enfiló hacia la parte alta de la ciudad, buscando las líneas de autobuses.

Ahora aquel secreta andaba por los alrededores de la catedral. Había que admitirlo, los policías estaban en todas partes. Dios santo. No le daban a uno ni una oportunidad, ni un respiro.

Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. Empezaba a sentirse como un preso fugado que tuviese que esconderse continuamente de los polis. ¿Adonde iría ahora? Cogió un autobús que estaba a punto de salir y caviló sobre el asunto mientras el vehículo giraba y enfilaba la Calle Bourbon, pasando delante del Noche de Alegría. Lana Lee estaba allí fuera, en la acera, dándole instrucciones al negro sobre un cartel que éste estaba colocando en la vitrina de cristal que había junto a la entrada. El negro tiró un cigarrillo que habría incendiado el pelo de la señorita Lee si no lo hubiera disparado un tirador de primera. La colilla pasó por encima de la cabeza de la señorita Lee, a no más de dos centímetros de ella. Los negros estaban pasándose de listos. George tendría que darse una vuelta por uno de sus barrios una noche y tirar unos cuantos huevos. Hacía mucho que él y sus amigos no cogían el coche trucado de alguien y pasaban atizándoles a los negros que fueran tan estúpidos como para quedarse tranquilamente en la acera.

Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. El autobús cruzó los Campos Elíseos antes de que George diese con una solución.

Ya está, lo había tenido todo el tiempo delante y no se había dado ni cuenta. Se merecía una patada en la espinilla con sus propias botas flamencas. George vio un compartimento metálico aislado, espacioso, acogedor; una caja de depósitos móvil y segura que ningún poli del mundo, por muy listo que fuese, pensaría abrir; una bóveda de seguridad guardada por el mayor simplón del mundo: el compartimento de los panecillos del carro de aquel estrambótico vendedor.

ONCE

—Oh, mira —dijo Santa, sosteniendo el periódico muy cerca de los ojos—. Ponen una película preciosa en el barrio, con la pequeña Debbie Reynolds.

—Oh, con lo cielo que es —dijo la señora Reilly—. ¿A ti te gusta, Claude?

—¿De qué habláis? —preguntó cordialmente el señor Robichaux.

—De la pequeña Debbie Reynolds —contestó la señora Reilly.

—No sé muy bien quién es. No voy mucho al cinematógrafo.

—Es encantadora —dijo Santa—. Tan chiquitína. ¿La has visto alguna vez en esa película tan preciosa en que hacía de Tammy, Irene?

—¿Esa en que se quedaba ciega?

—¡No, mujer! Esa es otra.

—Oh, ¿sabes en quién estaba pensando, querida? Estaba pensando en June Wyman. Era tan maja, también.

—Oh sí, era muy buena —dijo Santa—. Me acuerdo de aquella película en que hacía de muda y la violaban.

—Señor, me alegro de no haberla ido a ver.

—Pero si era maravillosa, mujer. Muy dramática. Si vieras la expresión de aquella pobre muda cuando la violaban. No la olvidaré nunca.

—¿Quiere alguien más café? —preguntó el señor Robichaux.

—Sí, dame un poco, Claude —dijo Santa, doblando el periódico y echándolo encima de la nevera—. Cuánto siento que Angelo no haya podido venir. Pobre chico. Me dijo que va a trabajar por su cuenta día y noche hasta que pueda detener a alguien. Por ahí anda hoy, imagino. Si supierais las cosas que me ha contado su Rita. Al parecer, Angelo salió y se compró un montón de prendas caras para ver si puede atraer a algún delincuente con ellas. Qué vergüenza. Eso lo único que demuestra es lo mucho que ese chico ama al cuerpo. Si lo echan será una desgracia para él. Ojala pueda detener a algún vagabundo.

—Angelo tiene una vida dura, sí —dijo con aire ausente la señora Reilly.

La señora Reilly pensaba en aquel letrero de PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD que había colocado Ignatius en la fachada de su casa al volver del trabajo. La señorita Annie había iniciado de inmediato una investigación sobre el asunto nada más colocarlo Ignatius, haciendo preguntas a gritos desde detrás de las persianas.

—¿Qué piensas tú de alguien que quiere paz, Claude?

—A mí eso me suena a comunismo.

La señora Reilly veía cristalizarse sus mayores temores.

—¿Quién quiere paz? —preguntó Santa.

—Ignatius puso un letrero en la fachada de la casa que habla de la paz.

—Era de suponer —dijo Santa, furiosa—. Ese chico primero quiere un rey, ahora quiere paz. Te lo digo, Irene, por tu propio bien. A ese chico hay que encerrarlo.

—No lleva ningún pendiente. Se lo pregunté y me dijo: «Yo no llevo pendientes, mamá.»

—Angelo no miente.

—Puede que sólo se pusiera uno pequeño.

—Para mí, un pendiente es un pendiente, ¿verdad que sí, Claude?

—Así es —contestó Claude.

—Santa, chica, qué virgen más bonita tienes encima del televisor —dijo la señora Reilly para eludir el tema del pendiente.

Todos miraron el televisor que estaba colocado junto a la nevera, y Santa dijo:

—¿Verdad que es mona? Es Nuestra Señora de la Televisión. Tiene debajo, en la base, una ventosa para que no la tires al hacer la limpieza. La compré en Lenny's.

—En Lenny's tienen de todo —dijo la señora Reilly—. Además, parece que es un plástico muy bonito, de ése que no rompe.

—Bueno, qué, ¿os gustó la cena?

—Estaba deliciosa —dijo el señor Robichaux.

—Una maravilla de cena —convino la señora Reilly—. Hacía muchísimo tiempo que no comía tan bien.

—Aarff —eructó Santa—. Creo que les puse demasiado ajo a las berenjenas rellenas, pero es que yo siempre me paso un poco con el ajo. Hasta mis nietos me lo dicen. Me dicen: «Vaya, abuela, tú te pasas siempre con el ajo.»

—Ay, qué ricos —opinó la señora Reilly de los nietos gourmets.

—A mí las berenjenas me parecieron estupendas —dijo el señor Robichaux.

—Yo sólo me siento feliz cuando estoy barriendo y cocinando —dijo Santa a sus invitados—. Me encanta preparar una cazuela grande de albóndigas o de jumbalaya con camarones.

—A mí me gusta cocinar —dijo el señor Robichaux—. A veces, ayudo a mi hija.

—Sí que la ayudarás, sí —dijo Santa—. Un hombre que sabe cocinar es una gran ayuda en casa, créeme —le dio una patada a la señora Reilly por debajo de la mesa—. Una mujer que tenga un hombre que le guste cocinar, es una chica afortunada.

—¿A ti te gusta cocinar, Irene? —preguntó el señor Robichaux.

—¿Me preguntas a mí, Claude? —la señora Reilly estaba pensando qué aspecto tendría Ignatius con un pendiente.

—Baja de las nubes, mujer —ordenó Santa—. Claude preguntaba si te gusta cocinar.

—Sí —mintió la señora Reilly—. Me gusta bastante. Pero a veces hace tanto calor en aquella cocina, sobre todo en verano. No entra ni un soplo de aire por aquella calleja. A Ignatius le gusta comer basura, en realidad. A él le das unas cuantas botellas de doctor Nuts, y bollos y pastas abundantes y tan contento.

—Deberías comprarte un hornillo eléctrico —dijo el señor Robichaux—. Yo le compré uno a mi hija. No se calienta como la cocina de gas.

—¿De dónde sacas tú tanto dinero, Claude? —preguntó Santa muy interesada.

—Tengo una buena pensión del ferrocarril. Trabajé con ellos cuarenta y cinco años, sabes. Me dieron un alfiler de oro muy bonito cuando me jubilé.

—Oh, qué estupendo —dijo la señora Reilly—. Hiciste las cosas bien, ¿eh, Claude?

—Bueno —dijo el señor Robichaux—. Fui comprándome unas cuantas propiedades alrededor de mi casa. Siempre aparté un poco de mi salario para invertir en propiedades. Las propiedades son una buena inversión.

—Desde luego —dijo Santa, mirando de reojo a la señora Reilly—. Así que estás bien cubierto, ¿eh?

—Tengo una posición desahogada. Pero, en fin, a veces me canso de vivir con mi hija y con su marido. Ellos, claro, son jóvenes. Tienen una familia propia. Son muy buenos conmigo, pero preferiría tener una casa mía. No sé si me explico.

—Yo en tu caso —dijo la señora Reilly—, me quedaría con ellos. Si a tu hijita no le importa tenerte, no puedes encontrar sitio mejor. Ojalá tuviera yo una hija buena. Agradece lo que tienes, Claude.

Santa hundió el tacón del zapato en el tobillo de la señora Reilly.

—¡Ay! —gritó la señora Reilly.

—Señor, cuánto lo siento, hija. Tengo unos pies tan grandes. Siempre ha sido un problema para mí esto de los pies. Nunca encuentro calzado de mi número en las zapaterías. El dependiente me ve llegar y dice: «Señor, otra vez tenemos aquí a la señorita Battaglia. Qué voy a hacer ahora.»

—¡No tienes los pies tan grandes —dijo la señora Reilly mirando debajo de la mesa de la cocina.

—Es que los llevo apretujados en estos zapatitos. Tendrías que ver cómo son cuando me descalzo.

—Yo tengo pies vagos —dijo la señora Reilly.

Santa hizo una señal a la señora Reilly indicándole que no hablase de sus defectos, pero a la señora Reilly no era posible silenciarla.

—Hay días que casi no puedo andar —continuó—. Creo que los tengo así desde que Ignatius era pequeño y le llevaba en brazos. Cuánto tardó en andar ese chico, Dios santo. Y siempre cayéndose. Y cómo pesaba, además. Puede que fuera entonces cuando cogí mi arturitis.

—Óiganme los dos —dijo Santa rápidamente, para que la señora Reilly no describiese algún horrible nuevo defecto—. ¿Por qué no nos vamos a ver esa película tan bonita de Debbie Reynolds?

—Estaría muy bien —dijo el señor Robichaux—. Yo nunca voy al cinematógrafo.

—¿Queréis ir al cine? —preguntó la señora Reilly—. Yo no sé. Mis pies...

—Oh, vamos, chica. Salgamos de casa. Aquí huele a ajo.

—Creo que Ignatius me dijo que esa película no era buena. El las ve todas, qué chico.

—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Siempre estás pensando en ese chico, con todos los problemas que te crea. A ver si despiertas de una vez, mujer. Si tuvieras sentido, ya le habrían encerrado en el Hospital de Caridad hace mucho. Allí le aplicarían la manguera. Y le pondrían corrientes eléctricas. Ya verías entonces cómo aprendía. Le enseñarían a comportarse.

—¿Sí? —preguntó interesada la señora Reilly—. ¿Cuánto cuesta eso?

—Allí es todo gratis, mujer.

—Medicina socializada —comentó el señor Robichaux—. Lo más seguro es que en ese sitio estén trabajando comunistas y compañeros de viaje.

—Tienen monjas dirigiendo aquello, Claude. Señor, Señor. ¿De dónde sacas tú eso de que hay comunistas en todas partes?

—A lo mejor, a las hermanas las tienen engañadas —dijo el señor Robichaux.

—Oh, qué espanto —dijo muy apenada la señora Reilly—. Pobres hermanitas, trabajando para una pandilla de comunistas.

—A mí me da lo mismo quién dirija aquello —dijo Santa—. Es gratis y encierran a la gente. Y allí debería estar Ignatius.

—En cuanto Ignatius empezase a hablar con ellos, puede que se enfadaran con él y le encerraran para siempre —dijo la señora Reilly, pero pensaba que ni siquiera esta alternativa era demasiado desagradable—. Quizá no hiciera caso a los médicos.

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