»Tenía que ver con que echabas de menos Orciny. Era una forma de volverlo a tener, de un modo u otro. Sí, claro que te equivocaste sobre Orciny, pero también podías hacer como si hubieses tenido razón.
Habían descubierto objetos de calidad, cuyas características particulares solo podían conocer los arqueólogos, o aquellos que los habían dejado allí, como había creído la pobre Yolanda. La supuesta Orciny enviaba a su supuesto agente instrucciones repentinas que de ningún modo debían demorarse, sin dejar tiempo para pensar o reconsiderar nada: solo, y rápido; liberar, entregar.
—Le dijiste a Mahalia que era la única a la que le habías dicho la verdad. Que cuando le diste la espalda al libro, ¿era solo porque estabas siguiéndole el juego a la política? ¿O le dijiste que fue por cobardía? Eso habría sido encantador. Apuesto a que fue eso lo que hiciste. —Me acerqué a él. La expresión de su rostro cambió—. «Es culpa mía, Mahalia, demasiada presión. Tú eres más valiente que yo, sigue tú: estás tan cerca, la encontrarás…». Fue tu propia mierda la que jodió tu carrera y no puedes recuperar el tiempo perdido. Así que lo mejor es inventarse que siempre había sido verdad. Estoy seguro de que el dinero no estaba mal (no me dirás que no pagaban) y Buric tenía sus razones y Sear and Core las suyas, y los nacionalistas lo harían por quien fuese, con las palabras adecuadas y algún que otro billete. En cambio, para ti la cuestión era Orciny, ¿verdad?
»Pero Mahalia se dio cuenta de que eso era una estupidez, profesor Bowden.
Aquella no historia sería mucho más perfecta, la segunda vez, si pudiera construir las pruebas no solo a partir de fragmentos en los archivos o de referencias cruzadas a textos mal interpretados, sino implantar esas otras fuentes, sugerir textos partidistas, incluso crear mensajes (también para él mismo, para el beneficio de Mahalia y después para el nuestro, que siempre podía descartar como la nada que eran) del propio no lugar. Pero aun así averiguó la verdad.
—Tiene que haber sido duro para ti —añadí.
Tenía la mirada en cualquier otra parte.
—Se puso… Por eso.
Ella le dijo que las entregas (y por tanto los ingresos en secreto) se habían acabado. Pero esa no fue la razón de su ira.
—¿Creyó ella que a ti también te engañaban? ¿O se dio cuenta de que tú estabas detrás de todo? —Resultaba increíble que un dato así tuviera que ser casi epifenoménico—. Yo creo que ella no lo sabía. No iba con su carácter provocarte. Yo creo que ella pensaba que te estaba protegiendo a ti. Creo que se las ingenió para encontrarse contigo, para protegerte. Para decirte que alguien os había engañado a los dos. Que los dos estabais en peligro.
La furia de aquel ataque. La tarea, la reivindicación
post facto
de aquel proyecto muerto, destruida. Ningún tanto que apuntarse, ninguna competición. Solo el mero hecho de que Mahalia, sin tan siquiera saberlo, había sido más astuta que él, que se había dado cuenta de que su invención era una invención, a pesar de sus intentos de precintar su obra, de que fuera impermeable. Ella lo derrotó sin inquina ni argucias. Las pruebas volvieron a destruir su constructo, la versión mejorada, Orciny 2.0, como había sucedido la última vez, cuando él se lo había creído de verdad. Mahalia murió porque le demostró a Bowden que había sido un estúpido al creerse ese cuento que se había inventado.
—¿Qué es eso que llevas? ¿Es que ella…?
Pero no podía haberlo sacado ella, y si lo hubiera entregado no lo tendría él.
—Lo tengo desde hace años —dijo—. Esto lo encontré yo mismo. Cuando yo empecé a excavar. La seguridad no ha sido siempre la misma.
—¿Dónde quedaste con ella? ¿En alguno de esos estúpidos
dissensi
? ¿Algún edificio viejo y desocupado en el que le dijiste que Orciny hacía su magia? —Eso daba igual. El lugar del asesinato habría de ser algún lugar vacío.
—¿Me creería si le dijera que no recuerdo el momento exacto? —dijo despacio.
—Sí.
—Solo ese constante, ese… —Razonamiento, el que desmontó su creación. Puede que le hubiera enseñado el artefacto a Mahalia como si se tratara de una prueba. «¡No es de Orciny!», respondiese ella quizá. «¡Tenemos que pensar! ¿Quién más podría querer estas cosas?». Entonces se desató la furia.
—Lo rompiste.
—Pero no tanto como para que no se pudiera reparar. Es resistente. Los artefactos son resistentes.
A pesar de que lo usara para golpearla hasta matarla.
—Fue muy astuto eso de pasarla a través del control.
—Cuando llamé a Buric no le hacía mucha gracia eso de llevarme un conductor, pero lo entendió. Ni la
militsya
ni la
policzai
fueron nunca el problema. No nos podíamos permitir llamar la atención de la Brecha.
—Pero tus mapas están desactualizados. Me fijé aquella vez, en tu escritorio. Toda esa basura que tú o Yoric habíais recogido ¿del lugar donde la matasteis?, no sirvió de nada.
—¿Cuándo construyeron esa pista de
skate
? —Por un momento consiguió que sus palabras sonaran con un sincero sentido del humor—. Se supone que la carretera terminaba directamente en el estuario.
Donde el peso de todo ese hierro la habría hecho caer hasta el fondo.
—¿Es que Yorjavic no se sabía el camino? Es su ciudad. Y él una especie de soldado.
—Nunca se le había perdido nada en Pocost Village. Yo nunca volví desde lo de la conferencia. El mapa que le di lo había comprado hace años y me sirvió perfectamente la última vez que estuve allí.
—Pero qué fastidio eso de la maldita renovación urbana, ¿no? Ahí estaba él, con la furgoneta hasta arriba, y se encuentra con rampas y medios tubos que lo separan del agua, y empieza a amanecer. Cuando eso salió mal fue cuando Buric y tú… discutisteis.
—No realmente. Tuvimos algunas palabras, pero pensamos que la cosa se había olvidado. No, lo que le molestó fue que tú fueras a Ul Qoma —dijo—. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había problemas.
—Entonces… en cierto modo te debo una disculpa… —Intentó encogerse de hombros. Incluso ese movimiento resultó indefinible desde el punto de vista urbano. No dejaba de tragar saliva, pero sus manierismos no revelaban nada que dijera dónde se encontraba.
—Si le hace ilusión —dijo—. Fue entonces cuando soltó a los Ciudadanos Auténticos. Incluso intentó que culparan a Qoma Primero, con eso de la bomba. Y creo que pensó que incluso yo me lo había creído. —Bowden pareció indignado—. Debió de haberse enterado de que me había pasado antes.
—Seguro. Todas esas notas que escribiste en precursor, amenazándote para que nos quitáramos de encima. Fingir robos. Más mentiras que añadir a tu Orciny. —Por la forma en la que me miró me contuve de decir «a tus gilipolleces»—. ¿Y por qué Yolanda?
—Yo… yo lo siento de verdad por ella. Buric debió de pensar que ella y yo estábamos… que Mahalia o yo le habíamos contado algo.
—Pero no lo hiciste. Ni Mahalia tampoco: la protegió de todo aquello. De hecho Yolanda era la única que siempre había creído en Orciny. Era tu mayor fan. Ella y Aikam. —Me clavó la mirada, el rostro frío como el hielo. Sabía que ninguno de ellos era un genio. No dije nada durante un minuto.
—Dios mío, pero qué mentiroso eres, Bowden —continué—. Incluso ahora, santo cielo. ¿Es que te crees que no sé que fuiste tú quien le dijo a Buric que Yolanda estaría allí? —Mientras hablaba podía escuchar su trémula respiración—. Lo enviaste allí por si ella sabía algo. Que como digo era absolutamente nada. Hiciste que la mataran para nada. Pero ¿por qué fuiste tú allí? Sabías que intentarían matarte también a ti.
Nos miramos, cara a cara, durante un largo silencio.
—… Necesitabas estar seguro, ¿verdad? —dije—. ¿También ellos?
No iban a mandar a Yorjavic y organizar aquel extraordinario asesinato transfronterizo solo por Yolanda. Ni siquiera sabían si realmente sabía algo. En cambio, estaban al corriente de lo que Bowden sabía. De todo.
«Ellos pensaban que yo también me lo había creído», había dicho.
—Les dijiste que Yolanda estaría allí y que tú también irías porque Qoma Primero estaba intentando matarte. ¿De verdad se pensaron que te lo habías tragado? Pero podían comprobarlo, ¿no? —Me respondí yo mismo—. Por si acaso. Tenías que ir allí, o entonces sabrían que se la estabas jugando. Si Yorjavic no te hubiera visto habría sabido que estabas planeando algo. Tenía que tener a los dos objetivos allí. —La extraña forma de caminar de Bowden en el edificio—. Así que tenías que ir allí y tratar de poner a otra persona en su camino… —Me callé—. ¿Había tres objetivos? —pregunté. Yo era la razón por la que se les habían torcido las cosas, después de todo. Sacudí la cabeza.
—Sabías que intentarían matarte, pero merecía la pena correr el riesgo para librarte de ella. Camuflaje.
¿Quién iba a sospechar que él era algún tipo de cómplice después de que Orciny intentara matarlo?
El rostro de Bowden poco a poco se iba agriando, cada vez más.
—¿Dónde está Buric?
—Muerto.
—Bien. Bien…
Di un paso hacia él. Me apuntó con el artefacto como si fuera algún tipo de varita mágica de la Edad de Bronce, corta y rechoncha.
—¿Por qué te importa? —pregunté—. ¿Qué vas a hacer? ¿Cuánto tiempo has vivido en estas ciudades? ¿Y ahora qué?
»Se acabó. Orciny es un montón de escombros. —Otro paso, él seguía apuntándome con aquello, respirando con la boca y los ojos abiertos de par en par—. Tienes una opción. Has estado en Besźel. Has vivido en Ul Qoma. Queda un solo lugar. Venga. ¿Vas a vivir clandestinamente en Estambul? ¿En Sebastopol? ¿Llegar hasta París? ¿Crees que eso será suficiente?
»Orciny es una patraña. ¿Quieres ver lo que hay realmente entre medias?
Un momento suspendido. Vaciló el tiempo suficiente para salvar las apariencias.
Qué ruina de hombre tan repugnante. Lo único más despreciable de todo lo que había hecho era esa avidez, que no conseguía ocultar del todo, con la que ahora aceptaba mi oferta. No era un acto de valentía que viniera conmigo. Extendió hacia mí aquella pesada arma y la cogí. Vibró. Aquella bujía llena de engranajes, esos viejos mecanismos de relojería que le habían cortado el rostro a Mahalia cuando el metal se desprendió.
Hundió los hombros con algún gemido: disculpa, ruego, alivio. No estaba escuchando y no lo recuerdo. No lo arresté: no era un
policzai
, no entonces, y la Brecha no arresta, pero lo tenía y respiré, porque había terminado.
Bowden aún no había revelado dónde se encontraba. Le pregunté: «¿En qué ciudad estás?». Dhatt y Corwi estaban cerca, preparados, y el que compartiera un espacio con él vendría cuando él lo dijera.
—En cualquiera —respondió.
Así que lo agarré del pescuezo, lo giré, y lo hice caminar. Bajo la autoridad que me habían concedido, arrastré a la Brecha conmigo, lo envolví en ella, lo arranqué de cualquier ciudad para arrojarle a ninguna, dentro de la Brecha. Corwi y Dhatt me vieron apartarlo de su alcance. A través de las fronteras, les hice un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento. No querían intercambiar miradas entre ellos, pero a mí me saludaron con una inclinación de cabeza.
Pero ocurría que, mientras guiaba a un Bowden que arrastraba los pies a mi lado, la brecha que me habían autorizado a perseguir, aquella que yo todavía estaba investigando y de la que él era una prueba, seguía siendo la mía.
Brecha
No volví a ver aquella máquina. Desapareció en los canales burocráticos de la Brecha. Nunca vi aquello que podía hacer, eso que Sear and Core buscaban, o si podía hacer algo en absoluto.
Ul Qoma, tras las secuelas de la noche de la revuelta, se sentía acicateada por la tensión. La
militsya
, incluso después de que los unionistas que quedaban aún fueran arrestados o apartados de las calles, o de que ellos mismos escondieran sus insignias y desaparecieran, desplegó una vigilancia policial ostensible, intrusiva. Los activistas de las libertades civiles protestaron. El Gobierno de Ul Qoma anunció una nueva campaña, la Alerta Vecinal, una buena vigilancia dirigida no solo a la persona que vive en la puerta de al lado (¿qué estaban haciendo?) sino también a la ciudad vecina (¿veis lo importantes que son las fronteras?).
En Besźel la noche terminó en una especie de mutismo exagerado. Hablar de ella terminó convirtiéndose en un mal augurio. Absolutamente todos los periódicos le quitaron importancia. Los políticos, si es que hacían alguna declaración, manifestaban evasivas referencias a «las recientes tensiones» o algo similar. Pero flotaba en el aire un ambiente sombrío. La ciudad estaba sometida. Los unionistas quedaron tan reducidos, sus remanentes se mostraron tan precavidos y clandestinos, como en Ul Qoma.
La limpieza de ambas ciudades se hizo deprisa. El cierre de la Brecha duró treinta y seis horas y no se volvió a mencionar. La noche acabó con veintidós muertos en Ul Qoma, trece en Besźel, sin incluir a los refugiados que murieron después de los primeros accidentes, no los desaparecidos. Ahora había más periodistas extranjeros en ambos lugares que se encargaban de hacer informes de seguimiento más o menos sutiles. Trataron varias veces de concertar una entrevista («anónima, por supuesto») con representantes de la Brecha.
—¿Alguna vez alguien de la Brecha ha roto filas? —pregunté.
—Claro —respondió Ashil—. Pero entonces están cometiendo una brecha, se convierten en exiliados interiores, y son nuestros. —Caminaba con cuidado y llevaba vendajes debajo de la ropa y de su protección oculta.
El día después de las revueltas, cuando regresé a la oficina arrastrando a un casi sumiso Bowden, me encerraron en la celda. Pero desde entonces la puerta estuvo abierta. Desde que le dieran el alta de a saber qué misterioso hospital donde recibía sus cuidados la Brecha, había pasado tres días junto a Ashil. Cada día que pasaba en mi compañía, caminamos por las ciudades, por la Brecha. De él aprendía cómo caminar entre ellas, primero en una, después en la otra, o en cualquiera, pero sin la ostentación del extraordinario movimiento de Bowden, una anfibología más velada.
—¿Cómo consiguió hacerlo el profesor? ¿Moverse de ese modo?
—Ha estudiado las ciudades —respondió Ashil—. Quizá solo un forastero sea realmente capaz de ver cómo los ciudadanos se distinguen a sí mismos para poder caminar en la indeterminación.
«¿Dónde está Bowden?», le había preguntado muchas veces a Ashil. Evitaba la respuesta de varios modos. Aquella vez dijo, como ya había dicho antes: «Hay mecanismos. Ya se han encargado de él».