El guardia se giró y les lanzó una mirada.
—Tenemos que irnos ya —le dije.
La
militsya
estaba demasiado lejos como para que pudiera ver bien los detalles. Daba la impresión, eso sí, de que estaban esperando a alguien. El guardia se tomó su tiempo, cómo no
(puede que tú seas
policzai
pero no te vamos a dar un trato preferente, nosotros vigilamos las fronteras)
, pero al no tener ninguna excusa para obrar de otro modo, al final hizo un saludo con una mueca de sarcasmo y, cuando se levantó la barrera, nos indicó que pasáramos. Después de la carretera de Besźel, aquellos cien metros o así de no lugar parecían distintos bajo nuestras ruedas; después del segundo par de barreras ya estábamos en el otro lado, donde un grupo de hombres con uniformes de la
militsya
avanzaba hacia nosotros.
El rugido de los motores. El coche que habíamos visto a la espera aceleró de repente y tomó una curva cerrada alrededor de los oficiales que se acercaban, todo ello mientras avisaba con un truncado y abrupto aullido de sirena. Del coche salió un hombre poniéndose la gorra de policía. Era un poco más joven que yo, de complexión fuerte, musculoso, y caminaba hacia nosotros con firme autoridad. Llevaba el uniforme oficial de color gris de la
militsya
con una insignia de rango. Intenté recordar lo que significaba. Los oficiales de la patrulla fronteriza se quedaron mudos por la sorpresa cuando él extendió la mano.
—Con eso es suficiente —gritó, y los despidió con la mano—. Yo me encargo. ¿Inspector Borlú? —Hablaba en ilitano. Dyegesztan y yo salimos del coche. El hombre ignoró al agente que me acompañaba—. Inspector Tyador Borlú, de la Brigada de Crímenes Violentos, ¿verdad? —Me dio un fuerte apretón de manos. Señaló hacia su coche, en el que esperaba su propio conductor—. Si es tan amable. Soy el detective jefe Qussim Dhatt. ¿Recibió mi mensaje, inspector? Bienvenido a Ul Qoma.
La Cámara Conjuntiva había ido tejiendo durante siglos un mosaico arquitectónico que el Comité de Supervisión se encargaba de definir en sus múltiples encarnaciones históricas. Estaba situada sobre una considerable extensión de tierra de ambas ciudades. Su interior era complejo: los pasillos podían empezar siendo íntegros, en Besźel o en Ul Qoma, pero después se entramaban a lo largo de estos, aparecían habitaciones que pertenecían a una u otra ciudad, o algunas salas y zonas extrañas que no estaban ni en una ni en otra o que estaban en las dos, que pertenecían solo a la Cámara Conjuntiva y cuyo único gobierno era el Comité de Supervisión y los organismos que lo componían. Los diagramas acompañados de leyendas explicativas de los edificios del interior eran una bonita, aunque abigarrada, malla de colores.
A nivel del suelo, sin embargo, donde la amplia carretera se extendía hasta el primer conjunto de barreras y alambrada, donde la patrulla fronteriza de Besźel indicaba a los recién llegados que se detuviesen y se separasen en filas (peatones, carretillas y remolques tirados por animales, coches patrulla besźelíes, furgonetas, otras colas para los diversos tipos de pases que avanzaban todas a distintas velocidades, las barreras que se elevaban y bajaban en cualquiera de esas etapas) la situación era más sencilla. Donde la Cámara Conjuntiva desemboca en Besźel aparece un mercado ambulante no oficial con una larga tradición, visible desde las barreras. Los vendedores callejeros, ilegales pero tolerados, caminaban por las distintas filas de coches detenidos en el tráfico cargados de frutos secos y recortables de papel.
Al otro lado de las barreras de Besźel, bajo la masa principal de la Cámara Conjuntiva, una tierra de nadie. El asfalto no estaba pintado: esta no era una vía pública de Besźel o de Ul Qoma, por lo tanto, ¿qué sistema de señalización de carreteras habría que usar? Más lejos, hacia el otro extremo de la cámara, el segundo grupo de barreras, el cual, quienes estábamos en el lado de Besźel, no podíamos más que advertir que se hallaban mejor conservadas que las nuestras; las custodiaban guardias ulqomanos armados de mirada atenta, la mayor parte situados lejos de nosotros, concentrados en sus propias filas de visitantes de Besźel conducidos con eficiencia. Los guardias de la frontera de Ul Qoma no son una rama separada del Gobierno, como sucede en Besźel: pertenecen a la
militsya
, la policía ulqomana, como la
policzai
.
Aunque es más grande que un coliseo, la sala de tráfico de la cámara no es en absoluto caótica: un vacío rodeado de antigüedad. Desde el umbral de Besźel, por encima del gentío y el lento arrastrarse de los vehículos, resulta visible la luz que se filtra desde Ul Qoma, al otro lado. Visibles son también el bamboleo de las cabezas de los visitantes ulqomanos o de las de nuestros compatriotas acercándose, y los armazones de alambre de púas más allá del punto central de la cámara, más allá del tramo vacío que hay entre los distintos controles. También se distingue la propia arquitectura de Ul Qoma a través de la gigantesca puerta de acceso a cientos de metros. La gente aguza la vista en esa intersección.
Mientras íbamos hacia allí, le pedí al conductor, para su recelo, que siguiera un itinerario que daba un rodeo por la entrada de Besźel que desembocaba en KarnStrász. En Besźel es la típica calle comercial del casco antiguo sin nada de especial, pero está entramada de modo más favorable hacia Ul Qoma, a la que pertenecen la mayoría de los edificios, cuyo
topolganger
en Ul Qoma es la célebre e histórica avenida Ul Maidin, que termina en la Cámara Conjuntiva. Llegamos casi como por casualidad a la salida de la cámara que nos llevaba a Ul Qoma.
La había desvisto cuando entrábamos en KarnStrász, al menos lo hice de forma ostensible, aunque, por supuesto, cerca de nosotros, topordinariamente, estaban las filas de los ulqomanos que entraban, el goteo de los besźelíes con la acreditación de visitante que surgían del mismo espacio físico por el que quizá habían estado caminando una hora antes, pero donde ahora admiraban boquiabiertos la arquitectura de Ul Qoma, lo que habría supuesto una brecha si lo hubieran mirado antes.
Cerca de la salida de Ul Qoma está el templo de la Luz Ineludible. Lo había visto muchas veces en fotografías pero, aunque lo desví con obediencia al pasar cerca de él, fui consciente de sus suntuosas almenas, y estuve a punto de decirle a Dyegesztan que llevaba tiempo deseando verlo. Después, la luz, una luz extranjera, me engulló al emerger a toda velocidad de la Cámara Conjuntiva. Miré a todas partes. Me quedé mirando el templo a través de la ventana trasera del coche de Dhatt. Estaba, de repente, de una forma de lo más asombrosa, por fin, en su misma ciudad.
—¿Es su primera vez en Ul Qoma?
—No, pero la primera en mucho tiempo.
Hacía años que había hecho las pruebas: mi «apto» llevaba una larga temporada caducado y estaba en un pasaporte que ya había expirado. Esta vez tuve que seguir un curso de orientación acelerada de dos días. Nadie más que yo con los distintos tutores, ulqomanos, de la embajada de Besźel. Una inmersión en el ilitano, la lectura de varios documentos de la historia de Ul Qoma y de geografía civil, aspectos importantes de las leyes locales. En su mayor parte, como sucedía con nuestros equivalentes, el curso se centraba en ayudar al ciudadano besźelí con el hecho potencialmente traumático de que de verdad estaba en Ul Qoma, de desver todos los entornos conocidos, donde acontecía el resto de nuestra vida, y de ver los edificios que teníamos junto a nosotros que habíamos pasado décadas asegurándonos de no advertir.
—La pedagogía de aclimatación ha progresado mucho gracias a la informática —dijo una de las profesoras, una mujer joven que no dejaba de alabar mi ilitano—. Ahora tenemos formas mucho más sofisticadas para conseguir nuestros propósitos; trabajamos con neurocientíficos, con un montón de cosas.
Me trataron de forma especial porque era
policzai
. Los turistas corrientes recibían una formación más convencional y tardaban bastante más en obtener la capacitación.
Me sentaron en lo que llamaban el simulador de Ul Qoma, una cabina con pantallas en el interior de las paredes, en las que proyectaban imágenes y vídeos de Besźel en las que sus edificios aparecían destacados y los contiguos edificios ulqomanos minimizados gracias a diversos efectos de luces y de enfoque. Durante largos segundos, una y otra vez, invertían el énfasis visual para que, en la misma vista, Besźel apareciera en un segundo plano y fuera Ul Qoma la que destacara.
¿Cómo no iba uno a pensar en las historias con las que todos hemos crecido y con las que seguro que los ulqomanos han crecido también? Un hombre de Ul Qoma y una mujer de Besźel que se encuentran en el centro de la Cámara Conjuntiva, que regresan a sus hogares dándose cuenta de que viven, topordinariamente, puerta con puerta, que pasan sus vidas en soledad y fidelidad, que se levantan a la misma hora, que caminan por calles entramadas como una pareja, cada uno en su ciudad, sin cometer una brecha, sin llegar a tocarse, sin hablarse a través de la frontera. Había cuentos populares de renegados que cometen una brecha y eluden a la Brecha para vivir entre las ciudades, no como exiliados sino exiliados interiores, escapando de la justicia y del castigo gracias a una consumada ignorancia acerca del hecho. La novela de Pahlaniuk
Diario de un exiliado interior
se había ilegalizado en Besźel (y, estaba convencido, también en Ul Qoma), pero, como la mayor parte de la gente, yo había curioseado una edición pirata.
Hice las pruebas, señalando con el cursor a un templo ulqomano, un ciudadano ulqomano, un camión ulqomano de reparto de verduras, tan rápido como me era posible. Era un material algo insultante, diseñado para sorprenderme viendo Besźel de forma involuntaria. No había hecho nada de esto la primera vez que hice el curso. No hace tanto tiempo, aquellas pruebas consistían en que te preguntaran por el carácter típico de los ulqomanos y en dictaminar a raíz de una serie de fotografías de fisionomías estereotipadas, quién era ulqomano, besźelí u «otro» (judío, musulmán, ruso, griego, lo que fuera según las preocupaciones étnicas del momento).
—¿Ha visto el templo? —me preguntó Dhatt—. Y eso de antes era una universidad. Eso es un bloque de apartamentos. —Iba señalando con el dedo varios edificios mientras avanzábamos y le dijo a su conductor, a quien no me había presentado, que fuera por determinadas rutas.
—¿Raro? —me dijo—. Supongo que tiene que resultar extraño.
Sí. Miraba lo que me mostraba Dhatt. Desviendo, claro está, aunque no podía sino ser consciente de los lugares conocidos por los que pasaba, topordinariamente, las calles de mi ciudad por donde solía pasear, calles de las que ahora me separaba una ciudad, cafeterías a las que solía ir pero que ahora estaban en otro país. Ahora aquellos lugares estaban en un segundo plano, apenas un poco más presentes de lo que lo era Ul Qoma cuando estaba en casa. Contuve el aliento. Estaba desviendo Besźel. Me había olvidado de cómo era; lo había intentado y no conseguí imaginarlo. Estaba viendo Ul Qoma.
Era de día, así que la luz era la de un cielo nublado y frío, no de esos neones serpenteantes que había visto en tantos programas sobre el país vecino, esos que los productores pensaron claramente que nos resultarían más fáciles de ver en los colores chillones de la noche. Pero aquella luz cenicienta iluminaba mejor y tornaba más vivos los colores que en mi vieja Besźel. El casco antiguo de Ul Qoma se había transformado hace poco, parcialmente al menos, en una zona financiera, donde la ornamentada línea de los tejados de madera se yuxtaponía al brillo del acero. Los vendedores ambulantes locales vestían túnicas o camisas y pantalones con remiendos, vendían arroz y pinchos de carne a hombres y mujeres elegantemente vestidos (más allá de los cuales mis anodinos compatriotas, a quienes me esforcé por desver, caminaban hacia destinos más tranquilos de Besźel) en las entradas de los edificios de vidrio.
Después de una tímida censura de la UNESCO, una reprimenda unida a un posible veto de ciertas inversiones europeas, Ul Qoma acababa de aprobar una regulación urbanística para terminar con lo peor del vandalismo arquitectónico que se había derivado de una época de rápido crecimiento. Ya habían derribado algunos de los edificios recientes más feos, pero aun así las tradicionales filigranas barrocas del patrimonio de Ul Qoma daban casi lástima al lado de sus gigantescos y jóvenes vecinos. Como todos los habitantes de Besźel, me había acostumbrado a comprar en las ajenas sombras del éxito ajeno.
Ilitano por todas partes: en la locuacidad de Dhatt, en los vendedores, los taxistas y la sarta de insultos del tráfico. Fui consciente de la cantidad de improperios que había estado desescuchando en las carreteras entramadas de mi tierra. Cada ciudad del mundo tiene su gramática automovilística y, aunque no estábamos en una zona íntegra de Ul Qoma, por lo que estas calles compartían las dimensiones y las formas de las que conocía, parecían más intrincadas en cada giro abrupto que dábamos. Era tan extraño como lo había imaginado, ver y desver, estar en Ul Qoma. Nos metimos por calles estrechas, menos transitadas en Besźel (desiertas allí, aunque bulliciosas en Ul Qoma), o que eran solo peatonales en Besźel. Nuestro claxon no dejaba de sonar.
—¿Vamos al hotel? —preguntó Dhatt—. Probablemente quiera asearse y comer algo, ¿no? Entonces, ¿adónde? Seguro que tiene algo en mente. Habla un buen ilitano, Borlú. Mucho mejor que mi besź. —Se rió.
—Algo tenía pensado. Sitios a los que me gustaría ir. —Cogí mi libreta—. ¿Recibió el dosier que le envié?
—Sin problema, Borlú. Eso era todo, ¿no? ¿Es ahí donde se quedó? Le pondré al corriente en lo que hemos avanzado, pero… —levantó las manos fingiendo de broma que se rendía— la verdad es que no hay mucho que contar. Creíamos que iban a invocar a la Brecha. ¿Por qué no se lo dejó a ellos? ¿Es que le gusta hacerlo todo solo? —Risas—. Bueno, el caso es que me asignaron esto hace solo un par de días, así que no espere demasiado. Pero ya estamos en ello.
—¿Alguna idea de dónde la mataron?
—No demasiada. Solo tenemos las imágenes de las cámaras de la furgoneta que entra en la Cámara Conjuntiva; no sabemos dónde fue después. Ninguna pista. Bueno, las cosas…
Una furgoneta visitante besźelí, era de suponer, sería algo que se recordaría en Ul Qoma, como lo sería una furgoneta ulqomana en Besźel. Pero lo cierto es que, a no ser que alguien se fijara en el distintivo de la ventanilla, la gente asumiría que ese vehículo extranjero no estaba en su ciudad y sería desvisto como corresponde. Los testigos potenciales no sabrían que había algo de lo que ser testigo.