Read La ciudad de oro y de plomo Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
—Vale la pena intentarlo.
—Vale la pena intentar cualquier cosa.
Fritz dijo:
—En cuanto encontremos un modo de salir, uno de los dos tiene que irse.
Asentí. De eso no había duda, ni tampoco de quién tenía que ser. Pensé en la soledad que entrañaba quedarse atrás, sin tener ningún amigo en este lugar odioso, nadie con quien hablar. Excepto, naturalmente, mi Amo. Aquello sólo servía para hacer más estremecedora aún la perspectiva. Pensé en el mundo exterior, en el otoño; ya estarían cayendo y cuajando las primeras nieves en las Montañas Blancas, bloqueando la entrada del Túnel durante otro medio año. Miré el reloj de la pared, que se dividía en períodos y novenos (el tiempo de los Amos). Dentro de unos minutos tendría que volver a ponerme la mascarilla y recoger a mi Amo del trabajo para llevarlo a casa.
Sucedió cuatro días después.
El Amo me mandó a un recado. Una de las costumbres que tenían consistía en friccionarse el cuerpo con diversos aceites y ungüentos; me mandó ir a cierto sitio por un aceite concreto. Parecía una especie de tienda; tenía en el centro una rampa espiral que se estrechaba hacia arriba y había artículos expuestos a diferentes alturas. Digo una tienda, aunque no había nadie encargado, al menos que yo viera, y al parecer no se pagaba ningún dinero. Esta pirámide estaba mucho más alejada que las otras a las que solía ir. Supuse que el aceite que quería (me dio un recipiente vacío para que lo identificara) no se podría encontrar en ningún lugar más cercano. Recorrí lentamente la Ciudad y empleé una hora bien larga entre la ida y la vuelta; volví agotado y empapado en sudor. Sentía unas ganas atroces de ir a mi refugio, quitarme la mascarilla, lavarme y secarme, pero era inconcebible que un esclavo hiciera algo así sin antes presentarse ante su Amo. De modo que avancé en dirección contraria, hacia la habitación-mirador, esperando encontrarle en el estanque. No estaba allí, sino en un rincón apartado de la habitación. Fui hasta él e hice la inclinación reverencial.
Dije:
—¿Quieres el aceite ahora, Amo, o lo pongo con los otros?
No respondió. Aguardé unos momentos y me dispuse a irme. Podía tratarse de una de esas veces en que se sentía distante y poco comunicativo. Una vez cumplido mi deber, podía dejar el aceite en el armario y retirarme a mi refugio hasta que me llamase. Pero cuando me di la vuelta sacó un tentáculo y me cogió en vilo. Más caricias, pensé, pero no se trataba de eso. El tentáculo me mantenía en alto; los ojos me inspeccionaban sin parpadear.
—Sabía que eras raro, —dijo el Amo—. Pero no sabía hasta qué punto.
No respondí. Me sentía incómodo, pero como me había acostumbrado a las licencias que me otorgaba y, en cierto modo, a sus actitudes extrañas, no tenía miedo.
Él prosiguió:
—Yo quería ayudarte, chico, porque eres amigo mío. Pensé que tal vez fuera posible hacer más cómodo tu refugio. En uno de los libros de relatos de tu gente se habla de un hombre que le proporcionaba a un amigo suyo algo que recibe el nombre de sorpresa. Eso era lo que yo quería hacer. De modo que te mandé salir, me puse una mascarilla y entré en tu refugio. Descubrí algo curioso.
Lo había mantenido oculto por detrás, con otro tentáculo; lo sacó y me lo enseñó: el libro en el que había escrito las notas sobre lo que averiguaba. Ahora sentí una gran inquietud. Me devané los sesos tratando desesperadamente de encontrar algo que decir, una explicación, pero no se me ocurrió nada.
—Un ejemplar raro, —dijo—. Escucha y toma notas en un libro. ¿Con qué objeto? Los humanos que tienen Placa saben que las cosas relativas a los Amos son maravillas y misterios que no es bueno que los hombres aprendan. Yo he hablado de ello y tú has escuchado. Tú eras amigo mío, ¿no es así? Aunque incluso en ese caso resultaba extraño que demostraras poco miedo porque te contaran lo que está prohibido. Un ejemplar raro, como he dicho. Pero después tomar notas, en secreto, en tu refugio… La Placa debería prohibírtelo de modo absoluto. Vamos a examinar tu Placa, chico.
Ahora hizo lo que yo temí que pudiera ocurrir el día que me pegó, el día que me ordenó volver y me dijo que yo iba a ser su amigo. Mientras me sujetaba en vilo con un tentáculo, desplazó otro hacia la parte inferior de la mascarilla, que era de material blando, y con la punta dura tanteó hacia arriba. Yo notaba cómo la punta, que se había estrechado hasta tener el grosor de una aguja, aunque era dura y precisa, recorría los bordes de la Placa falsa, apretando y pellizcando.
Sumamente extraño, —dijo el Amo—. La Placa no está unida a la carne. Aquí hay algo que va mal, muy mal. Va a ser necesario investigar. Chico, te tienen que examinar los…
La palabra que dijo carecía de significado: me imagino que estaría hablando de un grupo especial de Amos que estudiarían la inserción de Placas. Lo que estaba claro era que yo me encontraba en una situación desesperada. Ignoraba si podrían leer mi mente cuando la examinaran, pero al menos se enterarían de la existencia de Placas falsas y estarían alerta contra nuestra empresa. Evidentemente, examinarían el resto de los esclavos de la Ciudad, en cuyo caso Fritz también estaba perdido.
Sería inútil luchar contra él. Aun en plena forma y con un peso normal, un hombre no era rival frente a la fuerza de los Amos. El tentáculo rodeaba la cintura, de modo que tenía los brazos libres. ¿Pero de qué me servía? A menos que… El ojo, central, situado por encima de la nariz y de la boca de aquella criatura, me miraba fijamente. Sabía que algo iba mal pero todavía no me consideraba un peligro. No se acordaba de lo que me dijo una vez cuando le estaba dando una fricción y se me resbaló el cepillo.
Dije:
—Amo, puedo explicártelo. Acércame.
El tentáculo me acercó a él. No me encontraba a más de dos pies de distancia. Incliné la cabeza hacia la derecha como si fuera a enseñarle algo en relación con la Placa. Aquel movimiento ocultó otro que yo iniciaba, y ya fue tarde para que lo detuviera o me alejara de sí. Con los músculos en tensión, puse hasta la última onza de la fuerza que tenía en un gancho de derecha. Le alcancé en el lugar donde le había rozado con aquel utensilio, entre la boca y la nariz, pero esta vez apoyándome con toda mi fuerza corporal.
Sólo emitió un alarido, que se interrumpió, bruscamente, y al mismo tiempo me arrojó lejos de sí con el tentáculo que me tenía cogido. Me di un fuerte golpe contra el suelo, a varias yardas de distancia, y resbalé hasta el mismo borde del jardín de agua. Apenas estaba consciente cuando me levanté tambaleándome y casi me caigo en las aguas vaporosas.
Pero el Amo se había desplomado al arrojarme. Al í yacía, boca abajo, en silencio.
Me quedé un momento junto al estanque tratando de pensar qué podía hacer. Estaba aturdido por el golpe y también por mi acción. Con un golpe prácticamente idéntico al que acabó con mi rival en los Juegos había dejado fuera de combate a un Amo. Ya estaba hecho y me parecía increíble. Me quedé mirando la enorme figura caída con sentimientos confusamente encontrados. El asombro y el orgullo se entremezclaban con el temor; aun no teniendo Placa resultaba imposible no sentir temor ante el poder de estas criaturas, ante su tamaño y fortaleza. ¿Cómo me había atrevido yo, un simple humano, a golpear a una de ellas, aunque fuera en defensa propia?
Sin embargo, estos sentimientos se esfumaron, dando paso a un temor más concreto y práctico. Había obrado impulsivamente, forzado por la difícil situación en que me encontraba. Ahora mi situación era casi igual de apremiante. Al atacar a un Amo me había descubierto sin remedio. Tenía que decidir qué hacer a continuación, y tenía que decidirlo rápidamente. Estaba inconsciente, pero… ¿durante cuánto tiempo? Y cuando se recuperara…
Mi instinto me decía que huyera, que me fuera lo más lejos posible de aquel lugar, lo más rápidamente posible. Pero me daba cuenta de que actuar así no era más que sustituir una pequeña trampa por otra mayor. Estaba en un lugar donde no podía sobrevivir mucho tiempo sin entrar en un refugio o en una comunal (donde los demás esclavos, una vez alertados, estarían al acecho del malvado que había osado alzar su mano contra los semidioses).
Recorrí la habitación con la mirada. No se movía nada, exceptuando las chispas que se elevaban una a una en la pequeña pirámide transparente que empleaban los Amos para medir el tiempo. No se había movido. Volví a recordar lo que me había dicho: los Amos podían quedar malheridos si se les golpeaba en aquel punto. Podían incluso morir. ¿Sería posible? Seguro que no. Pero no se había movido; sus tentáculos yacían inertes en el suelo.
Tenía que averiguar la verdad, lo cual implicaba examinarle. Al igual que ocurre con los hombres, en determinados lugares había venas superficiales y, pese a la dureza abrasiva de la piel, se podía percibir el pulso lento y pesado de la sangre. Tenía que comprobarlo. Pero, ante la idea de acercarme a él, el miedo se volvió a adueñar de mí, redoblado. Una vez más quise salir corriendo, huir de la pirámide mientras la salida siguiera estando franca. Me temblaban las piernas. Durante un momento me resultó imposible moverme. Después me obligué a avanzar, de mala gana, hasta donde se encontraba mi Amo.
Lo que tenía más cerca era la punta de un tentáculo. Me agaché, atemorizado; lo toqué, me estremecí y retrocedí; entonces, haciendo un gran esfuerzo, lo levanté. Estaba inerte y cayó fláccidamente cuando lo solté de nuevo. Me acerqué más, me arrodillé junto al cuerpo y tanteé en busca de la vena que tienen junto a la base del tentáculo, entre éste y el ojo central. Nada; hice presión una y otra vez, venciendo el asco. No había pulso ninguno.
Me levanté y me alejé de él. Lo increíble era más increíble aún. Había matado a un Amo.
Fritz dijo:
—¿Estás completamente seguro?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—Totalmente.
—Cuando duermen parece que están muertos.
—Pero les sigue latiendo el pulso. Me fijé una vez que se quedó dormido en el jardín de agua. Está muerto, seguro.
Nos encontrábamos en la zona comunal de su pirámide. Me había metido a hurtadillas en la casa de su Amo, después traje su atención sin que éste me viera y le susurré que teníamos que hablar urgentemente. Bajó un noveno más tarde. Supuso que habría ocurrido algo importante porque ninguno de los dos habíamos intentado nunca establecer contacto de ese modo. Pero la verdad lo dejó desconcertado, como antes me dejara desconcertado a mí. Después de que le asegurara que el Amo estaba efectivamente muerto, se quedó callado.
Yo dije:
—Tendré que buscar una forma de salir. Se me ocurrió intentarlo por la Sala de los Trípodes, aunque es muy difícil. Pero pensé que era mejor decírtelo antes.
—Sí —se cruzó de brazos—. Por la Sala de los Trípodes no se puede. Por donde hay más posibilidades es por el río.
—Pero no sabemos por dónde sale.
—Podemos buscarlo. Aunque nos hará falta tiempo. ¿Cuándo le echarán de menos?
—Cuando tenga que volver a su puesto.
—¿Eso cuándo es?
—Mañana, en el segundo período.
Estábamos a media tarde. Fritz dijo:
—Disponemos de la noche. En todo caso, es el mejor momento para indagar en una zona donde no debería haber esclavos. Pero primero tenemos que hacer otra cosa.
—¿De qué se trata?
—No deben descubrir que alguien que lleva Placa es capaz de desafiar a los Amos, de golpear y matar a uno.
—Ahora que ya lo he hecho es un poco tarde. No sé cómo íbamos a deshacernos del cuerpo, y aunque lo hiciéramos, lo echarían de menos.
—Podríamos hacer que pareciera un accidente.
—¿Tú crees?
—Tenemos que intentarlo. Él te dijo que un golpe ahí podía ser mortal, de modo que seguramente ha sucedido antes, aunque no como consecuencia de una agresión. Creo que deberíamos ir allí enseguida y ver qué podemos hacer. He dejado pendiente un recado que me servirá de excusa. Pero es mejor que no vayamos juntos. Ve tú primero y yo iré dentro de unos minutos.
Asentí:
—Vale.
De vuelta, crucé la Ciudad apresuradamente, pero cuando llegué a mi pirámide vi que mi paso era vacilante y me quedé unos segundos parado en el pasillo exterior, tratando de darme ánimos para apretar el botón que abría la puerta. Tal vez me hubiera equivocado. Tal vez su pulso fuera muy débil, yo no lo hubiera detectado y a estas alturas ya se hubiera recobrado. O tal vez lo hubiera encontrado otro Amo. Era cierto que llevaba una vida solitaria, pero algunas veces se visitaban. Pudiera haber ocurrido así, por mala suerte. Sentí fuertes impulsos de salir corriendo. Creo que fue el saber que Fritz vendría después lo que me dio fuerzas para entrar.
Y no había cambiado nada. Allí yacía, inmóvil, en silencio, muerto. Lo miré fijamente, nuevamente perplejo de ver lo que había sucedido. Aún seguía mirándole cuando oí los pasos de Fritz, que venía.
Él también sintió temor al verlo, pero se recobró enseguida. Dijo:
—Creo que tengo un plan. ¿No me dijiste que utilizaba burbujas de gas?
—Sí.
—Me he fijado en que mi Amo se muestra confuso cuando toma muchas, tanto en sus movimientos como mentalmente. Una vez resbaló y cayó en el jardín de agua. Si pudiera parecer que eso es lo que le pasó al tuyo…
Dije yo:
—Está muy lejos de la piscina.
—Tenemos que arrastrarlo hasta allí.
Dije, dubitativo:
—¿Podremos? Debe de pesar muchísimo.
—Podemos intentarlo.
Lo arrastramos tirando de los tentáculos. El tacto era repugnante, pero se me olvidó con el esfuerzo de intentar moverlo. Al principio parecía que estaba pegado al suelo y pensé que deberíamos abandonar la idea. Pero Fritz, que en aquella época estaba mucho más débil que yo, luchaba contra aquel peso con su cuerpo enflaquecido, lo cual me hizo sentirme avergonzado y tirar con más fuerza. Se movió un poco, y luego más. Lentamente, jadeando y sudando aún más que de costumbre, parándonos muchas veces, lo arrastramos por la habitación hasta el estanque.
Para completar nuestra labor tuvimos que meternos nosotros también en el estanque. El agua estaba muy caliente, casi no se podía soportar, y en el fondo nuestros pies tocaban un cieno repugnante. El agua nos llegaba por el cinturón que ajustaba las mascarillas. Nos abrimos paso apartando unas plantas que parecían de goma; algunas se nos quedaban enredadas. Después tuvimos que tirar con fuerza de los tentáculos, sincronizando los tirones, arrastrando el cuerpo de costado, dando bruscas sacudidas. Hasta que alcanzamos el punto de equilibrio y medio se derrumbó, medio se deslizó hacia nosotros, rodando hasta el agua como si fuera un pesado tronco.