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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo

 

Will Parker es ahora miembro del grupo de hombres libres dedicados a la lucha contra los Amos. Junto con otros dos compañeros, Fritz y Larguirucho, tiene que encargarse de una peligrosa misión: penetrar en una de las Ciudades del enemigo y conseguir toda la información posible y útil para preparar un ataque. Sus aventuras durante el largo viaje y las arriesgadas situaciones vividas al servicio de los Amos, extraños seres que precisan de una gravedad muy superior a la terrestre para sobrevivir y parecen destinados, —como la Gran Raza de Lovecraft—, a dominar una tierra en decadencia desde sus increíbles y gigantescas Ciudades doradas, se nos presenta en una clave fantástica sorprendentemente verosímil, que enlaza con la tradición de las utopías sociales más pesimistas y, al mismo tiempo, con la eterna toma de conciencia frente a la colonización y la esclavitud.

«La ciudad de oro y de plomo» continúa la historia comenzada por John Christopher en «Las Montañas Blancas» —publicado en esta misma colección— y es el segundo volumen de la llamada «Trilogía de los Trípodes».

John Christopher

La ciudad de oro y de plomo

Trilogía de los trípodes - 2

ePUB v1.0

Almutamid
05.07.12

Título original:
The City of Gold and Lead

Autor: John Christopher, 1968

Traducción: Eduardo Lago

Ilustración portada: Tim Hildebrandt

Editor original: Almutamid (v1.0)

ePub base v2.0

VOLUMEN I
CAPÍTULO 1
LOS TRES ELEGIDOS

Incluso cuando llegamos por primera vez a las Montañas Blancas, en verano, los tramos más altos del Túnel se asomaban a campos de hielo y nieve; pero en el extremo inferior había rocas, hierba y una vista del glaciar, que teñido de lodo marrón formaba al deshelarse arroyos que se perdían corriendo valle abajo. En Septiembre cayó una nevada que no cuajó, pero a principios de octubre volvió a nevar más abundantemente, y esta vez sí cuajó. El invierno nos asió con mano firme y hubo de pasar más de medio año antes de que aquellos dedos blancos y huesudos aflojaran su sujeción.

Los preparativos para el estado de sitio se hicieron con mucha antelación. Había comida almacenada y el ganado y el forraje invernal se trasladaron a puntos recónditos del interior de la montaña que nos resguardaba. No teníamos grandes necesidades en cuanto a calor, ya que estábamos protegidos por docenas, centenares de yardas de roca sólida. Frescas en verano, nuestras hondas cuevas resultaban comparativamente templadas durante el invierno. Cuando salíamos al exterior vestíamos pieles, pero el resto del tiempo bastaba con la ropa normal.

Llevábamos una vida de confinamiento, pero que no tenía nada de ociosa. Para los que estábamos en período de instrucción se tocaba diana a las seis, y después había media hora de ejercicio duro. Luego un desayuno sencillo y la primera sesión de estudio del día, que duraba tres horas. Había más ejercicios antes de almorzar a mediodía, y por la tarde ejercicios e instrucción en los deportes que escogíamos. Si hacía buen tiempo tenían lugar fuera, en la nieve; si no, en la Gran Caverna. Había una segunda fase de estudio antes de la cena y después, por lo general, los mayores charlaban; nosotros escuchábamos sin atrevernos a tomar parte. Se hablaba de un asunto concreto: los Trípodes; y había un objetivo: su derrocamiento.

Los Trípodes dominaban la tierra desde hacía más de cien años. Gobernaban sencilla y eficazmente, dominando la mente de los hombres. Lo lograban por medio de las Placas, mal as de metal plateado que se ajustaban al cráneo y quedaban injertadas en la carne de los que las llevaban. La inserción de la Placa se efectuaba al cumplirse los catorce años y así quedaba determinado cuándo dejaba uno de ser un niño y se transformaba en adulto. Era algo que se daba por supuesto, se esperaba y se deseaba, y cuando ocurría había festejos y celebraciones.

Hacía varios meses que yo había presenciado la ceremonia de mi primo Jack, que era un año mayor que yo, y posteriormente advertí el cambio que se operaba en él. A mí debían insertarme la Placa al año siguiente. Tenía algunos recelos, pero me los callaba: nadie hablaba demasiado de los Trípodes ni de la inserción de la Placa y, por descontado, nadie ponía jamás en tela de juicio la legitimidad de estas cosas. Es decir, nadie hasta que al pueblecito donde yo vivía llegó Ozymandias, el Vagabundo.

Los Vagabundos eran la gente en la que la inserción de la Placa no había resultado bien. Sus mentes se habían negado a aceptar los condicionamientos de los Trípodes y, al negarse, quedaron dañadas. Erraban de lugar en lugar, sin permanecer mucho tiempo en ninguno; los hombres y mujeres normales, dotados de Placa, les proporcionaban cuidados pero sentían hacia ellos conmiseración y desagrado. Pero yo descubrí en mí mayor interés por ellos; especialmente por el que decía llamarse Ozymandias, un hombre corpulento, de barba y pelo rojizos, que cantaba extrañas canciones, recitaba versos y al hablar entremezclaba cosas juiciosas con tonterías. Desoyendo a mis padres, le invité a venir a la guarida que habíamos construido Jack y yo, justo en las afueras del pueblo. Me contó una extraña historia.

En primer lugar, no era un verdadero Vagabundo, sino que fingía serlo para poder viajar por el mundo sin que le hicieran preguntas y sin llamar la atención. La Placa que llevaba era falsa. Me explicó que los Trípodes eran enemigos de los hombres y no sus benefactores, que tal vez fueran invasores venidos de otro mundo; y también cómo, por medio de las Placas, las mentes que empezaban a pensar por sí mismas eran sojuzgadas y quedaban en disposición de adorar a sus opresores. También me dijo que, aunque los Trípodes dominaban el planeta, había todavía algunos lugares donde quedaban hombres libres y que uno de ellos se hallaba en las Montañas Blancas; al otro lado del mar, lejos de Inglaterra, hacia el sur. Me preguntó si estaba dispuesto a emprender un viaje difícil y peligroso hasta allí, y yo le dije que sí.

Él siguió su viaje en busca de nuevos adeptos, pero yo no me fui solo. Otro primo mío, Henry, con el que me llevaba mal desde antes de ir al colegio, me vio salir del pueblo y me siguió. Cruzamos el mar juntos y en la tierra llamada Francia encontramos a un tercero, Jean Paul (al cual apodamos Larguirucho). Juntos nos dirigimos hacia el sur. Fue tan difícil y peligroso como prometiera Ozymandias. Casi al final del viaje luchamos con un Trípode y, gracias a la suerte y a un arma de los antiguos que habíamos encontrado en las ruinas de una gran ciudad, lo destruimos.

Y así, por fin, llegamos a las Montañas Blancas.

El cuadro de instrucción lo componíamos once, y se nos preparaba para efectuar el primer movimiento de contraataque frente a nuestros enemigos. Era un aprendizaje duro, tanto física como intelectualmente, pero algo sabíamos de la labor que nos aguardaba y de las escasas posibilidades que teníamos de triunfar. Seguramente la disciplina y las penalidades que soportábamos no aumentarían demasiado las oportunidades, pero hasta las cosas más nimias contaban.

Porque nosotros, —o algunos de nosotros—, tendríamos que efectuar un reconocimiento. No sabíamos casi nada de los Trípodes (ni siquiera si eran máquinas inteligentes o simples vehículos de otras criaturas). Teníamos que estar mejor informados antes de esperar éxitos en nuestra lucha contra ellos; y sólo había un medio de adquirir dicho conocimiento. Algunos de nosotros, uno por lo menos, debía penetrar en la Ciudad de los Trípodes, estudiarlos y pasar información. El plan era como sigue:

La Ciudad se hallaba situada al norte, en el país de los Germanos. Todos los años, a algunos de los que se les acababa de insertar la Placa, tras haber sido seleccionados por diversos procedimientos, eran enviados allí al servicio de los Trípodes. Yo presencié uno de esos procedimientos en el Château de la Tour Rouge, cuando Eloise, la hija del Comte, fue elegida Reina del Torneo. Me quedé horrorizado de ver que al final de su breve reinado aceptara convertirse en esclava del enemigo y acudiera contenta, considerándolo como un honor.

Al parecer, todos los veranos se celebraban unos Juegos entre los Germanos, a los cuales acudían jóvenes de todas partes. A los ganadores se les festejaba y eran objeto de grandes atenciones; luego partían también hacia la Ciudad en calidad de servidores. Había esperanzas de que alguno de nosotros ganara en los próximos Juegos, logrando así la admisión. Qué sucedería después era una incógnita. El que triunfara habría de confiar en su ingenio tanto para espiar a los Trípodes como para comunicar lo averiguado. La última parte sería probablemente la más difícil. Porque aunque a la Ciudad llegaban anualmente veintenas, tal vez centenares de personas, no se sabía de nadie que la hubiera abandonado jamás.

Un día notamos que se estaba fundiendo la nieve al pie del Túnel donde nos ejercitábamos y una semana más tarde sólo se veían ya retazos aislados; la hierba verdeaba, salpicada de azafranes púrpura. El cielo estaba azul y la luz solar llameaba entre los picos blancos que nos rodeaban, quemándonos la piel a través del aire puro de las alturas. En un descanso nos echamos en la hierba y dirigimos la vista hacia abajo. A media milla se movían cautelosamente unas figuras, visibles para nosotros, pero a cubierto de las miradas que pudiesen venir del valle. Era la primera incursión de la temporada y tenía por objeto saquear las ricas tierras de los hombres de la Placa.

Yo estaba sentado con Henry y Larguirucho, un tanto apartados del resto. Las vidas de todos los que vivían en las montañas estaban estrechamente entrelazadas, pero nosotros conformábamos un tejido de trama aún más unida. Después de lo que habíamos aguantado los celos y enemistades desaparecieron, siendo sustituidos por una auténtica camaradería. Los chicos del cuadro de entrenamiento eran amigos nuestros, pero entre nosotros había un vínculo especial.

Larguirucho dijo lúgubremente:

—Hoy fallé en un metro setenta.

Habló en alemán; habíamos aprendido el idioma, pero nos hacía falta practicarlo. Yo dije:

—A veces se pierde forma. Volverás a mejorar.

—Cada día estoy peor.

Henry dijo:

—Rodrigo está en baja forma. Le he ganado fácilmente.

—Tú vas bien.

A Henry lo habían elegido como corredor de fondo y su principal rival era Rodrigo. Larguirucho se entrenaba en longitud y salto de altura. Yo era uno de los dos únicos boxeadores que había. Practicábamos cuatro deportes en total, —el otro era carrera de velocidad—, dispuestos de modo que hubiera la mayor competitividad. A Henry le había ido bien desde el principio. En cuanto a mí, estaba bastante confiado en lo que se refería a mi oponente. Era Tonio, un chico de piel morena, del sur, más alto que yo y con mayor alcance, pero no tan rápido. Sin embargo Larguirucho era cada vez más pesimista sobre sus posibilidades.

Henry le alentaba diciéndole que había oído decir a los instructores que iba bien. Yo me preguntaba si sería cierto o lo decía para darle ánimos; esperaba que fuera lo primero.

Dijo:

—Le pregunté a Johann si ya había decidido cuántos iríamos.

Johann, uno de los instructores, era fuerte y achaparrado, de pelo rubio, con aspecto de toro malhumorado; pero amable en el fondo. Henry preguntó:

—¿Y qué ha dicho?

—No estaba seguro, pero creía que cuatro; el mejor de cada grupo.

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