Los funcionarios la habían llevado al
Cromolito
, un vapor de paletas muy antiguo y en muy mal estado y la habían alojado en dos pequeñas habitaciones unidas por una escalera espiral, construidas en lo que antaño había sido la chimenea principal del barco. En algún lugar, muy por debajo de ella, en las entrañas de la nave, había un motor que alguna vez había expulsado sus vapores a través de lo que ahora era su casa. Se había enfriado mucho antes de que ella naciera.
Las habitaciones eran suyas, le habían dicho, pero debía pagar por ellas, un pago semanal en la Oficina de Viviendas de Anguilagua. Le habían dado un adelanto de su sueldo, un puñado de billetes y algo de suelto —una bandera son diez ojos, y diez banderas hacen un tasal—. Las monedas estaban toscamente acuñadas y la impresión de los billetes era desigual. Los colores de la tinta variaban entre cada uno.
Y entonces le habían dicho, en un ragamol rudimentario, que nunca abandonaría Armada y la habían dejado allí sola.
Había esperado, pero eso había sido todo. Estaba sola en la ciudad y la ciudad era una prisión.
Al cabo de algún tiempo, el hambre había terminado por conducirla a la calle, donde había comprado un poco de comida grasienta a un vendedor callejero que le hablaba en un sal demasiado rápido para que pudiera comprenderlo. Había paseado por las calles, asombrada por ver que nadie la acosaba. Se sentía tan extraña, aplastada por un choque cultural tan poderoso como una migraña, rodeada de hombres y mujeres vestidos con ropa exuberante y andrajosa, niños de las calles, cactos y khepri, hotchi, llorgiss, enormes gessin y vu-murt y otros. Las jaibas vivían bajo la ciudad y de día caminaban por sus calles, torpes sobre las patas blindadas.
Las calles eran paseos estrechos y pequeños que discurrían entre casas apelotonadas sobre las cubiertas. Bellis empezó a acostumbrarse al balanceo de la ciudad, al horizonte que se movía y cambiaba. Las bromas y las conversaciones en sal la rodeaban.
Le era fácil aprender esta lengua: su vocabulario, robado de otros idiomas, era obvio, y la sintaxis sencilla. Tenía que utilizarla —para comprar comida, preguntar una dirección o alguna duda, para hablar con cualquier otro armadano— y cuando lo hacía su acento la identificaba como una recién llegada, no una ciudadana nativa.
La mayoría de las personas con las que hablaba demostraban paciencia, incluso algo de buen humor rudo, y le perdonaban su malhumor. Quizá esperaban que se fuese relajando a medida que hiciera de Armada su hogar.
No lo hizo.
Aquella mañana, mientras Bellis salía de la chimenea del
Cromolito,
la pregunta
¿Cómo he llegado aquí?
volvió a irrumpir en su mente.
Estaba en las calles de la ciudad de barcos, bajo el sol, atrapada en medio de una muchedumbre de secuestradores. A su alrededor, por todas partes, había hombres y mujeres de rostro ajado, humanos y de otras razas, incluso unos pocos constructos charlando, trabajando, farfullando en sal. Bellis, una prisionera, caminaba por Armada.
Se dirigía a la Espuela del Reloj. Este paseo rodeaba Anguilagua y era más conocido como Libreros o barrio khepri.
Había poco más de trescientos metros entre las Torres Cromolito y la Biblioteca Gran Ingenio. El paseo la obligó a atravesar no menos de seis barcos.
El cielo estaba lleno de aparatos. Las góndolas se mecían entre los dirigibles que transportaban pasajeros por la angulosa arquitectura, descendían entre estrechos edificios de viviendas y bajaban escalerillas de cuerda, para alejarse después entre aeróstatos mucho más grandes que transportaban bienes y maquinaria. Estos últimos eran un verdadero caos. Algunos de ellos estaban hechos con varios globos de gas y contaban con cabinas sobresalientes y motores aparentemente colocados al azar, como concreciones fortuitas de material. Los mástiles servían como puntos de amarre para aeróstatos de formas diversas que pendían de ellos como rechonchos frutos mutantes.
Desde el
Cromolito
, Bellis cruzó por un puente estrecho hasta la goleta
Jarvee
, atestada de pequeños quioscos en los que se vendía tabaco y golosinas. A continuación pasó a la barcaza
Lince Sejant
, cuya cubierta estaba llena de vendedores de seda que comerciaban con el producto de las depredaciones de la piratería de Armada. A continuación, tras un pilar marino llorgiss hecho pedazos que se balanceaba como una especie de malévola trampa para peces, Bellis cruzó el Puente Taffeta.
Ahora se encontraba a bordo del
Severo
, un enorme clíper situado al extremo del paseo de Libreros, zona de las khepri. Junto a varios carromatos tirados por los enfermizos bueyes y caballos de Armada, Bellis pasó al lado de un grupo de tres hermanas-centinela khepri.
Había tríos similares en Kinken y Ensenada, los guetos khepri de Nueva Crobuzón. La primera vez que los había visto allí la habían asombrado. Las khepri de Armada, al igual que los de Nueva Crobuzón, debían de ser descendientes de los refugiados de los Barcos de la Misericordia, adoradores de lo que había quedado, de lo poco que recordaban del panteón Bered Kai Nev. Usaban armas tradicionales. Sus ágiles cuerpos femeninos estaban ajados por el tiempo y las cabezas eran como escarabajos gigantes que destellaban bajo el frío sol.
Con tantos residentes khepri, las calles de Libreros eran más tranquilas que las de Anguilagua. Sin embargo, en el aire flotaba el tenue aroma residual de las nieblas químicas que formaban parte de la comunicación de aquellas criaturas. Era su equivalente de una barahúnda bulliciosa.
Los callejones y las plazas estaban decoradas con esculturas de esputo de khepri, como las de la Plaza de las Estatuas de Nueva Crobuzón. Figuras mitológicas, formas abstractas, criaturas marinas, ejecutadas todas ellas en el material opalescente que las khepri metabolizaban en sus escaracéfalos. Los colores eran un poco apagados, como si las bayas colorantes fueran menos abundantes allí o de menor calidad.
Al entrar en una avenida que discurría sobre el
Polvo Compuesto
, un barco de relojería khepri —uno de los Navíos de la Misericordia que había escapado de la Voracidad—, Bellis frenó el paso, fascinada por sus engranajes y su arquitectura. La brisa arrastraba insectos y cáscaras desde el campo-cubierta de la popa de un barco granja y se oía el distante balido del ganado a través de los listones de las cubiertas inferiores.
Luego pasó al voluminoso barco fábrica, el
Laboratorio Aronnax
, con sus talleres metalúrgicos y refinerías, hasta llegar a la Plaza Cromo, desde donde una gran plataforma suspendida sobre el agua abordaba la cubierta del
Pincherman
, el primero de los navíos que conformaban la Biblioteca Gran Ingenio.
—Relájate… a nadie le importa que llegues tarde, ¿sabes? —dijo Carrianne, una de las empleadas humanas, mientras Bellis pasaba a su lado a toda prisa—. Eres nueva, estás aquí contra tu voluntad, así que trata de aprovecharte de ello. —Bellis oyó que se echaba a reír pero no respondió.
Los pasillos y los comedores estaban atestados de libros y chisporroteantes lámparas de aceite. Eruditos de todas las razas fruncían los labios, si es que tenían, y levantaban miradas pensativas hacia Bellis al verla pasar. Las salas de lectura eran espaciosas y tranquilas. Sus ventanas estaban cubiertas por una película de polvo e insectos desecados y parecían envejecer la luz que se proyectaba sobre las mesas comunes y los volúmenes escritos en docenas de lenguas. Sonaban toses como disculpas mientras Bellis entraba en el departamento de adquisiciones. Los libros se acumulaban en armarios y carritos y en montones sueltos sobre el suelo.
Pasó cuatro horas allí, dedicada metódicamente a catalogar. Apilando los libros escritos en los idiomas que no conocía y registrando en tarjetas los detalles de los demás. Los archivaba alfabéticamente —el alfabeto sal era una variante poco diferenciada de la escritura ragamol— por autor, título, idioma, género y materia.
Un poco antes de que se tomara el descanso para la comida, escuchó unos pasos. Debía de ser Shekel, se dijo. Era el único de los que habían viajado con ella a bordo del
Terpsícore
con el que hablaba o al que veía. Sonrió al pensar en sí misma departiendo con el grumete. Se había presentado pavoneándose ante ella unos quince días antes, todo nerviosismo adolescente, excitado por su captura y por su nueva situación (alguien le había hablado de la «alta y terrible señora que vestía de negro y tenía los labios azules» que trabajaba en la biblioteca, le explicó. Sonreía mientras lo decía y ella había tenido que apartar la mirada para no devolverle la sonrisa).
Vivía no se sabía muy bien cómo, compartiendo una casa con un Rehecho del
Terpsícore
. Bellis le ofreció una bandera de bronce por ayudarla a colocar los libros en las estanterías y él aceptó. Desde entonces había ido varias veces; trabajaba un poco y hablaba con ella sobre Armada y los restos desperdigados de su barco.
Había aprendido mucho de él.
Pero no era Shekel quien se le acercaba por el estrecho corredor, sino un nervioso Johannes Lacrimosco con una intrigante sonrisa en los labios.
Hasta más tarde, un poco azorada, no recordaría que se había levantado al verlo llegar
(con un grito de alegría como el de un niño llorón, por el amor de los dioses)
y lo había rodeado con los brazos.
Él también se abrió a ella, con una calidez avergonzada. Y después de un prolongado momento de abrazo, se habían separado y se habían mirado.
Era la primera oportunidad que tenía de salir, le dijo y ella quiso saber lo que había estado haciendo. Lo habían enviado a la biblioteca y había aprovechado la oportunidad para tratar de encontrarla y ella volvió a preguntarle que qué demonios había estado
haciendo
. Cuando le respondió que no podía, que no podía quedarse, ella estuvo a punto de dar un golpe de frustración, pero entonces él dijo
espera, espera
, que ahora tenía más tiempo libre y que
debes escucharme
un momento.
—Si estás libre mañana por la tarde —le dijo—. Me gustaría llevarte a cenar. Hay un sitio a estribor de Anguilagua, en el
Lengua Floja
… se llama El Tiempo Perdido. ¿Lo conoces?
—Lo encontraré —dijo ella.
—Podría venir a buscarte —empezó a decir Johannes y ella lo cortó en seco.
—Lo encontraré.
La sonrió, con aquel deleite divertido que ella recordaba.
¡Si estoy libre!
, pensó de forma sardónica.
¿De veras cree… será posible?
De repente se sintió insegura, casi asustada.
¿Es que los demás salen todas las noches? ¿Estoy sola en el exilio? ¿Se van de juerga los pasajeros del
Terpsícore
cada noche en su nuevo hogar?
Cuando salió de la biblioteca aquella tarde, la estrechez de Armada y sus calles oprimía a Bellis, pero al levantar la mirada y mirar más allá del horizonte, el Océano Hinchado se cernió con ella sobre el paseo del granito y se sintió como si se ahogara. No podía creer que la masa de agua que se extendía alrededor de Armada no se la tragara y la hiciera desaparecer en un mero instante. Contó sus monedas y se acercó a un conductor de aerotaxi que estaba llenando su dirigible en un depósito de gas del
Laboratorio Aronnax
.
Se meció en el asiento mientras se deslizaba con un zumbido sedante treinta metros por encima de la más alta de las cubiertas. Bellis podía ver cómo se movían sin orden ni concierto los lindes de la ciudad a merced de las corrientes. Allá, la madera lejana del barrio embrujado. El estadio. El bastión del Brucolaco.
Y en el centro del paseo Anguilagua, algo extraordinario que Bellis no se acostumbraba a ver: la fuente de la fuerza del paseo. Algo cuya inmensidad se cernía implacable sobre el paisaje de embarcaciones que se extendía a su alrededor: el mayor barco de la ciudad, el mayor barco que Bellis había visto jamás.
Casi trescientos metros de hierro negro. Cinco chimeneas colosales y seis mástiles sin sus velas, de más de setenta metros de altura; y, amarrado a cierta altura sobre ellos, un enorme y lisiado dirigible. El barco tenía una inmensa pala a cada lado, como sendas esculturas industriales. Las cubiertas parecían casi desnudas, libres de los destartalados edificios que deformaban a otros barcos. La fortaleza de los Amantes, como un titán varado: el
Grande Oriente
, tendido con austeridad en mitad del barroco de Armada.
—He cambiado de idea —dijo Bellis de repente—. No me lleve al
Cromolito
.
Ordenó al piloto que se dirigiera a popa-popa-estribor: todas las direcciones eran relativas a la posición del
Grande Oriente
. Mientras el hombre tiraba suavemente del timón, ella se asomó sobre las multitudes. El aire se arremolinó mientras el aeronauta escogía un camino entre los mástiles y aparejos que se alzaban a su alrededor por los cielos de Armada. Entre las torres, Bellis veía a los pájaros de Armada: gaviotas, pichones y albatros. Anidaban en los tejados y en las cofas, junto a otros seres.
El sol ya se había puesto y la ciudad chispeaba. Bellis sintió una oleada de melancolía al pasar junto a unos aparejos iluminados tan próximos que casi podían tocarse con la mano. Avistó su destino, el bulevar San Carcheri, sobre el vapor
Corazón de Glomar
, un paseo marítimo entre rancio y opulento, jalonado de farolas suaves colores, nudosos árboles de color óxido y fachadas de estuco. Mientras la góndola empezaba a descender, ella no apartaba la vista de una forma gastada y oscura que se erguía detrás del parque.
Al otro lado de ciento treinta metros de agua resplandeciente de impurezas, se alzaba una torre de vigas entrelazadas tan alta como los dirigibles y de cuyo extremo manaba fuego. Un cuerpo colosal de hormigón sostenido sobre cuatro patas como pilares astillados que emergían de la mugre de las aguas. Grúas de color oscuro que se movían sin propósito discernible.
Era una cosa monstruosa, algo que inspiraba terror y reverencia, algo feo y desazonador. Bellis se reclinó sobre el asiento de su aeróstato y mantuvo la mirada fija en el
Sorghum
, la plataforma robada a Nueva Crobuzón.
Llovió sin descanso durante todo el día siguiente, gotas gruesas y grises como pedazos de pedernal.
Los trabajadores costeros estuvieron ociosos, apenas hubo negocios. Los puentes de Armada eran muy resbaladizos. Hubo accidentes: un borracho o algún patoso que caía al agua.