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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (4 page)

Todo apuntaba a ello. La entusiasta e introvertida esposa que sólo soñaba con su sagrada tierra; el pasmoso sentimiento de culpa del agregado laboral; su recibimiento ridículamente generoso a Katrin, la chica, adjudicándose casi el papel de hermano sustituto en ausencia de Elke; su extravagante confesión de que si bien él había entrado en el cuarto de Elke, su esposa no iba a hacerlo nunca. Para Alexis, que en su momento había pasado por situaciones parecidas, y justo ahora estaba pasando por una -nervios desgarrados por la culpa expuestos a la menor brisa de insinuación sexual-, las señales estaban por todo el informe, y se felicitó secretamente de que Schulmann hubiera interpretado lo mismo. Pero si Colonia se mostraba obstinada al respecto, en Bonn se habían vuelto histéricos. El agregado laboral era un héroe público: el padre desolado, el marido de una mujer horriblemente mutilada. Era la víctima de un ultraje antisemita en suelo alemán; era un diplomático israelí acreditado en Bonn, tan respetable por definición como cualesquiera otros judíos habidos y por haber. ¿Quiénes eran precisamente los alemanes -le insistían que considerase casi implorándole-, para presentar a aquel hombre a la opinión pública como adúltero? Aquella misma noche el perturbado agregado laboral siguió a su difunto hijo a Israel, y no hubo telediario en toda la nación que no mostrara una toma de su musculosa espalda avanzando pesadamente pasarela arriba y del omnipresente Alexis, sombrero en mano, observándole con una pétrea expresión de respeto.

Ciertas actividades de Schulmann no llegaron a oídos de Alexis hasta que el equipo israelí hubo regresado a su país. Descubrió, por ejemplo, casi accidentalmente pero no del todo, que Schulmann y su socio habían buscado juntos a Elke con independencia de los investigadores alemanes, conminándola a altas horas de la noche a posponer su viaje a Suecia a fin de que los tres pudieran disfrutar de una voluntaria y bien pagada conversación privada. Se pasaron otra tarde entrevistando en un cuarto de hotel y, contrariamente a la economía de esfuerzos sociales que mostraban en otros campos, la acompañaron alegremente en taxi hasta el aeropuerto. Todo ello -así pensaba Alexis- con el propósito de averiguar quiénes eran sus
verdaderos
amigos, adonde iba cuando su novio estaba a buen recaudo en su unidad y dónde había comprado la marihuana y las anfetaminas que encontraron entre los escombros de su habitación. O, más probablemente, quién se las había dado y en brazos de qué persona o personas le gustaba a ella hablar de sí misma y de sus patronos cuando estaba realmente colocada y relajada. Alexis lo dedujo en parte porque para entonces sus hombres le habían traído su informe confidencial sobre Elke, y las preguntas que le atribuía a Schulmann eran las mismas que a él le habría gustado formular, si Bonn no le hubiera hecho tener la boca cerrada insistiendo en que aquello era materia reservada.

Nada de marranadas, le decían constantemente. Dejemos crecer la hierba primero. Y Alexis, que ahora luchaba por su propia supervivencia, captó la indirecta y se calló, porque cada día que pasaba las acciones del silesio subían en detrimento de las suyas.

Pese a todo, habría apostado fuerte por el tipo de respuestas que Schulmann, con su despiadada y frenética premura, pudo haberle sacado a la chica entre furiosas miradas a ese vetusto reloj de sol suyo; el retrato robot del varonil estudiante árabe o joven agregado diplomático de poca monta, por ejemplo -¿o acaso era cubano?-, con dinero para derrochar y esos paquetitos de mandanga, y una inesperada disposición para escuchar. Mucho después, cuando ya era demasiado tarde para preocuparse por ello, Alexis se enteró asimismo -por medio del servicio de seguridad sueco, el cual había sentido también curiosidad por la vida amorosa de Elke- de que Schulmann y su socio habían llegado a conseguir, mientras los demás dormían, una serie de fotografías de posibles candidatos. Y que entre ellos la chica había escogido a uno, un supuesto chipriota a quien ella había conocido únicamente por el nombre de pila, Marius, que él le hacía pronunciar a la manera francesa. Y que ella les había firmado una vaga declaración en ese sentido («Sí, ése es el Marius con el que me acosté») que, como le dieron a entender, necesitaban para Jerusalén. ¿Por qué lo hicieron?, se preguntó Alexis. ¿Para comprar ese plazo que pendía como espada de Damocles sobre la cabeza de Schulmann? ¿Cómo fianza, para ganar credibilidad en la base? Alexis comprendía estas cosas. Y cuanto más pensaba en ello, mayor era la sensación de afinidad y camaradería que sentía hacia Schulmann. Tú y yo somos una misma persona, no dejaba de oírse pensar. Peleamos, sentimos, vemos.

Alexis percibía todo esto en lo más profundo de su ser y con tremenda autoconvicción.

La obligatoria conferencia de clausura tuvo lugar en la sala de actos, con el cargante silesio presidiendo tres centenares de sillas, en su mayoría vacías, pero entre ellas los dos grupos, el alemán y el israelí, arracimados como familias en una boda a ambos lados de la nave central de la iglesia. Los alemanes habían ganado peso específico con funcionarios del Ministerio del Interior y un poco de carne de voto del Bundestag; los israelíes tenían consigo al agregado militar de su embajada, pero varios de los miembros del equipo, incluyendo el famélico socio de Schulmann, habían partido ya para Tel Aviv. O eso decían al menos sus compañeros. El resto se reunió a las once de la mañana y fue recibido por un aparador cubierto por un lienzo blanco sobre el que fueron dispuestos los reveladores fragmentos de la explosión a modo de hallazgos arqueológicos al término de una dura jornada de excavación, cada cual con su pequeña etiqueta de museo escrita a máquina eléctrica. En un tablero contiguo pudieron contemplar las horribles fotografías (en color, para más realismo). Al entrar, una bonita muchacha de sonrisa demasiado simpática les entregó unos cuadernillos con cubierta de plástico que contenían los datos esenciales. Si les hubiera dado caramelos o helados, Alexis no se habría sorprendido lo más mínimo. El contingente alemán charlaba y estiraba el cuello por todo, incluidos los israelíes, quienes por su parte conservaban la quietud mortal de los hombres para quienes cada minuto desperdiciado era un verdadero martirio. Únicamente Alexis -de eso estaba seguro- percibía y compañía su secreta angustia, fuera cual fuese su origen.

Es que los alemanes somos demasiado, se dijo para sus adentros. El no va más. Hasta una hora antes de la reunión, Alexis confiaba en ser él mismo quien llevara la voz cantante. Había pensado anticipadamente en una ráfaga de su lapidario estilo, que había preparado incluso en privado: un escueto y enérgico «Gracias, caballeros» en inglés. Pero no iba a ser así. Los barones habían tomado ya su decisión y querían silesio para desayunar, comer y cenar; de Alexis nada, ni para el café. De modo que hizo ostentosa gala de pasearse por las filas de atrás, cruzado de brazos y fingiendo un descuidado interés mientras por dentro echaba pestes y se identificaba con los judíos. Cuando todos excepto Alexis hubieron ocupado sus asientos, hizo su entrada el silesio con esa pelviana manera de andar que según Alexis sobrevenía a cierto tipo de alemanes cuando subían a la tribuna. Tras él iba un joven asustadizo con un abrigo blanco, acarreando una réplica de la ya célebre arañada maleta gris con sus etiquetas de la Scandinavian Airline Systems, que depositó en el estrado como si fuera una ofrenda. Alexis buscó a su héroe con la mirada y lo encontró a solas en un asiento lateral, bastante atrás. Se había quitado la chaqueta y la corbata y vestía unos pantalones holgados que, debido a su generosa cintura, le quedaban demasiado cortos sobre sus zapatos pasados de moda. En su morena muñeca parpadeaba el reloj de acero; la blancura de su camisa contra su piel curtida le daba ese aire bonachón de quien está a punto de irse de vacaciones.

Espera, voy contigo, pensó Alexis con más deseo que esperanza, acordándose de su penosa sesión con los barones.

El silesio habló en inglés «por consideración a nuestros amigos israelíes». Pero también, sospechaba Alexis, en consideración a aquellos de sus patrocinadores que habían venido a presenciar la actuación de su as. El silesio había asistido al obligado cursillo de antisubversión en Washington, y desde entonces hablaba un chapucero inglés de astronauta. A modo de introducción, el silesio les dijo que la atrocidad era obra de «elementos radicales de izquierda», y cuando introdujo una alusión a la «exagerada lenidad socialista de la juventud moderna», hubo cierto revuelo de aprobación en señal de apoyo por parte de los escaños parlamentarios. Ni nuestro querido Führer en persona lo habría expresado mejor, pensó Alexis, pero permaneció imperturbable de puertas afuera. La explosión, por motivos arquitectónicos, había seguido una dirección ascendente, dijo el silesio dirigiéndose a un diagrama que su ayudante desplegó detrás de él, y se había abierto camino por la estructura central hasta salir de la casa, llevándose consigo el tejado y por tanto la habitación del niño. Resumiendo, una gran detonación, pensó cruelmente Alexis. Entonces ¿por qué no decirlo así y acabar de una vez? Pero el silesio no estaba dispuesto a callarse. Los cálculos más ajustados cifran la carga en cinco kilogramos. La madre había sobrevivido porque estaba en la cocina. La cocina era un
Anbau.
Esta súbita irrupción de una palabra alemana causó -en los germanoparlantes, al menos- un singular engorro.

–Was ist Anbau?
-dijo malhumoradamente el silesio a su ayudante, haciendo que todos se incorporaran buscando un intérprete.

–Anexo -respondió Alexis delante de todos, y se ganó la risa contenida de los enterados y la no tan contenida irritación del club de fans del silesio.

–Anexo -repitió el silesio en su mejor inglés y, haciendo caso omiso del mal hallado informador, prosiguió a ciegas su penoso avance.

En mi próxima reencarnación seré un judío, un español, un esquimal o simplemente un anarquista totalmente comprometido como todo quisque, decidió Alexis. Pero alemán, nunca; eso se es una vez como penitencia y basta. Sólo un alemán puede hacer un discurso inaugural a expensas de un niño judío muerto.

El silesio estaba hablando de la maleta. Barata y fea, como las que gustan a tales personas infrahumanas, como obreros foráneos y turcos. Y socialistas, podía haber añadido. Los interesados en el tema podían leer los pormenores en sus carpetas o examinar los fragmentos de la estructura metálica que había sobre el aparador. O podían pensar, como Alexis había decidido hacía rato, que bomba y maleta eran un callejón sin salida. Pero nadie podía hurtarse a la voz del silesio, porque aquél era su día y su discurso.

De la maleta propiamente dicha pasó a su contenido. El artefacto, caballeros, estaba encajado en su sitio mediante dos tipos de relleno, dijo. Relleno número uno, periódicos viejos que según los análisis procedían de las ediciones de la cadena Springer en Bonn durante los últimos seis meses (muy apropiado, sí señor, pensó Alexis). Segundo tipo de relleno, manta partida en dos, excedente del ejército, similar a la que ahora les muestra mi colega el señor fulano de tal, de los laboratorios de analítica del estado. Mientras el asustadizo ayudante sostenía en alto una manta grande de color gris para que fuera examinada, el silesio siguió desgranando sus brillantes pistas. Alexis escuchó cansinamente el familiar recitado: una punta ensortijada de detonador… partículas minúsculas de explosivo sin detonar (confirmada su procedencia: plástico ruso estándar conocido por los americanos como C4 y por los ingleses como PE y por los israelíes comoquiera que lo llamen)… la cuerda de un reloj de pulsera barato… el chamuscado pero aun así identificable muelle de una pinza de la ropa. En pocas palabras, pensó Alexis, un dispositivo clásico de escuela de terroristas. Ningún material comprometedor, ningún toque de ostentación, nada de adornos, aparte de una trampa explosiva para chavales instalada en el ángulo interior de la tapa. Salvo que con las cosas que montaban los chavales hoy en día, pensó Alexis, un dispositivo así le hacía pensar a uno con nostalgia en aquellos grandes terroristas anticuados de los años setenta.

Eso mismo parecía estar pensando el silesio, pero él lo convirtió en un chiste de muy mal gusto:

–¡Le llamamos la bomba bikini! -tronó muy triunfante-. ¡La mínima expresión! ¡Nada de extras!

–¡Y ninguna detención! -clamó Alexis imprudentemente, obteniendo como recompensa una admirativa y extrañamente cómplice sonrisa de Schulmann.

Pasando bruscamente por alto a su ayudante, el silesio alargó un brazo y extrajo ceremoniosamente de la maleta un trozo de madera tierna sobre el cual había sido montada la maqueta, una cosa parecida a un circuito de coche de carreras de juguete hecho con cable fino y blindado, rematado en diez cartuchos de plástico grisáceo. Mientras los no iniciados se acercaban a echar un vistazo, Alexis se sorprendió al ver que Schulmann se levantaba de su asiento y con las manos en los bolsillos se aproximaba a ellos. ¿Por qué?, le preguntó mentalmente Alexis, mirándole con fijeza y vergüenza. ¿Por qué de pronto tanta lentitud, cuando ayer apenas tenías tiempo de mirar tu tronado reloj? Abandonando sus esfuerzos a la indiferencia, Alexis se deslizó rápidamente a su lado. Así es como se hace una bomba, estaba diciendo el silesio, si uno es así de convencional y quiere mandar judíos por los aires. Se compra un reloj barato como éste, nada de robarlo, va uno a unos grandes almacenes a la hora punta y compra un par de cosas más para despistar a la dependienta. Se quita la aguja horaria. Se practica un orificio en la esfera, se introduce una chincheta en el orificio, se suelda el circuito eléctrico a la cabeza de la chincheta con cola de impacto. Ahora la batería. Se coloca la aguja tan cerca, o tan lejos, de la chincheta como se quiera. Pero como norma hay que dejar el menor tiempo de demora posible a fin de que la bomba no sea descubierta y desmontada. Se le da cuerda al reloj. Se comprueba que la aguja grande siga funcionando. Funciona. Se ofrecen oraciones a quien uno considere su creador y se introduce el detonador en el plástico. Cuando el minutero toca la pata de la chincheta el contacto cierra el circuito eléctrico y, si Dios es bueno, la bomba estalla.

Para hacer una demostración de semejante maravilla, el silesio retiró el detonador desarmado y los diez cartuchos de explosivo plástico de demostración, y los sustituyó por una pequeña bombilla de linterna eléctrica.

–¡Ahora les demostraré cómo funciona el circuito! -exclamó.

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