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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (3 page)

Le ofreció café a la chica pero ésta declinó la invitación diciendo que no debía hacer esperar el conductor. No al taxi. Al
conductor.
El equipo de investigación insistió hasta la saciedad en este particular. Él le preguntó qué estaba haciendo en Alemania y ella contestó que confiaba matricularse en la Universidad de Bonn como estudiante de teología. Él fue enseguida por una libretita y un lápiz y la invitó nervioso a que dejara su nombre y dirección, pero ella se los devolvió diciendo con una sonrisa: «Bastará con que le diga que ha venido Katrin.» Se hospedaba en un albergue luterano para chicas, explicó ella, pero sólo mientras buscaba habitación. (En Bonn existe un albergue así, un toque más de exactitud.) Volvería a pasar cuando Elke hubiera vuelto de vacaciones, dijo. A lo mejor podrían estar juntas por su cumpleaños. Le gustaría mucho, la verdad. El agregado sugirió que tal vez organizarían una fiesta para Elke y sus amistades, una
fondue
de queso, por ejemplo, él mismo la prepararía. Porque mi esposa -como explicó él después repitiéndose de modo patético- es una kibbutznik, sabe usted, y no tiene paciencia para la buena cocina.

Más o menos en ese momento, desde la calle, el coche o taxi empezó a tocar el claxon. Un do central de registro, varios destellos de los faros delanteros, tres quizá. Se dieron la mano y él le entregó la llave. Aquí fue donde el agregado laboral se fijó por primera vez en que la chica llevaba unos guantes blancos de algodón, pero era de esa clase de chicas y hacía mucho bochorno como para ir carreteando una maleta pesada. Así pues, ni escritura en la libretita ni huellas en la libretita o en la maleta. O en la llave. Según calculó después el pobre hombre, el intercambio duró apenas cinco minutos. El agregado la vio alejarse por el camino particular con su simpática manera de andar, sexy pero no intencionadamente provocativa. Cerró la puerta, pasó la cadena y luego llevó la maleta al cuarto de Elke, que estaba en la planta baja, y la dejó a los pies de la cama, pensando con lealtad que al ponerla horizontal estaba dando mejor trato a la ropa y los discos que contenía. Dejó la llave encima. Desde el jardín, donde castigaba implacablemente el duro suelo con una azada, su mujer no había oído nada, y cuando entró para reunirse con los dos hombres, su marido olvidó mencionarle la visita.

En este punto se entrometió una pequeña y muy humana enmienda.

¿Se olvidó?,
preguntaron los del equipo israelí sin acabar de creérselo. ¿Cómo podía haberse olvidado del fastidioso episodio doméstico con esa amiga sueca de Elke? ¿Y lo de la maleta encima de la cama?

El agregado se vino nuevamente abajo mientras lo admitía. No fue exactamente que se le olvidara.

Entonces ¿qué?, le preguntaron.

Parece ser, más bien, que tomó la decisión, en su interior y por su cuenta, de que, bueno, verá, a su mujer habían dejado de interesarle los asuntos mundanos. Sólo quería regresar a su kibbutz y relacionarse libremente con la gente sin toda esta frivolidad diplomática. Dicho de otro modo, verá, señor, la chica era preciosa y, bueno, puede que lo mejor fuera guardársela para sí. En cuanto a la maleta, verá, mi mujer no entra nunca en el cuarto de Elke, entraba, quiero decir, Elke se encarga ella sola de su cuarto.

¿Y el especialista en Talmud, el tío de su mujer?

El agregado laboral tampoco le había contado nada. Confirmado por ambas partes.

Tomaron nota sin más comentarios:
Guardársela para sí.

El curso de los acontecimientos terminaba aquí, como un tren fantasma que desaparece bruscamente de la vía. Elke, la chica
au pair, con
el galante apoyo de Wolf, fue llamada rápidamente a Bonn. No conocía a ninguna Katrin. Se emprendió una investigación sobre el entorno social de Elke, pero eso llevaba tiempo. Su madre no había enviado ninguna maleta y no se le había pasado por la cabeza en ningún momento: como le dijo a la policía sueca, condenaba el mal gusto musical de su hija y no habría pensado nunca en fomentarlo. Wolf regresó desconsolado a su unidad y fue sometido a un exhaustivo interrogatorio por parte de la seguridad militar, que no llevó a ninguna parte. No apareció el conductor, fuese de taxi o de coche particular, aunque la prensa y la policía le estuvieron buscando por toda Alemania, ofreciéndole por su historia,
in absentia,
grandes sumas de dinero. Ningún viajero procedente de Suecia o de cualquier otra parte se ajustaba a la descripción, ya fuera en las listas de pasajeros, los ordenadores o los sistemas de almacenamiento de datos de ningún aeropuerto alemán, no digamos ya el de Colonia. Las fotografías de conocidas y no tan conocidas terroristas, incluida la lista entera de «semi-ilegales», no le refrescaron la memoria al agregado laboral por más que éste estaba como loco de aflicción y habría ayudado a quien fuera a hacer lo que fuera, sólo para sentirse útil. No recordaba qué zapatos llevaba la chica, o si tenía los labios pintados, o si usaba perfume o rímel, o si podía haber llevado el pelo teñido o incluso una peluca. ¿Cómo iba él a saber, dio a entender el agregado -él, que era economista de carrera y por lo demás un tipo patoso, conyugal y afectuoso a quien lo único que le interesaba aparte de Israel y su familia era Brahms-, cómo iba él a saber nada de pelos teñidos?

Recordaba, eso sí, que tenía bonitas piernas y el cuello muy blanco. Manga larga, sí, porque si no se habría fijado en los brazos. Sí, una combinación o algo debía de llevar, porque si no habría visto sus formas iluminadas por el sol que se colaba por detrás. ¿Sostén? Seguramente no, tenía poco pecho y podía permitirse ir sin sostén. Le mostraron mujeres vestidas como la terrorista. Debió de ver un centenar de vestidos azules enviados por otros tantos almacenes de toda Alemania, pero que le zurzan si recordaba si el vestido tenía cuello, puños o era de más de un color; y ni toda su congoja anímica pudo refrescarle la memoria. Cuanto más le preguntaban, más olvidaba él. Los acostumbrados testigos accidentales confirmaron parte de su declaración pero sin añadir nada de importancia. Las patrullas de la policía no tuvieron el menor conocimiento del incidente y es muy probable que la colocación de la bomba fuese planificada teniendo esto en cuenta. La maleta podía haber sido de veinte marcas distintas. El coche o taxi era un Opel o un Ford; gris, no muy limpio, ni nuevo ni viejo. Matrícula de Bonn; no, de Siegburg. Sí, un letrero de taxi en el techo. No, era un techo solar y alguien había oído música, pero no quedó establecido qué programa era. Sí, con antena de radio. No, sin antena. El conductor era de raza blanca pero podía haber sido turco. Han sido los turcos. Iba bien afeitado, llevaba bigote, tenía el pelo oscuro. No, rubio. De complexión débil, pudo ser una mujer disfrazada. Alguien estaba seguro de haber visto un pequeño deshollinador colgando de la ventanilla trasera. O pudo haber sido una pegatina. Alguien dijo que el conductor llevaba un anorak. O pudo haber sido un jersey.

Llegado a este punto muerto, el equipo israelí pareció entrar en una especie de coma colectivo. Les sobrevino un estado de letargo; llegaban tarde, se iban temprano y pasaban la mayor parte del tiempo en su embajada, donde parecían estar recibiendo nuevas instrucciones. Al pasar los días, Alexis dedujo que estaban esperando algo. Estancados pero al mismo tiempo excitados. Premiosos al tiempo que serenos, como solía pasarle a Alexis demasiado a menudo. Tenía una habilidad especial para descubrir estas cosas mucho antes que sus colegas. A la hora de identificarse con los judíos, tenía la certeza de vivir en un vacío de excelencia. Al tercer día se unió al equipo un hombre mayor de cara gruesa que se hacía llamar Schulmann, a quien acompañaba un socio muy delgado y mucho más joven que él. Alexis los comparó a un César y un Casio judíos.

La llegada de Schulmann y su ayudante proporcionó al buen Alexis un raro descanso de la furia controlada que le inspiraban sus propias investigaciones y del aburrimiento de ser seguido a todas partes por el policía silesio, cuyo comportamiento empezaba a parecerse más al de un sucesor que al de un ayudante. Lo primero que observó en Schulmann fue su capacidad de elevar inmediatamente la temperatura del equipo israelí. Hasta la llegada de Schulmann, los seis hombres del equipo habían dado la impresión de estar incompletos. Habían sido corteses, no habían bebido alcohol y habían mantenido entre ellos la cohesión típicamente oriental de una unidad de combate. Su autodominio era turbador para quienes no lo compartían, y cuando, en el curso de un almuerzo rápido en el bar, al cargante silesio le dio por hacer chistes sobre los alimentos
kosher
y hablar de un modo paternalista sobre las bellezas de su tierra natal, permitiéndose de pasada una mención sumamente ultrajante sobre la calidad del vino israelí, los judíos recibieron ese homenaje con una cortesía que Alexis supo enseguida les estaba costando gotas de sangre. Incluso cuando siguió extendiéndose sobre el renacimiento de la
Kultur
judía en Alemania, y la astucia con que los nuevos judíos habían acaparado los mercados inmobiliarios de Frankfurt y Berlín, ellos siguieron mordiéndose la lengua aunque las travesuras financieras de los judíos
shtetl
que no habían respondido a la llamada de Israel les repugnaban, concretamente tanto o más que el histrionismo de sus anfitriones. Pero de pronto, con la llegada de Schulmann, todo adquirió una claridad de muy distinto signo. Él era el líder que habían estado esperando: Schulmann de Jerusalén, llegada anunciada con varias horas de antelación por una perpleja llamada telefónica del cuartel general en Colonia.

–Nos mandan a un nuevo especialista, él mismo se presentará a usted.

–¿Especialista en qué? -había preguntado Alexis, que, cosa poco propia de alemanes, se esmeraba en detestar a la gente cualificada.

No se sabía en qué. Pero allí estaba él, no precisamente un especialista, a ojos de Alexis, sino un activo y cabezón veterano de todas las batallas desde las Termópilas, edad comprendida entre los cuarenta y los noventa años, achaparrado, eslavo y fuerte, y mucho más europeo que hebreo, con un tórax enorme, zancada de luchador y esa manera de hacer que todos se sintieron a gusto; y aquel bullicioso acólito suyo, al que nadie había mencionado para nada. No Casio, sino tal vez el arquetipo de estudiante dostoievskiano: famélico y en conflicto con los demonios. Cuando Schulmann sonreía, las arrugas que acudían a su rostro eran fruto de siglos de agua corriendo por los mismos senderos rocosos, y sus ojos se entrecerraban como los de un chino. Pasado un buen rato, sonreía también su acólito haciéndose eco de algún retorcido significado secreto. Cuando Schulmann te saludaba, todo su brazo derecho te columpiaba con un picotazo de cangrejo capaz de levantarte del suelo si no lo parabas. Pero su socio seguía con los brazos pegados a los costados como si no se fiara de dejarlos a su albur. Cuando Schulmann hablaba, disparaba ideas contradictorias como si fueran balas, y luego esperaba hasta ver cuáles daban en el blanco y cuáles rebotaban hacia él. La voz del socio sonaba acto seguido como los camilleros recogiendo cadáveres subrepticiamente.

–Soy Schulmann; encantado de conocerle, doctor Alexis -dijo Schulmann en un inglés con alegre acento.

Schulmann sin más.

Sin nombre de pila, rango, título académico, rama ni ocupación, y el estudiante no tenía nombre siquiera o, al menos, no para los alemanes. Tal como Alexis lo veía, Schulmann era un general del pueblo; el que infunde esperanza, el que jamás se arredra, el extraordinario capataz; un supuesto especialista que si necesitaba habitación para él la conseguía el mismo día (ya se ocupaba el socio). Muy pronto, desde su puerta cerrada, la voz incesante de Schulmann adquirió el tono de un fiscal forastero, sondeando y evaluando el trabajo que habían realizado hasta entonces. No era necesario ser un entendido en hebreo o para oír los porqué y los cómo y los cuándo y los por qué no. Un improvisador, pensó Alexis: un guerrillero urbano nato, también él. Cuando se quedaba en silencio, Alexis podía oír incluso eso y se preguntaba qué demonios podía estar leyendo ahora de tan interesante como para hacer que su boca dejase de trabajar. ¿O acaso estaba rezando? ¿Es que rezaban también? A menos que le tocara el turno al socio, en cuyo caso Alexis no habría podido oír ni un solo susurro, pues la voz del muchacho en presencia de alemanes tenía tan poco volumen como su cuerpo.

Pero lo que sintió Alexis, más que cualquier otra cosa, fue la impetuosa premura de Schulmann. Era como un ultimátum en forma humana comunicando a su equipo su propio apremio, imponiendo sobre su quehacer una desesperación apenas soportable. Podemos vencer, pero también podemos perder, les estaba diciendo en la vivida imaginación del doctor. Y ya hemos llegado tarde demasiadas veces. Schulmann era su agente, su mánager, su general -las tres cosas-, pero él mismo era también un hombre sometido a muchas órdenes. Eso, al menos, le hacía pensar a Alexis, y no siempre se equivocaba de mucho. Lo veía en la manera inquisitiva con que los hombres de Schulmann acudían a él, no pidiendo detalles de su trabajo sino para saber si servía de algo, si lo que estaban haciendo era un paso adelante. Lo veía en ese gesto habitual de Schulmann de subirse la manga de la chaqueta agarrándose del robusto antebrazo izquierdo para retorcerse luego la muñeca como si no fuera suya, hasta que la esfera de su viejo reloj le devolvía su mirada. Así que, pensó Alexis, Schulmann también tiene un plazo que cumplir: también debajo de él hay una bomba de tiempo haciendo tictac; su socio la lleva dentro del maletín.

Alexis estaba fascinado por la interacción entre los dos hombres, una distracción que le consolaba de los apuros del momento. Cuando Schulmann daba una vuelta por la Drosselstrasse para ver las precarias ruinas de la casa bombardeada y estiraba el brazo y protestaba y miraba su reloj y afectaba tanta indignación como si la casa hubiera sido suya, el socio acechaba su sombra como si fuera su conciencia, con sus esqueléticas manos resueltamente apoyadas en las caderas mientras parecía contener a su jefe con la susurrada gravedad de sus creencias. Cuando Schulmann convocó al agregado laboral para tener con él unas últimas palabras en privado, y su conversación, oída a medias a través de la pared contigua, llegó a los gritos para caer después en un murmullo de confesionario, fue el socio quien salió de la habitación con el pobre hombre y lo puso de nuevo personalmente al cuidado de la embajada, confirmando así una teoría que Alexis había mantenido interiormente desde el principio pero que habíase visto forzado por Colonia a no seguir bajo ningún concepto.

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