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Authors: Herman Koch

La cena (5 page)

Convendría aclarar que también Babette es más lista que Serge. Podría añadir que no es que sea muy difícil, pero no lo haré: hay cosas que saltan a la vista. Me limitaré a reproducir lo que vi y oí durante nuestra cena en el restaurante.

9

—Las mollejas de cordero están marinadas en aceite de Cerdeña con rúcula —explicó el maître, que entretanto había ido a parar junto al plato de Claire y señalaba con el meñique unos minúsculos trozos de carne—. Los tomates proceden de Bulgaria.

Lo que más llamaba la atención del plato de Claire era el vacío inconmensurable. Ya sé que en los restaurantes selectos siempre se prima la calidad sobre la cantidad, pero hay vacíos y vacíos. Allí el vacío, la parte del plato en que no había nada de comida, rozaba la paradoja.

Era como si el plato vacío te estuviera retando a hacer algún comentario al respecto, a ir a la cocina a pedir explicaciones. «¡A que no te atreves!», decía, y se reía en tu cara.

Intenté recordar el precio: el entrante más barato costaba 19 euros, los platos principales oscilaban entre los 28 y los 47. Además, se podía elegir entre tres menús: el de 47, el de 58 y el de 79.

—Esto es queso de cabra caliente con piñones y nueces picadas.

La mano del meñique se hallaba ahora sobre mi plato. Reprimí la tentación de soltarle: «Ya lo sé, porque eso es exactamente lo que he pedido», y me concentré en el meñique. En toda la noche no lo había tenido tan cerca como entonces, ni siquiera mientras me servía el vino. Al final, el maître había optado por la solución más fácil y había regresado de la cocina con una nueva botella, ésta ya a medio descorchar.

Después de la bodega y la escapada al Valle del Loira, el siguiente paso fue un curso de seis semanas sobre vinos. No en Francia, sino en un aula vacía de una escuela nocturna. Había colgado el diploma en el pasillo de su casa, en un sitio que nadie podía pasar por alto. Una botella con el corcho a medio sacar podía contener algo muy distinto de lo que anunciaba la etiqueta, seguro que se lo enseñaron en una de las primeras clases. Podían haber adulterado el vino, haberlo bautizado con agua del grifo con mala intención o haber soltado un escupitajo por el gollete.

Pero era evidente que Serge Lohman no tenía ganas de otro follón después de lo del aperitivo de la casa y el corcho partido. Sin dirigir siquiera una mirada al maître, tras limpiarse los labios con la servilleta, había murmurado que el vino era «excelente».

En ese instante, desvié fugazmente la mirada hacia Babette. Sus ojos detrás de las gafas oscuras estaban fijos en su marido; apenas se notó, pero yo sabía que había enarcado una ceja al oírlo valorar aquel vino que salía de una botella medio descorchada. En el coche, de camino al restaurante, él la había hecho llorar, pero ahora ya no tenía los ojos tan hinchados. Tuve la esperanza de que dijese algo para hacérselo pagar. Era muy capaz de ello, Babette podía tener salidas muy sarcásticas. Aquel «Ha ido a catar vinos al Valle del Loira» sólo había sido una modalidad muy suave de su sarcasmo.

La animé en silencio. Cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar. Bien mirado, quizá fuese mejor así, una fuerte discusión entre Serge y Babette que se les fuera de las manos antes incluso del plato principal. Yo intentaría calmar los ánimos, fingiría ser imparcial, pero para entonces ella sabría de sobra que contaba con mi apoyo.

Muy a mi pesar, Babette no dijo absolutamente nada. Fue casi evidente cómo se tragó el comentario —letal, sin duda— sobre el corcho. Con todo, sucedió algo que me hizo conservar la esperanza de que la explosión llegaría más tarde. Fue como la aparición de una pistola en una obra de teatro: si en el primer acto se muestra una, puedes apostar lo que quieras a que en el último acabarán disparando con ella. Es la ley del drama. Según esa misma ley, no aparecerá ninguna pistola si no está prevista su utilización.

—Esto son canónigos —continuó el maître.

Miré primero el meñique a un centímetro escaso de tres hojitas verdes retorcidas y un cuajo de queso de cabra fundido, y después toda la mano, que estaba tan cerca que, a poco que me inclinase, podría habérsela besado.

¿Por qué había pedido yo ese plato si no me gusta el queso de cabra? Por no hablar de los canónigos. En este caso, las exiguas porciones jugaban a mi favor, ya que también mi plato estaba esencialmente vacío, no tanto como el de Claire, pero podría deshacerme de las tres hojitas de un solo bocado o limitarme a dejarlas tal cual, lo que en realidad venía a ser lo mismo.

Los canónigos siempre me recordaban la jaula del hámster, o marmota, que teníamos en el colegio, en el alféizar de la ventana del aula. Porque era positivo aprender cosas de los animales, o saber cuidar de ellos, supongo. Ya no recuerdo si las hojitas que le metíamos entre las rejas por las mañanas eran de canónigos, pero en cualquier caso se parecían mucho. El hámster o marmota las mordisqueaba con sus dientes veloces y se pasaba el resto del día inmóvil en un rinconcito de la jaula. Una mañana, apareció muerto, al igual que la tortuguita, los dos ratoncitos blancos y los insectos palo que lo habían precedido. Qué lección debíamos sacar de tan alta tasa de mortalidad era un tema que no se trataba en clase.

La respuesta a por qué tenía delante de las narices un plato de queso de cabra con canónigos era más sencilla de lo que podría suponerse a primera vista. Cuando vinieron a tomar nota de los entrantes, fui el último en escoger. Previamente, no habíamos comentado lo que iba a pedir cada uno, o quizá sí lo hicimos y yo no me percaté. El caso es que me había decidido por el vitello tonnato, pero, para mi espanto, la elección de Babette recayó en el mismo plato.

Hasta ahí no pasaba nada, podía cambiar rápidamente a mi segunda opción: las ostras. Pero en penúltimo lugar, justo después de Claire, le tocó a Serge. Y cuando Serge pidió ostras, me puso en un brete. No quería pedir un entrante ya pedido por otro, pero pedir lo mismo que mi hermano estaba absolutamente descartado. En un plano puramente teórico podría haber vuelto al vitello tonnato, pero eso sólo en un plano puramente teórico. No quedaba bien, pues parecería que yo no fuera lo bastante original para pedir un entrante propio al cien por cien, y además, a ojos de Serge, incurriría en la sospecha de querer urdir un pacto con su esposa. Cosa que era cierta, sólo que no debía suceder tan abiertamente.

Ya había cerrado la carta y la había dejado junto al plato, pero entonces la abrí de nuevo. Deslicé la vista por los entrantes a toda prisa, simulé una mirada pensativa, como buscando el plato elegido para señalárselo al maître, pero por supuesto era demasiado tarde.

—¿Y para usted, señor? —preguntó él.

—El queso de cabra fundido con canónigos —dije. Me salió demasiado fluido, demasiado perentorio para resultar creíble. Para Serge y Babette no pasaba nada anormal, pero al otro lado de la mesa vi el estupor en el rostro de Claire.

¿Me protegería de mí mismo? ¿Me diría: «Pero si el queso de cabra no te gusta nada...»? No estaba seguro. En aquel momento había demasiadas miradas apuntándome para hacerle un gesto negativo con la cabeza, pero no podía arriesgarme. Así que dije:

—He oído que el queso de cabra procede de una granja de esas para niños. De cabritas que están siempre al aire libre.

Por fin, después de explayarse acerca de todos los detalles del vitello tonnato de Babette, un vitello tonnato que en un mundo ideal habría sido mío, el maître se alejó y pudimos reanudar nuestra conversación. Aunque «reanudar», no es la palabra más adecuada, dado que ninguno de nosotros parecía tener la menor idea de qué estábamos hablando antes de la llegada de los entrantes. Es algo que en los llamados restaurantes selectos sucede más a menudo de lo deseable: uno acaba perdiendo completamente el hilo de la conversación por culpa de tantas interrupciones, como la exhaustiva explicación sobre todos y cada uno de los piñones que tienes en el plato, el eterno acto de descorchar la botella y la manía de llenarte continuamente las copas tanto si lo pides como si no.

Sobre esto último quiero decir lo siguiente: he viajado y he visitado restaurantes de muchos países, y en ningún otro lugar —y lo digo literalmente— te sirven vino sin que lo pidas. En esos países lo consideran de mala educación. Sólo en Holanda se pasan por tu mesa cada dos por tres y no se limitan a servirte, sino que además dirigen miradas pensativas a la botella cuando ésta amenaza con quedar vacía. «¿No va siendo hora de que pidan otra?», se lee en esas miradas. Conozco a alguien, un viejo amigo, que trabajó bastante tiempo en restaurantes de lujo neerlandeses. En una ocasión, me contó que, en realidad, toda la táctica tiene como objetivo hacer pasar por el gaznate del cliente tanto vino como sea posible, un vino que en la carta marcan a un precio al menos siete veces superior al que le pagan al importador, y por eso dejan pasar también tanto rato entre el entrante y el segundo plato. El objetivo es que la gente acabe pidiendo más vino de puro aburrimiento, para matar el tiempo. Por regla general, suelen ir bastante rápido con los entrantes, decía mi amigo, si no, la gente empieza a quejarse y dar la lata y concluyen que se han equivocado de restaurante; pero entre el entrante y el segundo ya han bebido lo suficiente para no darse cuenta del tiempo que pasa. Conocía casos en que el plato ya llevaba mucho rato listo, pero, mientras los comensales no empezasen a protestar, la comida seguía en la cocina; sólo cuando la conversación cesaba y los clientes empezaban a pasear la vista por el comedor, se apresuraban a calentar los platos en el microondas.

¿De qué estábamos hablando antes de que nos trajesen los entrantes? No es que mereciese mucho la pena, seguro que no tenía demasiada importancia, pero precisamente por eso resultaba irritante. Sabía bien lo que se había dicho entre la pifia con el corcho y el momento de pedir la comida, pero no guardaba el menor recuerdo de lo que había precedido la llegada de los platos.

Babette se había apuntado a un nuevo gimnasio, hablamos de ello durante un rato: del peso, la necesidad de hacer ejercicio y qué deporte le iba mejor a cada uno. A Claire le interesaba lo del gimnasio y Serge había declarado que él no soportaba la música machacona que ponían en la mayor parte de esos centros. Por eso había empezado a practicar footing, dijo, para estar un rato a solas, corriendo al aire libre, como si esa idea fuese de su cosecha. Se había olvidado muy oportunamente de que yo llevaba años saliendo a correr y que él jamás había desaprovechado una ocasión de hacer comentarios jocosos sobre «los trotecillos de mi hermano menor».

Sí, habíamos estado hablando de eso, demasiado rato para mi gusto, pero era un tema inofensivo, un comienzo nada inusual para una cena normal. Pero después... que me aspen si lo sé. Miré a Serge, a mi esposa y por último a Babette. En ese instante, mi cuñada pinchaba con el tenedor una loncha de vitello tonnato; la cortó a trocitos y se la llevó a la boca.

—Ay, ya no recuerdo dónde nos habíamos quedado —dijo, deteniendo el tenedor justo delante de su boca abierta—. ¿Al final fuisteis a ver la última de Woody Allen o no?;

10

Me parece un signo de debilidad que la conversación se decante demasiado pronto hacia las películas. Me refiero a que las películas son más bien algo para acabar la velada, cuando verdaderamente ya no queda mucho que decir. No sé muy bien por qué, pero siempre noto un vacío en el estómago cuando la gente empieza a hablar de películas; como cuando está anocheciendo y tú acabas de levantarte.

Lo peor es cuando te cuentan la película de cabo a rabo con todo detalle. Ves que se ponen cómodos y se pasan tranquilamente un cuarto de hora hablando; un cuarto de hora por película, quiero decir. Les trae sin cuidado que tengas la intención de ir a ver el filme en cuestión o que ya lo hayas visto; pasan por alto esa nimiedad, inmersos como están en la primera escena. Al principio, finges algo de interés por cortesía, pero pronto renuncias a la cortesía y te pones a bostezar ostensiblemente, a mirar el techo y a removerte en la silla. No escatimas esfuerzos para conseguir que el charlatán cierre la boca de una vez, pero no sirve de nada, ya se halla demasiado lejos para percibir esas señales; en realidad, son adictos a sí mismos y a sus propias chorradas sobre cine.

Creo que mi hermano fue el primero en sacar a colación el último trabajo de Woody Allen.

—Una obra maestra —dictaminó, sin informarse antes de si nosotros (esto es, Claire y yo) también la habíamos visto. Babette asintió con vehemencia. Habían ido a verla el fin de semana anterior y por una vez los dos parecían estar de acuerdo.

—Una obra maestra —confirmó ella—. De verdad, tenéis que ir a verla.

Claire dijo que ya habíamos ido.

—Hace ya dos meses —precisé, lo que de hecho era una información superflua, pero tenía ganas de decirlo; no iba dirigida a Babette sino a mi hermano, para que viese que andaba bastante atrasado con sus obras maestras.

En ese instante, llegaron varias chicas con delantales negros a servirnos los entrantes, seguidas del maître y su meñique, y perdimos el hilo de la conversación, hasta que Babette lo retomó al preguntarnos si al final habíamos visto la última de Woody Allen o no.

—Me pareció una película fantástica —dijo Claire mientras bañaba un «tomate secado al sol» en un pequeño charco de aceite de oliva y se lo llevaba a la boca—. Incluso a Paul le gustó. ¿Verdad, Paul?

Eso sí lo hace Claire a menudo: involucrarme en algún asunto de tal manera que no me deja escapatoria. Ahora los demás sabían que me había gustado, y ese «incluso a Paul» equivalía a «incluso a Paul, al que por lo general no le gusta ninguna película y menos aún si es de Woody Allen». Serge me miró; todavía tenía algo del entrante en la boca, estaba masticando, pero eso no le impidió dirigirme la palabra.

—Una obra maestra, ¿a que sí? No, en serio, es fantástica. —Siguió masticando y tragó—. Y esa Scarlett Johansson, me puede traer el desayuno cuando quiera. ¡Menuda tía!

Oír que una película que a ti te ha parecido razonablemente buena es calificada de obra maestra por tu hermano mayor es como tener que ponerte su ropa usada: la ropa usada que a él ya le ha quedado pequeña, pero desde tu perspectiva lo más importante es que está usada. Mis opciones eran limitadas: por una parte, convenir en que la película de Woody Allen era una obra maestra equivaldría a ponerse la ropa usada, y por tanto quedaba totalmente descartado; por la otra, no existía un grado superlativo para «obra maestra», como mucho, podría intentar demostrar que Serge no había entendido la película, que le parecía una obra maestra por las razones equivocadas, pero eso significaría darle vueltas y más vueltas al tema, demasiado evidentes para Claire y probablemente también para Babette.

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