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Authors: Herman Koch

La cena (3 page)

—Serge Lohman, la mesa junto al jardín.

La chica levantó la cabeza del libro y me miró.

—Pero usted no es el señor Lohman —dijo sin pestañear.

En aquel momento lo maldije todo: el restaurante, las chicas de los delantales negros, la velada arruinada de antemano, pero sobre todo maldije a Serge, que, en definitiva, era quien más había insistido en aquella cena, una cena a la que ni siquiera tenía la decencia de llegar puntual. Como tampoco llegaba puntual a cualquier otra parte; también en los auditorios de provincia la gente siempre tenía que esperarlo. El atareadísimo Serge Lohman debía de haberse retrasado un poco, la reunión se había alargado más de lo previsto y ahora estaba en un atasco; no conducía él mismo, claro, conducir era una pérdida de tiempo para alguien de su talento; conducía un chofer para que, de ese modo, Serge pudiese emplear su valioso tiempo en revisar temas más importantes.

—Desde luego que sí —repuse—. Mi nombre es Lohman.

Miré fijamente a la chica, que esta vez sí pestañeó, y me dispuse a pronunciar la frase siguiente. Había llegado el momento de adjudicarme la victoria, aunque se tratase de una victoria con sabor a derrota.

—Soy su hermano —dije.

5

—Hoy el aperitivo de la casa es champán rosado.

El maître —o el encargado, el director del local, el anfitrión, el jefe de comedor o como se llame al tipo en cuestión en esa clase de restaurantes— no llevaba un delantal negro sino un terno. Un traje verde claro de tres piezas con finas rayas azules; del bolsillo de la americana asomaba un pañuelo asimismo azul.

Tenía una voz suave, demasiado suave, que apenas se elevaba por encima del rumor del comedor. La acústica era mala, nos habíamos dado cuenta al sentarnos a nuestra mesa (¡junto al jardín!, había acertado); teníamos que hablar más alto de lo normal, o de lo contrario las palabras salían volando hacia el techo acristalado, mucho más alto que en otros restaurantes. Absurdamente alto, podría decirse, de no ser porque la altura estaba estrechamente relacionada con la anterior función del edificio: me parecía haber leído en alguna parte que había sido una fábrica de leche, o una estación de bombeo de alcantarillas.

El maître señalaba con el meñique algo que había sobre nuestra mesa. El cirio, pensé al principio —en lugar de una vela, o varias, todas las mesas tenían un cirio—, pero el meñique apuntaba al platito de aceitunas que, al parecer, él mismo acababa de dejar allí. O al menos yo no recordaba haberlo visto cuando retiró las sillas para que nos sentásemos. ¿Cuándo había puesto aquel platito? Me invadió una fugaz pero intensa sensación de pánico. Últimamente me sucedía cada vez más a menudo que, de pronto, desaparecieran jirones, retazos de tiempo, instantes vacíos durante los que, al parecer, mi mente estaba en otra parte.

—Aceitunas griegas, del Peloponeso, ligeramente aliñadas con la primera cosecha de aceite de oliva virgen del norte de Cerdeña y rematadas con romero de...

Mientras pronunciaba esta frase, el maître se había inclinado un poco más hacia nuestra mesa, pero aun así sus palabras apenas eran inteligibles; de hecho, el final de la frase se perdió por completo, de modo que no se nos reveló el origen del romero. Bueno, a mí me traía sin cuidado que se me privara de aquella información, por mí como si el romero procedía de la región del Ruhr o de las Árdenas; pero no hacía falta tanto rollo por un simple platito de olivas, y no me dio la gana de que se saliera con la suya por las buenas.

Y encima lo del meñique. ¿Por qué señalaba con el meñique? ¿Era más elegante? ¿Hacía juego con el traje de rayitas azules? ¿O es que el hombre tenía algo que ocultar? No había forma de verle los otros dedos, los tenía todo el rato doblados hacia la palma y quedaban fuera de la vista. Quizá tuviese algún eccema o síntomas de una enfermedad incurable.

—¿Rematadas?

—Sí, rematadas con romero. Rematadas quiere decir...;

—Sé lo que quiere decir —repliqué secamente y quizá también demasiado alto, pues el hombre y la mujer de la mesa de al lado interrumpieron su conversación y nos miraron: un hombre con una barba enorme que casi le cubría toda la cara, y una mujer demasiado joven para él, que debía de rondar los treinta; su segunda esposa, pensé, o un ligue de una noche al que intenta impresionar trayéndola a un restaurante como éste—. Ya sé que no significa que las aceitunas hayan sido rematadas en el sentido de «asesinadas» o «abatidas a balazos» —continué, bajando un poco el tono. Con el rabillo del ojo, vi que Claire había desviado la cabeza y miraba hacia fuera. No era un buen comienzo; la velada ya estaba arruinada de antemano y yo no debía arruinarla todavía más, y aún menos para mi esposa.

Pero entonces, el maître hizo algo con lo que yo no contaba: había esperado que se le abriera la boca de par en par, que empezara a temblarle el labio inferior y quizá que le subiesen los colores, y que, a continuación, balbuceara vagas excusas (algo que le obligasen a decir, un código de conducta para los clientes impertinentes y maleducados), pero se echó a reír. Y con una risa franca, no una risita fingida o de circunstancias.

—Le ruego me disculpe —dijo, llevándose la mano a la boca, con los dedos doblados aún hacia la palma como cuando señalaba las aceitunas, sólo el meñique seguía sobresaliendo—. Nunca se me había ocurrido verlo así.

6

—¿A qué viene ese traje? —le comenté a Claire después de que hubiésemos pedido el aperitivo de la casa y el maître se hubiese alejado de nuestra mesa.

Ella alargó la mano y me acarició la mejilla.;

—Querido...

—No, en serio, me parece raro, está claro que es algo premeditado. No irás a decirme que no es premeditado...;

Mi esposa me dedicó una sonrisa adorable, la clase de sonrisa que siempre me dedicaba cuando creía que me estaba exaltando por nada, y significaba que mi exaltación le parecía como mucho divertida, pero que no creyera yo ni por un segundo que iba a tomársela en serio.

—Y encima este cirio —proseguí—. ¿Por qué no un osito de peluche? ¿O una marcha silenciosa?

Claire cogió una oliva del Peloponeso y se la metió en la boca.

—Mmmm —dijo—. Deliciosa. Lástima que se note que el romero no ha tenido mucho sol.

Entonces fui yo quien le sonrió a ella; el romero —nos había seguido contando el maître— era de «cosecha propia» y provenía de un invernadero acristalado que había detrás del restaurante.

—¿Te has fijado en que todo el rato señala con el meñique? —añadí mientras abría la carta.

En realidad, mi primera intención había sido mirar los precios de los platos. Los precios en los restaurantes como ése siempre me han fascinado enormemente. Debo apuntar aquí que no soy tacaño por naturaleza, al contrario; no es que no me importe el dinero, pero estoy a años luz de la gente que considera una lástima «tirar el dinero» yendo a comer a un restaurante, cuando «si cocinas en casa, a menudo comes mucho mejor». No, esa gente no entiende nada de nada, ni sobre comida ni sobre restaurantes.

Mi fascinación es algo distinto, tiene que ver con lo que, para entendernos, llamaré la distancia infranqueable entre el plato y el precio que te va a costar: como si esas dos magnitudes —el dinero por una parte y la comida por la otra— no guardasen relación entre sí, como si existieran en dos mundos separados y paralelos y, en cualquier caso, nunca debieran aparecer juntas en una carta.

Así que pretendía leer los nombres de los platos y a continuación los precios correspondientes, pero mi vista se desvió hacia algo que había en la página izquierda del menú.

Miré, miré otra vez, y después escruté el restaurante en busca del traje del maître.

—¿Qué pasa? —preguntó Claire.;

—¿Sabes lo que pone aquí?

Ella me dirigió una mirada interrogativa.;

—Aquí pone: «Aperitivo de la casa, diez euros.»;

—¿Sí?

—¿No te parece raro? Ese hombre nos dice: «Hoy el aperitivo de la casa es champán rosado.» ¿Qué piensas, entonces? Pues que te están ofreciendo el dichoso champán rosado gratis, ¿o soy yo quien no se entera? Si te ofrecen algo de la casa es que te lo dan, ¿no? «¿Podemos ofrecerle algo más de la casa?» En ese caso, no te cuesta diez euros, sino nada.

—No, espera un momento, no siempre es así. Si en la carta pone «bistec à la maison», o sea bistec de la casa, sólo quiere decir que ha sido preparado según la receta de la casa. No, no es un buen ejemplo... ¡El vino de la casa! Que el vino sea de la casa no quiere decir que te lo vayan a dar gratis.

—Vale, vale, eso es evidente. Pero aquí se trata de otra cosa. Sin darte tiempo para mirar la carta, alguien con un traje de tres piezas retira las sillas para que tomes asiento, te pone un platito de olivas delante de las narices y a continuación te dice algo sobre el aperitivo de la casa de hoy. Eso es algo que, como mínimo, se presta a confusión, ¿no? Parece que te lo estén regalando, no que te vayan a cobrar diez euros por él, ¿no? ¡Diez euros! ¡Diez! Démosle la vuelta: ¿habríamos pedido una copa de este soso champán rosado de la casa si antes hubiéramos visto en la carta que costaba diez euros?

—No.

—Pues a eso me refiero, a que te dan el timo con el rollo «de la casa».

—Ya.

Miré a mi esposa, pero ella me devolvió la mirada muy seria.

—No, no te estoy tomando el pelo —dijo—. Tienes toda la razón. No es lo mismo que el bistec de la casa o el vino de la casa. Ya te entiendo, y es raro, sí. Es como si lo hiciesen expresamente, para ver si picas.

—Sí, ¿verdad?

Me volví y a lo lejos atisbé el traje de tres piezas entrando apresuradamente en la cocina; le hice una señal con la mano, pero sólo la advirtió una de las chicas de delantal negro, que se acercó con presteza a nuestra mesa.

—Escucha una cosa —le dije, poniéndole la carta delante, y miré fugazmente a Claire (en busca de apoyo, amor o, por lo menos, una mirada de comprensión: a nosotros no nos tomaban el pelo con el aperitivo ese de la casa), pero ella tenía la vista clavada en un punto situado a mis espaldas: el punto donde yo sabía que se hallaba la entrada del restaurante.

—Ya están aquí —dijo.

7

Normalmente, Claire siempre se sienta de cara a la pared, pero esa noche lo habíamos hecho al revés.

—No, no, siéntate tú ahí por una vez —le había dicho yo cuando el maître retiró las sillas y ella hizo ademán de sentarse de cara al jardín sin pensarlo.

Por lo general, yo me siento de espaldas al jardín (o la pared, o la cocina abierta) por la sencilla razón de que me gusta verlo todo. Claire siempre se sacrifica. Sabe que a mí las paredes o los jardines no me dicen nada, que prefiero mirar a la gente.

—No pasa nada —repuso ella mientras el maître esperaba educadamente con las manos en el respaldo de la silla, la silla con vistas al restaurante que había retirado, en principio, para que se sentara mi esposa—. A ti te gusta más este sitio.

Claire no sólo se sacrifica por mí. Hay algo en ella, una especie de paz o riqueza interior, que hace que se contente con las paredes y las cocinas abiertas. O, como en este caso, con un poco de césped y un sendero de guijarros, un estanque rectangular y algunos setos al otro lado del ventanal que iba desde el techo acristalado hasta el suelo. Más allá, debía de haber árboles, pero la combinación de la oscuridad creciente y el reflejo en el cristal los hacía indistinguibles.

A ella le basta con ver eso, eso y mi cara.

—Esta noche no —insistí. Esta noche sólo quiero verte a ti, quise añadir, pero no tenía ganas de que lo oyera el maître del traje a rayas.

Aparte de mi deseo de aferrarme al rostro familiar de mi esposa estaba el hecho, no menos importante, de que eso me permitía ahorrarme en gran medida la entrada de mi hermano: el revuelo en la puerta, la previsible actitud servil del maître y las chicas de negro, las reacciones de los comensales... Pero, cuando llegó el momento, acabé volviéndome para mirar.

Naturalmente, todo el mundo reparó en la entrada del matrimonio Lohman, podría decirse incluso que se produjo un pequeño tumulto en las proximidades del atril: nada me nos que tres chicas con delantales negros salieron a atender a Serge y Babette, el maître se mantuvo cerca del atril y apareció alguien más: un hombrecillo de pelo cano cortado al cepillo, que no vestía traje ni iba íntegramente de negro, sino con vaqueros y un jersey blanco de cuello vuelto, en quien creí adivinar al propietario del restaurante.

Sí, en efecto, era el propietario, pues se adelantó para estrecharles la mano a Serge y Babette. «Allí me conocen», me había dicho Serge unos días antes. Conocía al hombre del jersey blanco, alguien que no abandonaba su puesto en la cocina por cualquiera.

Pero los clientes aparentaron que no sucedía nada, probablemente la etiqueta de un restaurante donde el aperitivo de la casa costaba diez euros exigía no mostrar abiertamente que se reconocía a alguien. Parecía que se hubiesen inclinado unos centímetros más sobre sus platos, o que todos se esforzaran a la vez por seguir muy enfrascados en sus conversaciones y evitar a toda costa el silencio, pues también el rumor general aumentó perceptiblemente. Y mientras el maître (el jersey blanco había vuelto a desaparecer en la cocina) guiaba a Serge y Babette entre las mesas, en el salón se produjo un movimiento casi imperceptible: una súbita brisa sobre la tersa superficie de un estanque, una ráfaga de viento en un campo de maíz, nada más.

Serge lucía una amplia sonrisa y se frotaba las manos, mientras que Babette se rezagaba un poco. A juzgar por sus pasitos cortos y rápidos, llevaba unos tacones demasiado altos para seguirle el paso.

—¡Claire! —Serge alargó los brazos hacia ella; mi esposa ya se había medio levantado de la silla y se besaron tres veces en las mejillas.

No había más remedio que ponerse también de pie: permanecer sentado exigiría demasiadas explicaciones.;

—Babette... —dije, cogiéndola por el codo.

Di por supuesto que para los tres besos obligados se limitaría a poner la mejilla contra la mía y besar al aire, pero sentí la suave presión de su boca, primero en una mejilla y luego en la otra; por último, presionó los labios, no, no contra mi boca, pero sí justo al lado. Peligrosamente cerca de mi boca, podríamos decir. Después nos miramos; como de costumbre, llevaba gafas, quizá un modelo distinto del de la vez anterior, al menos, yo no recordaba haberla visto con unas gafas de cristales tan oscuros.

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