Después de una noche de descanso en la cómoda vivienda en compañía de las imágenes trágicas que decoran las paredes de la habitación, la claridad del día me permite hacer un reconocimiento de la villa, la cual es pequeña, pues sólo tiene quince o veinte calles, y revela un perfecto orden municipal. Ya quisieran nuestras presumidas capitales del Mediodía tener una administración local que se asemejase a la de aquella poblacioncita semioculta en un rincón de Inglaterra. Los servicios municipales son allí tan esmerados como en los mejores barrios de Londres. Basta dar por las calles de Stratford un paseo, en el cual no se emplea más de media hora, para comprender que nos hallamos en un pueblo donde las leyes reciben el apoyo y la sanción augusta de las costumbres. La cultura urbana tiende a la uniformidad, y bajo su poderoso influjo hasta las más remotas aldeas toman las apariencias de ciudades coquetonas. En Stratford se encuentran tiendas tan bellas como las de Londres, y el vecindario que discurre por las calles tiene el aspecto de la burguesía londinense. Por ninguna parte se ven los cuadros de miseria que suelen hallarse en las ciudades industriales, ni las turbas de chiquillos haraposos, tiznados y descalzos que pululan en los docks de Liverpool o en el Quayside de Newcastle. El bienestar, la comodidad, la medianía placentera y sin pretensiones, se revelan en las calles de Stratford. Es algo como el olor de la ropa planchada, que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía que se resuelven en positiva riqueza.
En una de las principales y más espaciosas calles, contrastando con los edificios modernos hay una casa de estructura normanda, con ensamblajes de madera ennegrecida por el tiempo. Parece una gran cabaña, de las que actualmente se construyen en los jardines con troncos sin descortezar. Es de dos pisos de poca elevación, y tiene un cobertizo de madera que sombrea y ampara la puerta, junto a la cual pende un llamador de alambre terminado en argolla. El cartel allí fijado dice al visitante que llame si quiere entrar. Llamo, y me abre un señor muy atento, bien vestido. Es el guardián del edificio. ¡Parece mentira que de tan sencillo modo entre uno en la casa natal de Guillermo Shakespeare!
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mitiré la historia jurídica de este que podremos llamar monumento, y las diferentes transmisiones que sufrió como inmueble desde 1574, en que la compró John Shakespeare por la suma de cuarenta libras, hasta 1847, en que fue adquirida por los Comités de Stratford y Londres, y declarada patrimonio nacional.
Consta de dos pisos, y las habitaciones de ambos han sido restauradas con refinada inteligencia, procurándose que conserven el aspecto y carácter que debieron tener en tiempo del grande hombre. En el piso bajo está la cocina, con su inmensa chimenea de campana, en la cual subsisten los ganchos de que se colgaba la carne para ahumarla. A un lado y otro hay dos asientos o poyos de mampostería. El conserje permite a los visitantes sentarse en ellos, y cuantos hemos tenido la dicha de penetrar en aquel lugar, que no vacilo en llamar augusto, nos hemos sentado un ratito en donde el dramaturgo pasaba largas horas de las noches de invierno contemplando las llamas del hogar, que, sin duda, evocaban en su ardiente fantasía las imágenes que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada por ningún mortal.
Vetusta escalera conduce al piso alto, donde está la habitación en que nació Guillermo. En ella se ven sillas de la época, un pupitre y otros muebles. El testero de la calle es una gran ventana de vidrios verdosos, en los cuales no hay una pulgada de superficie que no esté rayada al diamante por las infinitas firmas de personas que han visitado la estancia. Destácanse en aquel laberinto de rayas los nombres de Walter Scott, Dickens, Goethe, Byron y otras celebridades. Las paredes están asimismo cubiertas de nombres.
En otra pieza que da al jardín se ve el célebre retrato, que pasa por auténtico, si bien su autenticidad, diga lo que quiera la inscripción que lo acompaña, no aparece completamente probada. Su semejanza con el busto de Trinity Church, de que hablaré después, es grande; Pero encuentro en el busto mayor belleza y más fiel expresión de vida. Como pintura, el retrato es mediano.
Junto a la casa se ha construido un edificio en el mismo tipo de arquitectura, destinado a museo shakesperiano. Mil curiosidades, objetos diversos, documentos, cartas, grabados que se relacionan más o menos claramente con la vida del dramaturgo, se muestran allí perfectamente ordenados.
Lo que más atrae la atención es la carpeta que se dice fue usada por Shakespeare cuando recibió la primera enseñanza en Grammar School, las célebres cartas de Quincy, los originales de los contratos que el poeta celebró con empresas teatrales, ejemplares de las primeras ediciones de sus dramas, un anillo marcado con las iniciales W. S., copas y otros utensilios domésticos, armas, libros y papeles varios. El museo es interesante, y revela un extraordinario grado de cultura; pero como impresión de la existencia del autor de Hamlet es mucho más honda la que se recibe sentándose en el poyo de la cocina, bajo la enorme campana de la chimenea. Ambos edificios, la casa natural y el anejo, son cuidados y conservados con diligente esmero. En ellos no se enciende fuego ni de noche ni de día, para evitar el peligro de un incendio en aquel viejo maderamen, ennegrecido y resecado por el tiempo. En un jardín contiguo se cultivan las flores y arbustos más comúnmente citados por el poeta en sus inmortales escenas y sonetos. La peregrinación a la casa natal aumenta cada día. El número de visitantes, según consta en los libros de firmas, ascendió el último año a diecisiete mil.
De Hensley Street pasamos a New Place, donde estuvo la casa en que murió Guillermo. En ella habitó los últimos diecinueve años do su vida y escribió algunos de sus dramas, probablemente Julio César, Antonio y Cleopatra, Macbeth, y todos los del cuarto período. En el extenso jardín de la casa de New Place plantó Guillermo un moral. Árbol y casa fueron destruidos bárbaramente a mediados del pasado siglo por el poseedor de la finca, Sir F. Gastrell, cuyo nombre ha pasado a la posteridad por este acto de salvajismo. Para consumarlo no tuvo más motivo que las continuas molestias que le daban los visitantes. La madera del moral fue conservada por algunos industriales, que se dieron a fabricar objetos y a expenderlos. Pero el número de baratijas del árbol shakespeariano llegó a ser tan considerable, que debemos suponer entró en su confección, no un árbol, sino un bosque entero. La casa no tardó en ser derribada también, y de ella sólo quedan informes cimientos. La que en su lugar existe contiene otro museo, menos interesante que el de Hensley Street. El jardín, esmeradamente cuidado, es amenísimo, delicioso, lleno de la memoria, y de las huellas, y de la sombra de aquel a quien Ben Jonson llamó «alma del siglo, asombro de la escena».
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ero lo más interesante de Stratford es la iglesia, Holy Trinity Church, sepultura del poeta y de su mujer. Honor insigne para un país es guardar los restos de sus hombres eminentes. Nuestra incuria nos impide vanagloriarnos de esto, y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios humanos que contiene la fosa común. Téngase en cuenta que Shakespeare disfrutó en vida de fama resplandeciente; que sus contemporáneos le estimaron en lo que valía; que poseyó cuantiosos bienes de fortuna, y que su familia pudo y supo cuidar de la conservación de sus cenizas venerables.
La iglesia parroquial de Stratford es bellísima, ojival, del tipo normando en su mayor parte, pequeña si se la compara con las catedrales españolas y aun con las inglesas, grande en proporción de los templos parroquiales de todos los países. Antes del cisma fue colegiata, con un coro de quince canónigos. Consta de una gran nave con crucero, y otras dos colaterales pequeñas, y sobre el crucero se alza la torre del siglo XVI, construcción aérea y elegantísima. El interior no ofrece la desnudez fría de los templos protestantes. Parece una iglesia católica, sobre todo en el presbiterio, lo más hermoso de este ilustre monumento. Las rasgadas ventanas del estilo inglés perpendicular, los pintados vidrios que las decoran, el altar con gallardas esculturas, la sillería de tallado nogal, los púlpitos, los sepulcros, ofrecen un conjunto de extraordinaria belleza y poesía. Al penetrar en el santuario, todas las miradas buscan el monumento del altísimo poeta en la pared norte del presbiterio, en el lado del Evangelio. Es propiamente un retablo, y quien no supiera qué imagen es aquella, la tomaría por efigie de un santo allí colocado para que le adoraran los fieles.
Consta de un sencillo cuerpo arquitectónico, grecorromano: dos columnas sostienen un cornisamento con guardapolvo, que ostenta en el copete las armas de Shakespeare; en el centro el busto, imagen de medio cuerpo y de tamaño natural. A primera vista se tomaría el monumento por una ventana, en la cual estuviera asomada la figura, viéndosela de la cintura arriba. Los brazos caen con naturalidad sobre un cojín. La mano derecha tiene una pluma, y la izquierda se apoya abierta sobre un papel. El color aplicado a la tallada piedra da a la escultura una viva impresión del natural. La cara es grave, la mirada algo atónita, la expresión noble, la frente majestuosa, el traje sencillo y elegante, ropilla de paño negro y valona sin pliegues.
Imposible apartar los ojos de aquella imagen, en que por un efecto de fascinación, propio del lugar, creemos ver vivo al dramático insigne, y con la palabra en los labios. En el plinto se lee la siguiente inscripción, que por tratarse de quien se trata no resulta todo lo enfática que en otro lugar parecería:
JUDICIO PYLIEM, GENIO SOCRATEM, ARTE MARONEM, TERRA TEGIT, POPULUS MŒRET, OLYMPUS HABET.
Está bien claro el texto latino, y no necesita traducción. Sólo debe indicarse que Pylium es Numa Pompilio, y que la palabra Socratem se considera equivocación del grabador, a quien sin duda mandaron poner Sophoclem.
Debajo de la inscripción latina hay seis versos ingleses, que literalmente traducidos dicen:
Al pie del monumento está la lápida que cubre los restos del más grande hijo de Inglaterra. La inscripción, compuesta por él mismo, según creencia tradicional, es de un vigor que claramente acusa la soberana mente del poeta. La traducción más aceptable que de ella puede hacerse, expresando el pensamiento de modo que la fidelidad perjudique lo menos posible a la energía, es esta:
Cerca del sepulcro de Guillermo está el de su mujer, Ana Hathaway, que le sobrevivió siete años, a pesar de ser más vieja que él. Dieciocho años y medio tenía el poeta cuando se casó, y su mujer veinticinco. También yace allí Susana, la hija mayor. Además de Susana, nacieron de aquel matrimonio dos gemelos, llamados Hamlet y Judit.
El monumento que he descrito y la piedra sepulcral que cubre los huesos del autor de Otelo absorben por completo la atención en el presbiterio de Trinity Church. Las hermosas vidrieras, el altar y las graciosas líneas de aquella arquitectura, quedan ante el espíritu del visitante en lugar secundario. Luego se advierte que hay en todo perfectísima armonía; que el gallardo templo es digno de encerrar la memoria y los restos mortales del primer dramático del mundo, y que en aquel noble recinto parece dormir su genio con un reposo que no es el de la muerte. Toda persona espiritual ha de sentir en semejante sitio emociones profundísimas, imaginando que conoce a Shakespeare y ha de connaturalizarse con él más íntimamente que leyendo sus obras.
Resulta una impresión mística, una comunicación espiritual como las que en el orden religioso produce la exaltación devota frente a los misterios sagrados o las reliquias veneradas. El entusiasmo literario y la fanática admiración que las obras de un superior ingenio despiertan en nosotros llegan a tomar en tal sitio y ante aquella tumba el carácter de fervor religioso que aviva nuestra imaginación, sutiliza y trastorna nuestros sentidos, nos lleva a compenetrarnos con el espíritu del ser allí representado, y a sentirle dentro de nosotros mismos, cual si lo absorbiéramos por misteriosa comunión.
Para recorrer todo lo antiguo que conserva las huellas de Shakespeare nos falta visitar Grammar School, donde recibió la primera enseñanza. El aula se conserva sin variación desde aquellos tiempos, y su arquitectura tiene el mismo carácter que la casa natal y otras que en la ciudad subsisten. Inmediata a la escuela hállase Guildhall, donde, si no miente la tradición, daban sus funciones dramáticas los cómicos errantes que alguna vez llegaban a Stratford. Supónese que allí vio Guillermo las primeras representaciones escénicas que despertaron su genio creador, y allí aprendió los rudimentos del arte histriónico, en el cual descolló también, aunque no tanto como en el de la creación poética.
Los monumentos modernos consagrados a la memoria de Shakespeare son dos; la Clock Tower, o torre del reloj, construcción de estilo gótico, más severa que elegante y de proporciones no muy grandiosas, y el Shakespeare Memorial, edificio complejo, situado a orillas del Avon, y en el cual se quiso hermanar lo útil a lo agradable. El primero de estos monumentos fue construido a expensas de un generoso americano, que quiso, como vulgarmente se dice, matar dos pájaros de un tiro: honrar el nombre de Shakespeare y perpetuar la memoria del jubileo de la reina Victoria. No se ve claramente la paridad entre ambas ideas; pero el patriotismo sajón es tan extensivo, que fácilmente abarca y sintetiza todos los sentimientos de que se enorgullece la raza. A mayor abundamiento, la Clock Tower representa también la fraternidad entre Norteamérica y la madre Albión, y para este sentimiento hay allí símbolos que el artista ha sabido hermanar con la iconografía shakespeariana y con el busto de la emperatriz de las Indias.