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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico

La casa de Shakespeare (2 page)

La última vez que visité la Abadía vi en el suelo del Rincón de los poetas una sepultura reciente; en ella, trazado al parecer con carácter provisional, leí esta inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como éste fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con cierto arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado. En mi aprendizaje literario, cuando aún no había salido yo de mi mocedad petulante, apenas devorada La comedia humana, de Balzac, me aplique con loco afán a la copiosa obra de Dickens. Para un periódico de Madrid traduje el Pickwick, donosa sátira, inspirada, sin duda, en la lectura del Quijote. Dickens la escribió cuando aún era un jovenzuelo, y con ella adquirió gran crédito y fama. Depositando la flor de mi adoración sobre esta gloriosa tumba, me retiro del panteón de Westminster… Quisiera dar un vistazo al Museo de Pintura: pero es muy tarde y este capítulo es demasiado largo. Quédese para un día próximo el tratar de lo que me sugiere mi caprichosa memoria.

Benito Pérez Galdós por Manuel Alcorlo (carbón y sanguina. 143 x 104 cms.)

I
¿Por dónde voy a Stratford?
La estación de Birmingham

E
n cuantas visitas hice a Inglaterra me atormentaron las ansias de ver la gloriosa villa de Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Una vez por falta de tiempo, otra por rigores del clima, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año (1889). Por fin, en septiembre último, pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde está la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que despierte emociones tan hondas, contribuyendo a ello no sólo la majestad literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparable de la localidad. Si en Inglaterra es Stratford un lugar de romería fervorosa, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes he visto que la mayor parte de los nombres son ingleses y norteamericanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.

Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aun hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas. No conozco confusión semejante a la del viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el Bradshaw, o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más directo y rápido para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña. El libro de los Vedas es un modelo de claridad en comparación del voluminoso Bradshaw. Si quisiéramos dirigirnos por cualquiera de las tres grandes líneas o redes que, partiendo de Londres, cruzan toda la isla, a saber: el North Western, el Midland y el Great Northern, la tarea no es en extremo difícil; pero si intentamos buscar direcciones transversales por las infinitas ramas que enlazan estas líneas unas con otras y con las secundarias, vale más renunciar al estudio previo del camino y entregarse a las peripecias de un viaje de aventuras, y a la buena fe de los empleados del ferrocarril.

Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las compañías antes citadas, y además las del Great Western y Great Eastern, y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, desmintiendo distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto el gusto de los viales, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento. Se viaja por negocios, por hacer visitas, por hablar con un amigo, por ir de compras a una ciudad próxima o lejana, por pasear y hacer ganas de comer. Hallábame en Newcastle, y nadie me daba razón de la vía más corta para visitar the home of Shakespeare. Una rápida inspección del mapa simplificó la dificultad, pues viendo que Stratford está cerca de Birmingham, a esta ciudad había que ir por lo pronto. Después Dios diría. Entre Newcastle y Birmingham, el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham, y después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la del Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales.

¿En qué parte del mundo, por remota y escondida que sea, no se habrá visto la marca de esta ciudad aplicada a infinidad de objetos de uso común y ordinario? La universalidad, la variedad y el cosmopolitismo de la industria de Birmingham se expresan muy bien en un elocuente párrafo de la obra de Burrit Paseos por el país negro. Dice así:

«El árabe come su alcuzcuz con una cuchara de Birmingham; el pachá egipcio ilumina su harén con candelabros de cristalería de Birmingham; el indio americano se bate con el rifle de Birmingham, y el opulento rajah del Indostán decora su mesa con los cobres de Birmingham; el audaz jinete que recorre las estepas de Sudamérica espolea su caballo con un acicate de Birmingham, y el negro antillano corta la caña de azúcar con su hacha de Birmingham…, etc.» No copio más porque es el cuento de nunca acabar, semejante al de las cabras de Sancho.

La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos.

—¿En qué plataforma se toma billete para Stratford?

Esta es la pregunta ansiosa del peregrino shakespeariano en la ingente estación de Birmingham.

No se crea que tal pregunta es contestada claramente. Muchos empleados suelen informar con incierto laconismo:

—Es de la otra parte.

Y recorre usted otra vez los puentes que comunican las inmensas naves por encima de las vías. Después pase usted por un túnel abierto debajo de otras, hasta llegar a las plataformas del costado Sur, y allí échese a correr a lo largo del interminable andén.

Por fin. Hay quien dé informes exactos de la vía que se debe tomar, del sitio donde está el booking-office o despacho de billetes, y de la hora del tren. Gracias a Dios, ya tengo en la mano el billete para Stratford; tomo asiento en un coche; el tren marcha. Alabado sea mil y mil veces el Señor.

II
Stratford al fin - Shakespeare's Hotel

L
lego por fin, a una comarca totalmente distinta de la Inglaterra de Birmingham, Manchester y Leeds. Han desaparecido las chimeneas, han huido aquellos fantasmas escuetos que se envuelven en el humo que vomitan, y que agobian el espíritu del viajero con su negrura satánica. Penetro en un país risueño, más agrícola que industrial, impregnado de amenidad campestre. No más talleres, no más hornos. La pesadilla parda se disipa, y el humo, que todo lo entristece, se va quedando atrás. Recorro un ramal del Midland, que enlaza esta gran red con la no menos importante del Great Western, y entramos en el condado de Warwickshire, las regiones más pintorescas de Inglaterra, y además ilustradas con nobles recuerdos históricos; comarca de dulce verdor, en que flotan las églogas.

Paso junto al célebre castillo de Kenilworth, parte en ruinas, que da nombre a una sugestiva novela de Walter Scott. Perteneció aquella señoril residencia al conde de Leicester, favorito de la reina Isabel, en honor de la cual se celebraron fiestas aparatosas. Omito la descripción de esas hermosas ruinas, así como la del castillo de Warwick, que me apartaría de mi objeto, y sigo en busca de la casa del poeta. ¡Kenilworth, Leicester, Isabel! Todo esto ha pasado, mientras que Shakespeare vivirá eternamente, y su humilde morada despertará más curiosidad y admiración que todos los palacios de príncipes y magnates.

La impresión de descanso y de paz que trae al ánimo del viajero este ameno y poético rincón de Inglaterra, vale las penas y contrariedades del excéntrico viaje. La campiña es deliciosa y revela las mayores perfecciones de la agricultura. Por fin, el ramal del Midland enlaza con un ferrocarril puramente local, tranquilo, y más parecido a los nuestros que a los ingleses, porque no hay en él el vértigo ni la velocidad de las redes centrales de la isla, ni en las estaciones desmedida aglomeración de pasajeros. Por fin, llego a la estación de Stratford, que es una villa de diez mil habitantes. En la estación, lo mismo que en nuestras ciudades provincianas, hay un ómnibus que recoge a los viajeros y los va dejando en las casas o en las fondas. Es de noche. Todo en este simpático pueblo respira sosiego, bienestar y sencillez campestre. El que sale de las bulliciosas ciudades industriales para venir aquí cree entrar en la gloria. Los nervios descansan del loco estruendo, y de las impresiones rápidas y múltiples que constantemente recibimos en los grandes centros urbanos. La imaginación es la que no descansa, antes bien, se lanza a los espacios ideales, representándose el tiempo en que vivía la excelsa persona cuya sombra perseguimos en aquella localidad apacible. No podemos separar al habitante de la morada; nos empeñamos en trasladar ésta a los tiempos de aquél, o en modernizar al poeta para hacerle discurrir a nuestro lado por calles, hoy alumbradas con gas, de su querida y placentera villa.

Dos hoteles hay en la patria de Shakespeare que merecen especial mención. Uno es el llamado Red Horse, celebrado porque en él escribió Wahington Irving sus impresiones de Stratford; el otro, llamado Shakespeare’s Hotel, ofrece la particularidad de que los cuartos están designados con los títulos de los dramas del gran poeta. El que a mí me tocó se denominaba Love’s Labour’s Lost
[4]
, y a la mano derecha vi Hamlet, y más allá, en el fondo de un corredor oscuro y siniestro, Macbeth.

La posada pertenece al género patriarcal, sin nada que la asemeje a esas magníficas colmenas para viajeros que en Londres se llaman el Metropolitan y en París el Gran Hotel. Es más bien una de aquellas cómodas hosterías que describe Dickens en sus incomparables novelas, y de las cuáles habla también Macaulay en su hermosa descripción de las transformaciones de la vida inglesa. Todo allí respira bienestar, confort, tranquilidad y refinado aseo. El estrepitoso y chillón lujo de los hoteles a la moderna, no existe allí. La escalera, de nogal viejo, ennegrecido por el tiempo; los muebles, relumbrantes de limpieza, revelan la domesticidad, la familiar sencillez. Huéspedes y patrones viven en apacible concordia. La mesa es abundante y poco variada: el roastbeef, excelente, el té magnífico, y luego vengan tostadas, bacon, huevos escalfados, ensaladas, patatas cocidas, y todo lo demás que constituye la sobria culinaria británica. La cerveza y la mostaza completan el buen avío. Para mayor encanto, el interior de aquel hermoso cuarto que lleva el título (estampado con claras letras en una tabla sobre la puerta) de Love’s Labour’s Lost , ofrece comodidades que en vano buscaríamos en los más aparatosos hoteles del Continente. Basta decir que las camas inglesas, grandes, mullidas, limpias como los chorros del oro, son las mejores del mundo, y que el ajuar de tocador que las acompaña no tiene rival.

El dueño de la casa (y ésta revela en su interior una respetable antigüedad), queriendo, sin duda, que sus huéspedes se empapen bien en las ideas e imágenes shakespearianas, ha llenado el edificio, desde el portal hasta el último cuarto, de cuadros y estampas colocados en vistosos marcos, todos de asuntos de los famosos dramas. Cuanto ha producido el buril en el siglo pasado y en el presente, allí se encuentra. Hay grabados hermosos y otros deplorables. El viajero que allí pasa la noche, se ve acosado por la turba de ilustres fantasmas. Se los encuentra en la alcoba, en el comedor y hasta en el cuarto de baño. Aquí, Lady Macbeth lavándose la mano; más allá, Catalina de Aragón reclamando sus derechos de reina y esposa, o el
Rey Lear
, de luenga barba, lanzando imprecaciones contra el cielo y la tierra; por otra parte, el fiero Gloucester, de horrible catadura; el cínico Falstaff, panzudo y locuaz; más lejos, el judío Shylock ante el tribunal presidido por la espiritual Porcia. No faltan Antonio discurriendo ante el cadáver de César, ni Calibán ni Ariel, seres imaginarios que parecen reales; Romeo ante el alquimista, Julieta con su nodriza. Ofelia tirándose al agua; en fin, todas las figuras que el arte creó, y la Humanidad entera ha hecho suyas, reconociéndolas como de su propia sustancia.

En el comedor del hotel encuentro tipos de los que Dickens nos ha hecho familiares. La raza inglesa es poco sensible a las modificaciones externas impuestas por la civilización. En algunos he creído encontrar aquella casta de filántropos inmortalizada por el gran novelista, y les he mirado las piernas esperando ver en ellas las famosas polainas de Mr. Pickwick
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