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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (56 page)

BOOK: La canción de Troya
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La decisión había tropezado con una gran oposición. El propio Troilo rogó al rey que nombrase heredero a Eneas. Ello incitó a Príamo a pronunciar una diatriba contra el dárdano, que concluyó cuando Eneas abandonó airado el salón del trono. Deífobo estaba sumamente enojado, así como Heleno, el joven hijo-sacerdote, que le recordó a Príamo el oráculo según el cual Troilo sólo salvaría la ciudad si vivía para alcanzar la edad del consentimiento. Príamo insistía en que Troilo ya la había alcanzado y ello confirmó la ambigüedad del término en la mente de Ulises. Heleno siguió rogándole al rey que cambiara de idea pero él se negó. Troilo fue designado heredero y nosotros comenzamos a afilar nuestras espadas en la playa.

Los troyanos dedicaron doce días a llorar la muerte de Héctor. Durante ese tiempo llegó Pentesilea, reina de las amazonas, con diez mil guerreras a caballo. Otra razón para que afilásemos nuestras armas.

La curiosidad engrasó nuestras piedras de amolar porque aquellas peculiares criaturas vivían completamente dedicadas a Artemisa la doncella y a un Ares asiático. Residían en las fortalezas de Escitia, al pie de las montañas de cristal que traspasan el techo del mundo; cabalgaban en enormes caballos por los bosques, donde cazaban y merodeaban en nombre de la doncella. Existían bajo el pulgar de la diosa tierra en su primera triple entidad —doncella, madre, anciana—, y gobernaban a sus hombres como las mujeres en nuestra parte del mundo antes de que la Nueva Religión sustituyera a la Antigua. Porque los hombres habían descubierto un hecho vital: que la semilla masculina era tan necesaria para la procreación como la mujer que cultivaba el fruto. Hasta que se realizó tal descubrimiento, el hombre estaba considerado como un lujo costoso.

La sucesión de las amazonas radicaba totalmente en la línea femenina; sus hombres eran bienes muebles que ni siquiera iban a la guerra. Los primeros quince años de la vida de una mujer después de haber alcanzado sus reglas estaban exclusivamente dedicados a la diosa doncella. Luego se retiraba del ejército, tomaba esposo y engendraba hijos. Sólo la reina se mantenía célibe, aunque renunciaba al trono durante el mismo tiempo en que las restantes mujeres abandonaban el servicio de Artemisa la doncella y, en lugar de tomar esposo, caía bajo el hacha como sacrificio para su pueblo.

Lo que ignorábamos acerca de las amazonas nos lo contó Ulises; parecía tener espías por doquier, incluso al pie de las montañas de cristal de Escitia. Aunque, desde luego, lo que más nos consumía era el hecho de que las amazonas cabalgaran en caballos. Nadie más lo hacía; ni siquiera en el lejano Egipto. Era difícil sentarse en un caballo porque tenían la piel resbaladiza y las mantas no podían sujetarse sobre ella; la única parte que solía utilizarse del animal era la boca, en la que podía introducirse un bocado unido a un arnés y a las riendas. Por consiguiente, la gente los utilizaba para arrastrar carros. Ni siquiera podían emplearse para tirar de las carretas porque el yugo los estrangulaba. ¿Cómo podían pues cabalgar en aquellos animales para conducirlos a la lucha?

Mientras los troyanos lloraban a Héctor nosotros descansamos preguntándonos si alguna vez volveríamos a verlos fuera de sus murallas. Ulises seguía confiando en que saldrían pero los demás no estábamos tan seguros.

El día decimotercero me vestí la armadura que Ulises me había regalado y descubrí que era mucho más ligera. Cruzamos los caminos superiores entre la oscuridad del alba; infinitas hileras de hombres avanzando con dificultades por la llanura mojada por el rocío, con algunos carros al frente. Agamenón había decidido instalar sus tropas en un frente de una media legua desde la muralla troyana adyacente a la puerta Escea.

Nos estaban aguardando, no tantos como antes, pero más numerosos que nosotros. La puerta Escea ya estaba cerrada.

La horda de las amazonas estaba situada en el centro de la vanguardia troyana; mientras aguardaba a que nuestras alas concluyeran su formación, me senté en el borde lateral de mi carroza y las estuve observando. Montaban en grandes bestias peludas de una raza que me era desconocida, con feas cabezas aquilinas, crines y colas peladas y cascos peludos. Eran de color uniformemente bayo o castaño, salvo uno de ellos de un blanco precioso situado en el centro, que sin duda pertenecería a la reina Pentesilea. Pude observar la habilidad con que se sostenían sobre sus monturas; ¡muy inteligente! Cada guerrera acomodaba sus nalgas y caderas en una especie de estructura de cuero sujeta bajo el vientre del caballo, de modo que se mantenía firmemente en su sitio.

Aunque lucían cascos de bronce, por lo demás iban ataviadas con cuero resistente y se cubrían desde la cintura hasta los pies con una especie de tubos también de cuero atados con correas desde los tobillos hasta las rodillas. Calzaban suaves botines. Las armas preferidas eran evidentemente el arco y las flechas, aunque algunas ceñían espadas.

En aquel momento sonaron los cuernos y tambores que anunciaban el inicio de la batalla. De nuevo me erguí en mi puesto empuñando a Viejo Pelión, cubriendo cómodamente mi hombro izquierdo con el escudo. Agamenón había concentrado todos sus carros, lamentablemente escasos, en la vanguardia, frente a las amazonas.

Las mujeres se precipitaron entre los carros de guerra vociferando como harpías. Las flechas brotaban de sus cortos arcos, volaban sobre nuestras cabezas mientras permanecíamos en nuestros carros y caían en el suelo entre la infantería que nos seguía. La constante lluvia mortal trastornó incluso a mis mirmidones, no acostumbrados a luchar contra un adversario que atacaba desde cierta distancia, lo que impedía una represalia instantánea. Reuní mi reducido grupo de carros de guerra y obligué al enemigo a alejarse utilizando a Viejo Pelión, desviando las flechas con mi escudo y gritando a los demás que hicieran lo mismo. ¡Qué extraordinario! ¡Aquellas extrañas mujeres no dirigían sus dardos a nuestros caballos!

Con expresión grave, observé a Automedonte, que luchaba con el tronco de caballos y que cruzó su mirada con la mía.

—Del resto del ejército dependerá dar buena cuenta hoy de los troyanos —dije—. Consideraré bien librada la batalla si podemos resistir a esas mujeres.

Asintió al tiempo que desviaba el carro para esquivar a una guerrera que lanzaba su corcel hacia nosotros, un animal de recios y potentes remos delanteros que agitaba con violencia unos cascos enormes, capaces de destrozar un cráneo humano. Le arrojé una lanza y silbé satisfecho al verla derribada de su montura y pateada por ella. Entonces guardé a Viejo Pelión y empuñé mi hacha.

—No te alejes, voy a apearme.

—¡No lo hagas, Aquiles! ¡Te harán papilla!

Me reí de él. Era mucho más fácil en el suelo, y transmití la orden a los mirmidones.

—Olvidad el tamaño de los corceles y meteos bajo sus patas. No matarán a nuestros caballos, pero nosotros sí acabaremos con los suyos. Derribar a un caballo es tan provechoso como a su jinete.

Los mirmidones siguieron mi ejemplo sin vacilar. Algunos fueron mutilados y golpeados bajo los corceles de las amazonas, pero la mayoría se mantuvieron firmes entre el aluvión de flechas mientras abrían los velludos vientres, esquivaban las patas y retorcían cuellos equinos. Como eran hábiles y rápidos porque mi padre y yo nunca habíamos puesto trabas a sus iniciativas o diversas habilidades, se desenvolvieron perfectamente y obligaron a las amazonas a realizar una precipitada retirada. Fue una victoria costosa, pues el campo quedó sembrado de mirmidones muertos. Pero por el momento habíamos vencido y estaban entusiasmados y dispuestos a matar a más amazonas junto con sus cabalgaduras.

Salté de nuevo junto a Automedonte y fuimos en busca de la propia Pentesilea. ¡Allí estaba! ¡En medio de sus mujeres tratando de reunirlas! Le hice señas a mi auriga.

—¡Adelante! ¡A por la reina!

Arremetí contra sus filas en mi carro sin darles tiempo a que se prepararan. Las flechas nos alcanzaban por igual y Automedonte se echó al hombro su escudo para protegerse. Pero no logré aproximarme bastante para atacarla. En tres ocasiones consiguió alejarse de nosotros esforzándose sin cesar por reconstruir sus líneas. Automedonte jadeaba y sollozaba, incapaz de dirigir mis tres sementales blancos como lo hacía Patroclo.

—¡Dame las riendas! —le ordené.

Sus nombres eran Janto, Balio y Podargo y los llamé a cada uno por su nombre rogándoles que me correspondieran con todo su entusiasmo. Me escucharon, aunque Patroclo no se hallaba presente para responder por ellos. ¡Oh, era excelente! ¡Podía pensar en él sin sentirme culpable!

Los corceles arremetieron de nuevo contra las filas enemigas sin necesidad de utilizar el látigo, con suficientes arrestos para apartar a los caballos de las amazonas. Lancé mi grito de guerra, le entregué las riendas a Automedonte y así a Viejo Pelión. La reina Pentesilea se hallaba a mi alcance, cada vez más próxima, mientras entre sus guerreras reinaba cada vez el mayor desorden. ¡Pobre mujer, carecía del don de la estrategia! Cada vez nos hallábamos más próximos… Tuvo que hacer virar a un lado a su yegua blanca para evitar estrellarse contra mi tronco de caballos. Sus claros ojos relampaguearon y su costado presentó un perfecto blanco para Viejo Pelión. Pero no pude lanzarlo; la saludé y ordené la retirada.

Un corcel sin su jinete —todos parecían yeguas— se había quedado inmovilizado, enredadas las patas con las riendas que pisaba con uno de sus cascos. Cuando Automedonte pasó por su lado me incliné a recogerlas de un tirón y obligué al animal a seguirnos.

Una vez lejos de aquella confusión salté del carro y examiné el caballo de la amazona. ¿Le agradaría el olor masculino? ¿Cómo podría sentarme en aquella estructura de cuero?

Automedonte palideció.

—¿Qué haces, Aquiles? —me dijo.

—Ella no temía morir, merece mejor muerte. Combatiré con Pentesilea como con una igual, su hacha contra la mía, a lomos de un caballo.

—¿Estás loco? ¡No sabemos cabalgar en estos animales!

—De momento no, ¿pero no crees que aprenderemos después de ver cómo lo consiguen ellas?

Monté a lomos de la yegua utilizando la rueda de mi carro como estribo, los ángulos de la estructura habían sido firmemente anudados, lo que significaba que tendría grandes problemas para lograr introducirme en él porque era demasiado pequeño. Pero una vez allí me quedé asombrado. ¡Era tan fácil permanecer erguido y equilibrado! La única dificultad consistía en mis piernas, que pendían sin apoyo. Mi yegua temblaba pero por fortuna parecía haber encontrado un animal de naturaleza tranquila. La golpeé en la espaldilla, tiré de las riendas para obligarla a volverse y me obedeció sin dificultades. Ya montaba a caballo; era el primer hombre en el mundo que lo lograba.

Automedonte me tendió el hacha, pero era imposible cargar con el escudo de tamaño natural. Uno de mis soldados corrió sonriente a entregarme un pequeño escudo de las amazonas.

Los mirmidones me siguieron con alaridos de entusiasmo. Cargué contra el centro de las mujeres guerreras dirigiéndome hacia la reina. Mi montura se movía como un caracol entre el gentío, pero se había acostumbrado a mí. Tal vez el peso excesivo la acobardaba.

Al ver a la reina le dirigí mi grito de guerra.

La mujer me devolvió un grito singular semejante a un aullido y se volvió para enfrentarse conmigo entre la multitud espoleando a su blanca yegua con las rodillas —aprendí un nuevo truco— mientras se colgaba el arco en la espalda y empuñaba en la diestra una hacha dorada. Ante una brusca orden suya sus guerreras se replegaron hasta formar un semicírculo, y mis mirmidones formaron otro entusiasmados. La batalla debía de sernos favorable en otras partes del campo, porque entre los observadores mirmidones vi tropas pertenecientes a Diomedes y el moreno y desagradable rostro de su primo Tersites. ¿Qué hacía Tersites allí? Era el jefe que compartía el mando de los espías de Ulises.

—¿Eres Aquiles? —me preguntó la reina en un griego atroz.

—¡Lo soy!

Se aproximó al trote con el hacha apoyada en la espaldilla de la yegua y manteniendo firme el escudo. Como me sabía inexperto en esta nueva forma de duelo, decidí dejar que utilizara ella primero sus ardides, confiando en mi buena suerte para eludir las dificultades hasta que me sintiera más cómodo. Ella lanzó su corcel a un lado y giró como un relámpago, pero yo me aparté a tiempo y detuve el golpe con el escudo de piel de toro deseando que fuese de hierro y de aquel tamaño. Su hoja se hundió profundamente y cruzó el cuero con tal limpieza como si cortara queso. No era una estratega pero sabía luchar. También era experta mi yegua castaña, que parecía saber antes que yo cuándo debía girar.

Ya aleccionado, blandí el hacha y erré el golpe por una pequeña fracción. Luego intenté su propio ardid y me estrellé contra su montura. Abrió los ojos asombrada y se rió de mí por encima de su escudo. Ya acostumbrados el uno al otro, intercambiamos golpes cada vez con mayor rapidez, las hachas resonaban y echaban chispas. Sentí la fuerza de su brazo y reconocí su consumada pericia. Su hacha era mucho menor que la mía, concebida para ser utilizada por una sola mano, lo que la convertía en un enemigo muy peligroso. Lo mejor que yo podía hacer con mi arma era asirla por el mango mucho más cerca del filo de lo que solía y utilizar para ello tan sólo mi diestra. Mantuve a la reina a la derecha y la obligué a forzar sus músculos mientras detenía cada una de sus acometidas con una fuerza que la agitaba hasta los tuétanos.

Podía haberla superado largamente por mi fortaleza pero odiaba ver su orgullo humillado. Pensé que era mejor concluir con aquella situación de una forma rápida y honrosa. Cuando comprendió que su suerte estaba echada, fijó sus ojos en los míos y asintió de una manera tácita, pero aún intentó una última y desesperada estratagema. El caballo blanco se encabritó retorciéndose mientras caía y chocaba con mi montura con tal ímpetu que la hizo tropezar y le resbalaron los cascos. Mientras la sostenía con la voz, la mano izquierda y los talones, el hacha de mi enemiga descendió. Yo levanté a mi vez la mía para detenerla y desviarla a un lado, y entonces no vacilé. Su costado estaba descubierto y mi hoja se hundió en él como si fuera de arcilla. Puesto que no me fiaba de ella mientras se mantuviera en pie, arranqué el arma rápidamente, pero su mano, que tanteaba en busca de la daga, carecía de fuerzas y regueros de color escarlata se deslizaban sobre el pelo blanco de la yegua. La mujer se tambaleó. Me apeé para recogerla antes de que cayera al suelo.

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