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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (53 page)

BOOK: La canción de Troya
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—¿Y si hiciéramos lo que hemos hecho durante nueve años, señor? ¿Dividir en dos nuestro ejército y tratar de abrir una cuña entre sus filas? A un tercio de legua desde aquí, el Escamandro forma un inmenso recodo y se interna hacia los muros de la ciudad. Héctor ya ha tomado ese camino. Si podemos hacer que se extiendan por el cuello del recodo, podríamos utilizar el segundo ejército para empujar a la mitad de ellos por lo menos hasta el bucle del meandro, mientras que el resto de nosotros sigue conduciendo a la otra mitad en dirección a Troya. Aunque no consigamos gran cosa con los que huyan hacia la ciudad, podremos acabar con los que queden encerrados en los brazos del Escamandro.

Era un plan excelente y Agamenón no tardó en comprenderlo.

—De acuerdo. Aquiles y Áyax, tomad las unidades que prefiráis de los tiempos del segundo ejército y enfrentaos a cuantos troyanos podáis atrapar en el recodo del Escamandro.

Yo sentí cierta rebeldía.

—Sólo si te aseguras de que Héctor no se refugia en la ciudad.

—De acuerdo —replicó Agamenón al punto.

Cayeron en la trampa como pececillos en una red. Condujimos a los troyanos a medida que llegaban a la altura del cuello del meandro, donde Agamenón cargó contra ellos con su infantería diseminando sus filas centrales. No tenían esperanzas de hacer una retirada ordenada mientras se enfrentaban a la enorme masa de hombres que él desplegaba. A la izquierda, Áyax y yo reteníamos nuestras fuerzas hasta que más de la mitad de los troyanos que huían comprendieron que se habían metido en un callejón sin salida, y entonces nosotros arremetimos contra su única vía de escape. Concentré mi infantería y los conduje hacia el meandro; Áyax marchó vociferando hacia la derecha haciendo lo mismo. Los troyanos, presa del pánico, se arremolinaban indefensos y retrocedían constantemente, hasta que sus filas posteriores se encontraron al borde del río. La masa humana que seguía retirándose ante nuestro avance los empujaba a su vez de manera inexorable, como ovejas al borde de un precipicio, y los que se encontraban detrás comenzaron a caer en picado en las sucias aguas.

El viejo dios Escamandro nos hizo la mitad del trabajo; mientras Áyax y yo los derribábamos a hachazos entre sus clamores de misericordia, se ahogaban a centenares en sus aguas. Desde mi carro vi bajar sus aguas más claras y densas que nunca: el río se hallaba en plena crecida. Los que resbalaban en la orilla no podían confiar en recobrar el equilibrio para luchar contra la corriente puesto que se hallaban obstaculizados por la armadura y el pánico. Pero ¿por qué se hallaba el Escamandro en plena crecida si no había llovido? Dediqué unos instantes a contemplar el monte Ida. El cielo que lo dominaba estaba cargado de nubes tormentosas y grandes cortinas de lluvia caían pesadamente por las estribaciones posteriores de Troya, asaeteándolas con sus descargas.

Le entregué Viejo Pelión a Automedonte y me apeé del carro empuñando el hacha, el escudo pesaba de tal modo que no podía resistirlo. Tendría que arreglármelas sin él y no contaba con Patroclo para asistirme. Pero antes de internarme en la palestra pensé en llamar a uno de nuestros auxiliares no combatientes, pues le debía a Patroclo los doce jóvenes troyanos de noble cuna para su tumba, y fácilmente se hallarían concentrados entre tal confusión. Me invadió de nuevo la espantosa y absurda avidez de sangre humana y no lograba hallar bastantes troyanos para saciarla. No me detuve en la orilla del río; en lugar de ello me interné en las aguas tras los escasos y aterrados hombres que había acorralado. El peso de mi férrea armadura me abrumaba entre el creciente impulso de la corriente; exterminé a mis enemigos hasta que las aguas del Escamandro corrieron cada vez más rojas.

Un enemigo intentó entablar duelo conmigo. Se llamaba Astérope y sin duda se trataba de un miembro de la alta nobleza troyana, porque vestía de bronce dorado. Mi adversario contaba con mucha más ventaja porque se encontraba en la orilla mientras que yo me hallaba sumergido en el río hasta la cintura, y tan sólo contaba con una hacha frente a su puñado de lanzas. ¡Pero que no desdeñara el ingenio de Aquiles! Cuando se disponía a lanzar su primer proyectil, empuñé mi arma por el mango y se la lancé como instrumento arrojadizo. El hombre soltó la lanza, pero la visión de aquel objeto gigantesco que se precipitaba hacia él por los aires le hizo perder la puntería. Una y otra vez el arma giró relampagueando al sol y por fin le alcanzó de pleno en el pecho. La cuchilla se hundió en su carne y vivió sólo un instante. Luego se precipitó hacia adelante y se desplomó de bruces, como una piedra, entre las aguas.

Con el fin de liberar el arma de su cuerpo avancé hacia él y le di la vuelta. Pero el filo se había hundido hasta la empuñadura y el destrozado metal de su coraza se enroscaba en él. Tan concentrado me encontraba en arrancarla que apenas advertí el clamor que llegaba a mis oídos ni sentí atrepellarse las aguas como sementales desbocados. De repente me hundí hasta las axilas y Astérope se agitó con la levedad de una corteza. Lo así del brazo y lo arrastré hacia mí en un simulacro de abrazo utilizando mi propio cuerpo para sujetarlo mientras trataba de arrancarle el hacha. El estrépito se había convertido ya en algo atronador y tuve que esforzarme por mantener el equilibrio. Por fin logré recuperar el arma y enrollé su largo cordón firmemente en mi muñeca, temeroso de perderla. El dios río me gritaba airado, parecía preferir la profanación de su gente con sus desperdicios que la mía con su sangre.

Una muralla de agua me desplazó como un desprendimiento de tierras. Ni siquiera Áyax o Hércules lo hubieran resistido. ¡Ah, dioses! Distinguí una rama que sobresalía de un olmo y salté para asirme a ella. Mis dedos tropezaron con sus hojas y me esforcé por remontar los enormes palmos que me separaban de ella, hasta que logré aferrarme a la sólida madera, pero la rama se inclinó bajo mi peso y yo caí de nuevo en el torrente.

Por un instante el muro de agua se cernió sobre mí como un brazo acuático proyectado por el dios, luego la arrojó sobre mi cabeza con toda la furia que logró reunir. Aspiré una última y gran bocanada de aire antes de que el mundo se convirtiera en un elemento líquido, antes de verme repentinamente empujado y arrastrado en cien direcciones por fuerzas muy superiores a las mías. Sentía el pecho a punto de estallarme mientras me aferraba con ambas manos a la rama del árbol, y recordé angustiado el sol y el cielo y lloré en mi fuero interno ante la amarga ironía de verme derrotado por un río. Había malgastado demasiadas energías afligiéndome por Patroclo y con mis ansias de matar troyanos, y aquella férrea armadura era mortal para mí.

Pese a mis ruegos a la dríade que vivía en el olmo, el agua pasaba sobre mi cabeza sin cesar; más tarde aquella ninfa o alguna hada debieron de oírme y logré emerger a la superficie. Aspiré el aire con avidez, sacudí el agua de mis ojos y miré en torno con desesperación. La orilla, antes tan próxima, había desaparecido. Me aferré con renovadas fuerzas al olmo pero la dríade me había abandonado. El último vestigio de tierra se desprendió y desnudó las raíces del poderoso y viejo árbol. En cuanto a mi propio cuerpo cargado de metal, constituía un peso suplementario; la masa de hojas y ramas se ladeó y el árbol se sumergió en las aguas sin apenas emitir un gemido de angustia sobre el bramido de la riada.

Seguí sujetándome a la rama, preguntándome si el Escamandro sería lo bastante fuerte para arrastrarlo todo con su corriente. Pero el olmo permanecía con su copa en las aguas, como una presa que retenía los escombros que avanzaban hacia nuestro campamento y la empalizada de los mirmidones. Los cadáveres se amontonaban contra su masa como flores castañas con gargantas carmesíes, los penachos morados envolvían las verdes hojas de los árboles y las manos flotaban blancas y repulsivamente inútiles.

Solté la rama y comencé a vadear hacia el borde del río, que era menos bajo puesto que la orilla había cedido, pero no bastante profundo. Una y otra vez la implacable marea aspiraba mis pies de su precaria sujeción en el fondo fangoso; una y otra vez se sumergía mi cabeza. Pero yo luchaba por remontarme, me esforzaba por aproximarme a mi objetivo. Cuando por fin conseguí asirme a un fragmento de hierba, por desdicha se separó de la tierra empapada. Volví a sumergirme, intenté erguirme entre penosos forcejeos y me desesperé. La tierra de la orilla del Escamandro resbalaba negra entre mis dedos, alcé los brazos a los cielos y rogué al Todopoderoso.

—¡Padre, padre, permíteme vivir lo suficiente para matar a Héctor!

Dios me escuchó y me respondió. Su impresionante cabeza se inclinó de repente desde las ilimitadas distancias de los cielos y por unos pocos instantes me amó lo suficiente para perdonarme mi pecado y mi orgullo, tal vez fue sólo al recordar que era nieto de su hijo Eaco. Sentí su presencia en todo mi ser y creí ver la sombra proyectada en fuego de su monstruosa mano, que se cernía siniestra sobre el río. El Escamandro se sometió con un suspiro al poder que rige a dioses y a hombres por igual. Unos momentos antes yo estaba a punto de morir; al cabo de un instante las aguas se convirtieron en un reguero entre mis tobillos y tuve que saltar a un lado mientras el olmo se desplomaba en el barro.

La orilla opuesta, más elevada, se había derrumbado. El Escamandro disipó sus fuerzas al extenderse en tenue sábana sobre la llanura, una bendición plateada para la sedienta tierra, que la absorbió de un trago.

Salí tambaleándome del cauce del río y me senté agotado en la hierba empapada. Sobre mi cabeza el carro de Febo se encontraba algo más allá del cenit; habíamos luchado durante la mitad de su viaje por la bóveda celeste. Me pregunté dónde se encontraría el resto de mi ejército, y volví a la realidad avergonzado al comprender que me había absorbido de tal modo mi ansia de matar que había ignorado por completo a mis hombres. ¿Acaso nunca aprendería? ¿O mi instinto criminal era parte de una locura seguramente heredada de mi madre? Se oían gritos. Los mirmidones venían hacia mí y, a lo lejos, Áyax reconstruía sus fuerzas. Se veían griegos por doquier, pero ningún troyano. Subí a mi carro y le sonreí a Automedonte.

—Condúceme hasta Áyax, viejo amigo. Éste sostenía una lanza en su fuerte mano y tenía expresión ausente. Cuando me apeé aún chorreaba agua.

—¿Qué te ha sucedido? —me preguntó.

—He entablado un combate con el dios Escamandro.

—Bien, y has vencido. Está agotado.

—¿Cuántos troyanos han sobrevivido a nuestra emboscada?

—Pocos —repuso con serenidad—. Entre nosotros dos hemos conseguido matar a quince mil. Tal vez otros tantos hayan regresado con el ejército de Héctor. Hiciste un buen trabajo, Aquiles. Tienes una sed de sangre incomparable.

—Preferiría tu amor que mi ansia asesina.

—Es hora de que regresemos con Agamenón —me dijo sin comprenderme—. Hoy he traído mi carro.

Marché con él en el suyo, aunque más bien parecía una carreta porque le faltaban cuatro ruedas, mientras Teucro viajaba en el mío con Automedonte.

—Algo me dice que Príamo ha ordenado la apertura de la puerta Escea —dije señalando hacia las murallas.

Áyax gruñó. A medida que nos aproximábamos se hacía evidente que no me equivocaba. La puerta Escea estaba abierta y el ejército de Héctor avanzaba por delante de Agamenón, frustrado por el gran número de troyanos que se acumulaban ante la entrada. Miré de reojo a Áyax con expresión iracunda.

—¡Al Hades con ellos! ¡Héctor ha entrado! —gruñó. — Héctor me pertenece, Áyax. Tú ya tuviste tu oportunidad.

—Lo sé, primito.

Nos introdujimos lentamente entre las fuerzas de Agamenón y acudimos en su busca. Como de costumbre, se hallaba con Ulises y Néstor y fruncía el entrecejo.

—Están cerrando la puerta —le dije.

—Héctor los ha apiñado tan densamente que no tenemos posibilidades de impedirles el acceso… ni oportunidad alguna de intentar asaltarlos. La mayoría de ellos ya ha conseguido entrar. Han escogido dos destacamentos deliberadamente para que se queden fuera y Diomedes trata de persuadirlos para que se sometan —dijo Agamenón. — ¿Y qué hay de Héctor? — Creo que ha entrado. Nadie lo ha visto. — ¡El canalla! ¡Sabe que lo busco!

Aparecían otros compañeros: Idomeneo, Menelao, Menesteo y Macaón. Observamos todos a Diomedes, que remataba a los que se habían ofrecido a quedarse fuera, gente razonable, pues al ver que se exponían a la aniquilación se rindieron. Diomedes, que valoraba su valor y disciplina, prefirió tomarlos prisioneros en lugar de matarlos. Se acercó a nosotros alborozado.

—Quince mil hombres exterminados en el Escamandro —anunció Áyax.

—Mientras nosotros sólo hemos perdido unos mil —repuso Ulises.

Los soldados que descansaban detrás de nosotros profirieron un profundo suspiro. En aquel momento llegó a nuestros oídos tal grito de espantosa agonía de la torre de vigilancia que interrumpimos nuestras risas.

—¡Fijaos! —dijo Néstor señalando agitado con su huesudo dedo.

Nos volvimos lentamente. Héctor se apoyaba en los clavos de bronce de la puerta, en la que apoyaba su escudo y dos lanzas en la mano. Vestía mi armadura dorada con el añadido escarlata entre el penacho del casco y el tahalí de brillante púrpura destellante de amatistas que Áyax le había regalado. Yo, que nunca me había visto ataviado con aquel equipo, pude comprobar lo bien que le sentaba a cualquiera que lo llevase, y en especial a Héctor. En el instante en que Patroclo se lo puso, debía haber imaginado que lo condenaba a un destino fatal.

Héctor recogió su escudo y avanzó unos pasos.

—¡Aquiles! —llamó—. ¡Me he quedado para que nos enfrentemos!

Crucé una mirada con Áyax, que asintió. Cogí mi escudo y a Viejo Pelión de manos de Automedonte y le entregué el hacha. No podía insultar a alguien como Héctor con una hacha.

Con la garganta oprimida por el temblor y la alegría me aparté de las filas de los soberanos y acudí a reunirme con él midiendo mis pasos, como quien se dispone al sacrificio; yo no empuñaría la lanza ni tampoco él. Nos detuvimos a tres pasos de distancia, decididos ambos a descubrir qué clase de hombre era el otro, nosotros, que nunca nos habíamos visto a menor distancia que un tiro de lanza. Teníamos que hablar antes de que comenzase el duelo y nos aproximamos poco a poco, hasta que casi pudimos tocarnos. Yo miré sus ojos negros e imperturbables y comprendí que era en gran manera como yo. Salvo que su espíritu es puro, me dije. Es el perfecto guerrero.

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